Relato inspirado en Hablando con mi Angel de Miguel Mateos |
Otro gato histérico y mojado se le atravesó, casi se cayó de la impresión. Detestaba mojarse los pies de cualquier forma. Los pies se le resbalaban adentro de sus sandalias de correas y caminaba con cuidado para no quedar como ese maldito gato que la había asustado. Tenía tanta mala suerte que siempre que llovía resultaba que andaba algún tipo de zapatos poco práctico. Las aceras apestaban a fango y revoltijo de humo, chicle viejo y algo podrido. El cielo estaba poniéndose violeta, el tiempo estaba cambiando y anochecía más temprano. Le gustaba ver los celajes, se imaginaba que alguien allá arriba pintaba con brochazos gordos un lienzo con nubes y que lo que caía no eran gotas de agua, sino pintura perdida de quién sabe donde, pintura que no cobraba color sino hasta caer sobre algo.
Apretaba con amor su tesoro recién encontrado y cubierto con una bolsa plástica: era una edición limitada de un libro que había estado esperando por meses. Coqueteaba con la idea de tener algún día una librera hermosa con puertas de vidrio en la que pudiera mirar todos esos tomos guardados con primor. Los ojos se le iban al suelo puerco sobre el que caminaba para no caerse y de cuando en cuando se perdía tragándose esas imágenes de nubes de colores para llenarse de algo hermoso entre tanta porquería. Había terminado de anochecer y ya las nubes no se veían entre tantas luces.
La ciudad respiraba, se movía, cantaba como una vieja pasada de copas ese sábado. Entre tanto ruido, no encontraba la tranquilidad necesaria para quedarse a solas con sus pensamientos y estaba apurada por llegar a su hogar, su rincón. Después de haber caminado poco más de media hora, sacó sus llaves y abrió la puerta de su cuchitril. No era más que una sección de un condominio de esos que habían construido durante el boom de viviendas hace quizás unos cincuenta años. En su época, el edificio debió haber sido hermoso, pero de eso ya no quedaba nada. Tenía buenos huesos, había resistido terremotos y dueños descuidados. Iba a aguantar un buen rato más, o al menos eso esperaba. Entró y se acomodó en el sofá. Poco le importó que hubiera sido sobre la ropa limpia, agradeció que al menos estaba seca porque se le había ocurrido meterla por la mañana, antes de irse a trabajar.
Fue entonces que cayó en cuenta que eso le era casi ajeno últimamente: agradecer. Se puso a pensar en todo aquello que tendría que agradecer. Todo, desde lo más banal hasta lo indispensable. Cerró los ojos y se puso a recordar. Dio las gracias en silencio por el huevo frito que pudo comer en tiempo récord, incluso agradeció la taza de café recalentado que la hizo terminar de despertar y por todo lo que había podido comprar para llenar la despensa y el refrigerador. Dio las gracias por no estar enferma, por el trabajo que la fastidiaba pero que la ayudaba a pagar las facturas y la mantenía cuerda. Fue recorriendo todo lo que llenaba su vida de novedad, de vida, de compañía y deleite. Abrazó más fuerte su libro y por sobre todas las cosas, dio las gracias por estar viva y tener sus ojos a su alcance, siempre listos para mostrarle el mundo real e imaginario.
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