Julieta se sentó a escribir todas esas historias que la hicieron ser quien era: un rostro sin nombre, un alma en oscuridad, un corazón sin aire. Las palabras encontraron un catalizador monótono de dedos tecleantes en una máquina de escribir oxidada. “Que se oxide el mundo menos la memoria. Que se oxiden las teclas menos las palabras que me harán recordar la persona que ahora soy y que dejaré de ser mañana”, escribió conclusivamente en el blanco papel.
Sin titubeos, arrancó la página del rodillo negro. Colocó otra página, intacta. Escudriñó la blancura del papel y sus ojos se cubrieron de una fina capa de lágrimas. Era una lástima tener que manchar semejante blancura con su verborrea y sus verdades a medias, pero era lo único que sabía hacer: escribir. Escribir como si fuera el fin del mundo; escribir porque la voz se le escondía cuando intentaba hablar; escribir porque era el papel la única medicina para su ansiedad, su soledad, sus huesos fríos y el único remedio comprobado para ese hormiguero mental, ese que se alborotaba ante los pasos inesperados de la verdad.
Tecleó en automático, tecleó leyendo entre líneas, tecleó entre cigarro y cigarro. Tecleó hasta que el papel la observó derrotado, con mil impresiones de letras en su blanca piel. Hasta que ya no había espacio para otra letra más.
Entonces tecleó un punto. Un punto que desvanecía todo el ímpetu y toda la furia que había descargado letra tras letra. Un punto que apaciguaba cualquier agitación y dejaba caer la consciencia en el sopor nocturno de ansiolíticos, de taquicardias, de sed, de ausencia de movimiento, de nudos de manos estáticas en la cama flotante. Un punto que se cerraba como una puerta dejando la habitación en paz absoluta.
Un. Pun. To. Y. Fi. Nal.
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NGB.DA20141117
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