(Relato inspirado en Quédate Luna de Devendra Banhard)
El carro se
fundió.
Se fundió en un
banco de arena mientras tratábamos de encontrar la famosa bahía que un lugareño nos había mencionado esa tarde durante la cena. Que era lo más
parecido a una aparición, nos dijeron. Mucho más esa noche en que la luna llena
se vería reflejada en el agua durante horas, volviéndose el agua y la tierra,
una con el cielo.
No conocía mucho
a Carmen, mi compañera de aventura, si es que a ese percance sobrenatural se le
puede llamar así. Me la había encontrado apenas esa mañana recogiendo piedras
en la playa. No era una mujer muy atractiva a primera vista, pero la forma cómo
se movía y la sonrisa que me dedicó cuando descubrió que la estaba espiando, me
cautivaron. Era una argentina recién graduada de comunicaciones en la
Universidad de Guadalajara. Andaba conociendo el mundo, me dijo. Apenas tenía
veintidós años y la carrera no le había permitido ni siquiera conocer gente.
Después iba a Nueva York, y en unos meses a Praga y algunas ciudades de Europa.
Se había cansado de los estudios y la formalidad de todo eso, que estaba
pensando seriamente tomarse un año sabático, o dos, irse por allí y descubrir
si de verdad estaba haciendo lo correcto para su vida. Todo lo decía con una
solemnidad que la hacía parecer mayor de lo que en verdad era. Sus grandes
lentes de montura gruesa y el pelo recogido hacia atrás en un moño le daban un
aire de maestra de primaria. De esas que te reprenden por cualquier cosa.
Compartimos lo
que quedaba de la mañana y toda la tarde, tirados en un malecón que daba al sur
y en donde no llegaban muchos turistas. Ya sé, nosotros también lo éramos. Pero
de ese tipo que no quiere reconocerlo. Carmen tomaba cubalibres que ella misma
preparaba con una botella de ron y varias cocas que llevaba en una pequeña
hielera azul. Al principio todo lo hacía lento y parsimonioso, como ella: la
medida exacta de licor, la medida exacta de soda, tres cubos de hielo, una
rodaja de limón. Todo aparecía como por arte de magia en sus manos, daba
pequeños sorbos, como calculando el tiempo entre uno y otro y me contaba de sus
años en la universidad, de cómo se obsesionó con las notas perfectas al punto
de anular cualquier otro tipo de vida que no tuviera que ver con eso. Nunca
había tenido novio. Y, a excepción de un compañero de bachillerato que se había
puesto demasiado borracho en la fiesta de graduación y le había dejado un largo
y apasionado beso mientras la acompañaba al carro; nunca la habían besado. Sí,
como la película, se rio, terminándose el cuarto cubalibre. Yo seguía con mi
cerveza alemana de 4 grados de alcohol. Sí, alemana en el paraíso tropical. Así
es la cautela de un hombre de casi treinta ante una mujer que revolvía su trago
con el índice y luego lo limpiaba con la parte de abajo de la camiseta de
Coldplay.
Al final de la
tarde se había soltado el moño, tenía un pelo castaño largo que se desparramaba
sobre la madera del malecón y le brillaba al sol cada vez que se reía. Estábamos
tirados en el suelo boca arriba y la luz le iluminaba también la mirada, los
ojos oscuros, la piel transparente, los bellos del cuello. Ya estaba
notablemente borracha y sacó de su bolso una pipa con marihuana y alargó sus
brazos ofreciéndome con la otra mano el encendedor. Que lo dejáramos para más
tarde, dijo el hombre cauteloso de casi treinta años. Sí, yo, este hombre
cauteloso. Le sugerí que mejor fuéramos por un par de langostas donde Foster.
Que nunca en mi vida las había visto tan grandes y baratas. Ella insistía en lo
de la marihuana. Yo insistía en lo de las langostas mientras ella caminaba en
equis sobre la madera demasiado envejecida del malecón. Casi la cargué, incluida
la hielera azul, hasta el carro de alquiler, casi me hace detenerme a medio
camino para servirse otro cubalibre. Tenés que comer, le repetía. ¿Al menos
desayunaste?, le preguntaba. Y le contaba historias aburridas de mi vida como
por qué había llegado a ser escritor de esa revista de tercera clase, y por qué
escribía de arte, y por qué había soñado toda la vida con un personaje como
ella para una de mis novelas. Sí, una de mis novelas, dije. Ella seguía riendo.
Que quería ser un personaje de mis novelas, decía, qué tengo que hacer para
estar en una, preguntaba.
Ya instalados en
lo de Foster, el sol comenzaba a irse. En ese momento yo ya había decidido que
quería continuar con ella el resto de la noche, y, si era posible los dos días
que me hacían falta para continuar mi camino a Nicaragua. Las langostas, sí,
eran descomunales, bañadas en salsa de coco y acompañadas, sí, con arroz blanco
y pan, también de coco. De hecho, todo allí olía a coco: las pieles de los
turistas europeos que circundaban nuestra mesa, las piñas coladas con las que
brindaban los de la mesa que estaba a mis espaldas, los platos de mariscadas
que iban y venían a todas las mesas.
