Cuando la música se convierte en inspiración

Cuando la música se convierte en inspiración y la inspiración se transforma en historias es cuando nace Non-Girly Blue.

Somos un experimento literario conformado por mujeres amantes de las letras y la música. Cada quince días nos alternamos para recomendar una canción sobre la cual las demás non-girly blues soltamos la imaginación y nos inspiramos para escribir... escribir relatos, historias, cuentos, personajes y a veces hasta poemas. ¿Y por qué no pues?

[Publicaciones y canciones nuevas cada quince días]

20151228

Quédate luna.

















(Relato inspirado en Quédate Luna de Devendra Banhard) 

El carro se fundió.

Se fundió en un banco de arena mientras tratábamos de encontrar la famosa bahía que un lugareño nos había mencionado esa tarde durante la cena. Que era lo más parecido a una aparición, nos dijeron. Mucho más esa noche en que la luna llena se vería reflejada en el agua durante horas, volviéndose el agua y la tierra, una con el cielo.

No conocía mucho a Carmen, mi compañera de aventura, si es que a ese percance sobrenatural se le puede llamar así. Me la había encontrado apenas esa mañana recogiendo piedras en la playa. No era una mujer muy atractiva a primera vista, pero la forma cómo se movía y la sonrisa que me dedicó cuando descubrió que la estaba espiando, me cautivaron. Era una argentina recién graduada de comunicaciones en la Universidad de Guadalajara. Andaba conociendo el mundo, me dijo. Apenas tenía veintidós años y la carrera no le había permitido ni siquiera conocer gente. Después iba a Nueva York, y en unos meses a Praga y algunas ciudades de Europa. Se había cansado de los estudios y la formalidad de todo eso, que estaba pensando seriamente tomarse un año sabático, o dos, irse por allí y descubrir si de verdad estaba haciendo lo correcto para su vida. Todo lo decía con una solemnidad que la hacía parecer mayor de lo que en verdad era. Sus grandes lentes de montura gruesa y el pelo recogido hacia atrás en un moño le daban un aire de maestra de primaria. De esas que te reprenden por cualquier cosa.

Compartimos lo que quedaba de la mañana y toda la tarde, tirados en un malecón que daba al sur y en donde no llegaban muchos turistas. Ya sé, nosotros también lo éramos. Pero de ese tipo que no quiere reconocerlo. Carmen tomaba cubalibres que ella misma preparaba con una botella de ron y varias cocas que llevaba en una pequeña hielera azul. Al principio todo lo hacía lento y parsimonioso, como ella: la medida exacta de licor, la medida exacta de soda, tres cubos de hielo, una rodaja de limón. Todo aparecía como por arte de magia en sus manos, daba pequeños sorbos, como calculando el tiempo entre uno y otro y me contaba de sus años en la universidad, de cómo se obsesionó con las notas perfectas al punto de anular cualquier otro tipo de vida que no tuviera que ver con eso. Nunca había tenido novio. Y, a excepción de un compañero de bachillerato que se había puesto demasiado borracho en la fiesta de graduación y le había dejado un largo y apasionado beso mientras la acompañaba al carro; nunca la habían besado. Sí, como la película, se rio, terminándose el cuarto cubalibre. Yo seguía con mi cerveza alemana de 4 grados de alcohol. Sí, alemana en el paraíso tropical. Así es la cautela de un hombre de casi treinta ante una mujer que revolvía su trago con el índice y luego lo limpiaba con la parte de abajo de la camiseta de Coldplay.

Al final de la tarde se había soltado el moño, tenía un pelo castaño largo que se desparramaba sobre la madera del malecón y le brillaba al sol cada vez que se reía. Estábamos tirados en el suelo boca arriba y la luz le iluminaba también la mirada, los ojos oscuros, la piel transparente, los bellos del cuello. Ya estaba notablemente borracha y sacó de su bolso una pipa con marihuana y alargó sus brazos ofreciéndome con la otra mano el encendedor. Que lo dejáramos para más tarde, dijo el hombre cauteloso de casi treinta años. Sí, yo, este hombre cauteloso. Le sugerí que mejor fuéramos por un par de langostas donde Foster. Que nunca en mi vida las había visto tan grandes y baratas. Ella insistía en lo de la marihuana. Yo insistía en lo de las langostas mientras ella caminaba en equis sobre la madera demasiado envejecida del malecón. Casi la cargué, incluida la hielera azul, hasta el carro de alquiler, casi me hace detenerme a medio camino para servirse otro cubalibre. Tenés que comer, le repetía. ¿Al menos desayunaste?, le preguntaba. Y le contaba historias aburridas de mi vida como por qué había llegado a ser escritor de esa revista de tercera clase, y por qué escribía de arte, y por qué había soñado toda la vida con un personaje como ella para una de mis novelas. Sí, una de mis novelas, dije. Ella seguía riendo. Que quería ser un personaje de mis novelas, decía, qué tengo que hacer para estar en una, preguntaba.

