Cuando la música se convierte en inspiración

Cuando la música se convierte en inspiración y la inspiración se transforma en historias es cuando nace Non-Girly Blue.

Somos un experimento literario conformado por mujeres amantes de las letras y la música. Cada quince días nos alternamos para recomendar una canción sobre la cual las demás non-girly blues soltamos la imaginación y nos inspiramos para escribir... escribir relatos, historias, cuentos, personajes y a veces hasta poemas. ¿Y por qué no pues?

[Publicaciones y canciones nuevas cada quince días]

20160704

Juan Pablo y las metáforas.










Juan Pablo siempre supo que no había sido criado para las dulzuras ni los cariños. Casi no conoció a la mamá, que a finales de los setenta se había ido al monte con la guerrila, a los Estados a buscar fortuna, con un hombre que le ofreció casa y toda clase de lujos, vayan a saber, había tanta historia alrededor de la desaparición, que ya no sabía cuál era verdad. Lo cierto es que se había quedado a cumplir las extravagancias de las dos tías solteronas que, aparte de estrictas y rígidas, habían solapado las borracheras y líos de mujeres del papá por más de diez años. Que lo había hecho desaparecer un marido celoso, contaban las historias que oía al pasar en las calles del vecindario. Pero esa tampoco nunca se la creyó. Simplemente lo había dejado, igual que la mamá. Y a los quince años, en pleno auge de la guerra civil estaba allí, sin otra compañía más que la de las tías de cara larga y almidonadas, dándose cuenta que para entonces ni siquiera había tenido un buenas noches lanzando con cariño desde una luz que se apaga.

A esa edad, Juan Pablo se dio cuenta de que nunca nadie lo había querido.

Estudió mucho. Eso sí. Alumbrado por luces de candelas y con cafés calientes que por entonces ya él mismo se preparaba. Terminó su bachillerato con honores y logró costearse la carrera universitaria gracias a unos cuantos colones que le habían dejado sus tías al morir. Sí, una después de la otra, con apenas un intervalo de dos meses, lo dejaron cuando ya casi rozaba los dieciocho. No pudo vivir la una sin la otra, al parecer, y tampoco les costó mucho dejar al sobrino que, para entonces, ya sa había acostumbrado a la independencia y el silencio de su vida. A los veintidós años ya era abogado, y se transformó en uno tan bueno, acusioso, serio y entregado, que a los treinta ya había ahorrado lo suficiente como para no trabajar toda su vida. No tenía mujer en quien gastar, ni amigos con los cuales despilfarrar,  tenía dos trajes que usaba indistintamente durante la semana, solo cambiando corbatas y camisas, combinándolas según su humor y sus ganas de estar o no; tenía un apartamento modesto que alcanzaba para él solo, un aparato de televisión en donde darse cuenta de lo que pasaba afuera y en el mundo. No necesitaba nada.

A esa edad, Juan Pablo se dio cuenta de que ya era hora de morirse.

Y el asunto aquí es que la metáfora le jugó la partida y en una esquina equis de la ciudad, doblando para donde el sastre que iba a confeccionarle el traje para su muerte; se encontró a una Clara Luz llorando desconsolada. Y claro que tenía tiempo para detenerse a consolarla, fuera lo que fuera que le pasara, nunca en su vida había sentido semejante conmoción por nada, aún en los juicios más macabros de asesinatos. No. Se tenía que detener. Igual, tenía tanto tiempo para morirse y había vivido tanto, que unos minutos no habrían de hacer la diferencia. Y sí, sucedió lo que se están imaginando, y nos vamos a saltar toda esa parte del enamoramiento y el romance y la boda y la inolvidable luna de miel por Bora-Bora, Fiji, Tonga y todas las islas del Pacífico sur; para concentrarnos en lo que aquí concierne: se enamoró y tuvo dos hijas. Dos pequeñas cosas blandas y olorosas a las que nunca sabía ni cómo decirles un buenas noches lanzando con cariño desde una luz que se apaga.

A esa edad, Juan Pablo se dio cuenta de que quería morirse otra vez.

No morirse de muerte de verdad, esta sí era metáfora, porque cada vez que veía a Clara Margarita y a Luna Clara jugar por aquí y por allá, llenar de risas la casa, llenarlo a él de sonrisas y palabritas a medias; no se le ocurría otra cosa que salir huyendo y pedirle a la mamá que se hiciera cargo, que él estaba muy ocupado. Y se encerraba en su oficina a cortar las páginas de sus viejos protocolos y a doblarlos para hacer barquitos de todos los tamaños que iba colocando dentro de una gaveta de su escritorio, hasta que estaba seguro que las Claritas estaban dormidas. Las pasaba viendo en silencio y a oscuras desde la puerta, se quedaba allí por horas. Hasta que de verdad el sueño lo vencía. Hasta que se iba a soñar que les decía buenas noches sentado a la orilla de sus camas. Por días, semanas, años; llenó la gaveta con barquitos. Una estrella iluminaba la esquina de la ventana el día en que la Clara Luz se apagó.

A esa edad, casi a sus cuarenta, Juan Pablo se dio cuenta de que el amor no dura para siempre y de cómo el ser humano es capaz de quedarse viendo una gaveta por días, mientras dos niñas abrazan su desconsuelo en la habitación de al lado.

No paró de llover por casi una semana, el sol no se dejó ver. De vez en tanto iba a ver a las Claritas: dormidas, abrazadas una con la otra, jugando a veces a sonreírles a las muñecas, tomando la merienda, dormidas otra vez cada una en su cama, leyendo algún libro, mirando las gotas de lluvia resbalarse por la ventana, guardando fotos de la mamá adentro de los libros, cantándose canciones tristes y alegres, saltando en la cama, durmiendo otra vez, soñando.

No había dejado de llover, pero el sol se asomaba ralito por la ventana esa tarde en la que Juan Pablo sacó la gaveta del mueble. Quiso contar cada uno de los barquitos, pero se dio cuenta de que a esa edad y en ese momento ya no le quedaba más tiempo para ser tan acucioso. Abrió la puerta de las niñas de par en par, cargando su tesoro y con la sonrisa más sincera que jamás se pudo haber imaginado en él. Las llevó por la casa vacía. Las sacó descalzas y en pijama a la calle, en donde todavía llovía suavecito. Seleccionó el barco más grande, le dio forma mirando a las niñas como una luz que se enciende y lo puso sobre el agua que corría sobre la cuneta. Cada Clarita repitió el proceso con timidez sobrehumana, Juan Pablo puso dos, tres y más otra vez sobre el agua, corrió tras de ellos para ver cómo se perdían en la esquina. Clara Margarita saltó sobre un charco llenando de lodo su pantalón blanco. Los tres se rieron y luego, despacio, como una ceremonia, vaciaron poco a poco la gaveta, viendo irse los barquitos calle abajo.

A esa edad las Claritas se dieron cuenta que a su papá ya no le quedaban más metáforas.

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