– – La
isla Coco, se debería llamar esta–, aseguró Carmen, peleándose con el tenedor y
todas las herramientas posibles para llegar a los lugares más profundos de su
langosta.
Fue entonces
cuando el mesero nos preguntó si ya habíamos ido Aden Bay. A Carmen ya se le
había bajado bastante la borrachera y yo me pasaba el festín tomando limonada
con soda. Aden Bay, según nos dijo, era la punta más sur de la isla, en donde
una entrada de agua se mezclaba con la salida de un río. Especialmente esa noche
de luna llena iba a ser un espectáculo digno de película, fotos, y memorias
para siempre. Eso nos decía y Carmen abría tremendos ojos, emocionándose con la
historia, mirándome insistentemente como esperando que yo diera el sí,
recogiéramos nuestras cosas y fuéramos disparados a descubrir tal paraíso
perdido. Lo cual hicimos, luego de que ella se diera un par de shots de
tequila, de paso le compráramos la botella al mesero, una cajetilla de cigarros
y dos bolsas de maní salado.
Manejamos más de
una hora para llegar, en una calle en la que apenas cabían dos carros y más
llena de curvas que mil guitarras desafinadas. Tuvimos que ir a la menor
velocidad posible debido a lo accidentado del camino, que además tenía la mayor
cantidad de baches que he visto en mi vida. La luna sí, comenzó a salir siempre
al sur de nuestro camino. Al principio, apenas dejándose ver entre los árboles
y palmeras del horizonte, luego convertida en una yema de huevo, pasando por
tantos tonos de amarillo que nunca creí que existieran. Carmen se empinaba la
botella de tequila de vez en cuando, perdidas ya todas las maneras delicadas de
la mañana. Me contaba algunas historias inventadas de lo que hubiera hecho con
los hermanos que nunca tuvo y se reía de todas las aventuras que yo le contaba
de los cuatro hermanos que desgraciadamente yo sí tuve. Nos tardamos más
de una hora en hacer un recorrido que
normalmente hubiera tomado alrededor de 20 minutos. Como única señal del lugar
encontramos un rótulo viejo de madera de apenas un metro de longitud y que
alguna vez estuvo pintado de color rojo con letras blancas.
– – Tienen
que andar unos cien metros más allá del rótulo para encontrar la bahía, nos
había dicho el mesero.
Los cien metros
se volvieron interminables manejando sobre la arena que a veces se ablandaba, a
veces estaba llena de montículos, a veces se endurecía, a veces parecía
desaparecer debajo de la luz de la luna. La bahía no aparecía y el carro se
atascó en la arena. Mientras trataba inútilmente de hacerlo andar, acelerando
lo más posible, logrando solo que las llantas resbalando en la arena se
hundieran más; Carmen y yo nos vimos a los ojos. Eran las diez de la noche y
ella respondió con calma a mi mirada de angustia. Por unos segundos, que fueron interminables, no hicimos más que ver al horizonte, supongo que cada uno tratando de pensar rápidamente qué hacer en esa situación.
Yo, tomé la
botella de tequila y le di tres grandes sorbos. Ella, sacó la pipa de la
mochila y la encendió. Traté de recordar hace cuánto habíamos visto el último
poblado o cualquier señal de vida. Hace mucho y otro trago de tequila. Traté de
recordar hace cuánto habíamos dejado atrás la calle pavimentada. Y otro trago.
Nos vimos otra vez a los ojos y afuera la luna estaba llena. Esta vez ella me
miró como preguntando qué hacemos. Yo no pude pensar en otra cosa más que hacer
que besarla, y claro, todo lo que viene después de eso. Y lo hice. Era lo
apropiado.
Eran las doce de
la noche y el carro se hundía más en la arena. Al parecer la marea estaba
subiendo, al parecer nos estábamos fundiendo en la mismísima bahía. El agua
llegaba ya casi hasta la puerta y decidimos que lo más apropiado sería
abandonar el barco. ¨Las mujeres y los niños primero¨, bromeó Carmen. Y allí
estábamos: con el agua hasta las rodillas, mochilas y botella de tequila en
mano y la luna llena reflejándose en mar más turquesa y transparente que he
visto en mi vida. Sí, parece una contradicción, pero así era.
Caminamos por
horas hasta que comenzaba a clarear y un camión con piñas se detuvo.
Esta historia no
tiene final feliz, amigos. ¿No creerán que algo así podría tener futuro? No, no
lo tuvo, no duró más que eso. No despedimos en la puerta de su hotel intercambiando
direcciones de correo, pero nada más que eso. Carmen nunca me escribió, ni yo
tampoco.
Es mejor así,
verla convertida en un personaje de mi historia. No nos vamos a aburrir juntos,
ni nos vamos a mentir amores que no existen cuando lleguen o se acaben.
Es mejor así,
verla convertida en un personaje que quedó allí, con la luz de la luna llena
reflejada en su pelo.
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