Ya instalados en lo de Foster, el sol comenzaba a irse. En ese momento yo ya había decidido que quería continuar con ella el resto de la noche, y, si era posible los dos días que me hacían falta para continuar mi camino a Nicaragua. Las langostas, sí, eran descomunales, bañadas en salsa de coco y acompañadas, sí, con arroz blanco y pan, también de coco. De hecho, todo allí olía a coco: las pieles de los turistas europeos que circundaban nuestra mesa, las piñas coladas con las que brindaban los de la mesa que estaba a mis espaldas, los platos de mariscadas que iban y venían a todas las mesas.

       – La isla Coco, se debería llamar esta–, aseguró Carmen, peleándose con el tenedor y todas las herramientas posibles para llegar a los lugares más profundos de su langosta.

Fue entonces cuando el mesero nos preguntó si ya habíamos ido Aden Bay. A Carmen ya se le había bajado bastante la borrachera y yo me pasaba el festín tomando limonada con soda. Aden Bay, según nos dijo, era la punta más sur de la isla, en donde una entrada de agua se mezclaba con la salida de un río. Especialmente esa noche de luna llena iba a ser un espectáculo digno de película, fotos, y memorias para siempre. Eso nos decía y Carmen abría tremendos ojos, emocionándose con la historia, mirándome insistentemente como esperando que yo diera el sí, recogiéramos nuestras cosas y fuéramos disparados a descubrir tal paraíso perdido. Lo cual hicimos, luego de que ella se diera un par de shots de tequila, de paso le compráramos la botella al mesero, una cajetilla de cigarros y dos bolsas de maní salado.

Manejamos más de una hora para llegar, en una calle en la que apenas cabían dos carros y más llena de curvas que mil guitarras desafinadas. Tuvimos que ir a la menor velocidad posible debido a lo accidentado del camino, que además tenía la mayor cantidad de baches que he visto en mi vida. La luna sí, comenzó a salir siempre al sur de nuestro camino. Al principio, apenas dejándose ver entre los árboles y palmeras del horizonte, luego convertida en una yema de huevo, pasando por tantos tonos de amarillo que nunca creí que existieran. Carmen se empinaba la botella de tequila de vez en cuando, perdidas ya todas las maneras delicadas de la mañana. Me contaba algunas historias inventadas de lo que hubiera hecho con los hermanos que nunca tuvo y se reía de todas las aventuras que yo le contaba de los cuatro hermanos que desgraciadamente yo sí tuve. Nos tardamos más de  una hora en hacer un recorrido que normalmente hubiera tomado alrededor de 20 minutos. Como única señal del lugar encontramos un rótulo viejo de madera de apenas un metro de longitud y que alguna vez estuvo pintado de color rojo con letras blancas.

      – Tienen que andar unos cien metros más allá del rótulo para encontrar la bahía, nos había dicho el mesero.

Los cien metros se volvieron interminables manejando sobre la arena que a veces se ablandaba, a veces estaba llena de montículos, a veces se endurecía, a veces parecía desaparecer debajo de la luz de la luna. La bahía no aparecía y el carro se atascó en la arena. Mientras trataba inútilmente de hacerlo andar, acelerando lo más posible, logrando solo que las llantas resbalando en la arena se hundieran más; Carmen y yo nos vimos a los ojos. Eran las diez de la noche y ella respondió con calma a mi mirada de angustia. Por unos segundos, que fueron interminables, no hicimos más que ver al horizonte, supongo que cada uno tratando de pensar rápidamente qué hacer en esa situación.

Yo, tomé la botella de tequila y le di tres grandes sorbos. Ella, sacó la pipa de la mochila y la encendió. Traté de recordar hace cuánto habíamos visto el último poblado o cualquier señal de vida. Hace mucho y otro trago de tequila. Traté de recordar hace cuánto habíamos dejado atrás la calle pavimentada. Y otro trago. Nos vimos otra vez a los ojos y afuera la luna estaba llena. Esta vez ella me miró como preguntando qué hacemos. Yo no pude pensar en otra cosa más que hacer que besarla, y claro, todo lo que viene después de eso. Y lo hice. Era lo apropiado.

Eran las doce de la noche y el carro se hundía más en la arena. Al parecer la marea estaba subiendo, al parecer nos estábamos fundiendo en la mismísima bahía. El agua llegaba ya casi hasta la puerta y decidimos que lo más apropiado sería abandonar el barco. ¨Las mujeres y los niños primero¨, bromeó Carmen. Y allí estábamos: con el agua hasta las rodillas, mochilas y botella de tequila en mano y la luna llena reflejándose en mar más turquesa y transparente que he visto en mi vida. Sí, parece una contradicción, pero así era.

Caminamos por horas hasta que comenzaba a clarear y un camión con piñas se detuvo.

Esta historia no tiene final feliz, amigos. ¿No creerán que algo así podría tener futuro? No, no lo tuvo, no duró más que eso. No despedimos en la puerta de su hotel intercambiando direcciones de correo, pero nada más que eso. Carmen nunca me escribió, ni yo tampoco.

Es mejor así, verla convertida en un personaje de mi historia. No nos vamos a aburrir juntos, ni nos vamos a mentir amores que no existen cuando lleguen o se acaben.

Es mejor así, verla convertida en un personaje que quedó allí, con la luz de la luna llena reflejada en su pelo.



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