Decidió que haría solo aquello que le gustara de verdad. Era su forma de vivir en libertad.
El reloj marcaba las 11:45 y la mañana se le había ido en adorarse así misma, se había bañado y con malicia íntima había untado crema en su piel. Con esa frescura propia de las mujeres amadas se dispuso a cocinar.
Mario llegaría pronto y traería hambre. Ella tenía hambre también.
Encendió el horno para que se fuera calentando, en algún lugar había leído que debía estar a 180°C, no hizo caso a la indicación y lo puso a 200°, era una forma de rebeldía, nunca seguía al pie da la letra las recetas que encontraba en los vericuetos de los libros y del internet. Nunca le había gustado seguir recetas y reglas.
Preparó la tabla de picar y el cuchillo, sabía que su sable estaba desafilado, el uso lo tenía gastado, pasó cuidadosamente la yema del dedo sobre el filo y pensó "todavía aguanta", acarició la superficie de la tabla de picar, sintió las marcas de tantas batallas, sus dedos le dibujaron muchas historias de almuerzos y cenas preparadas. Una forma de amar es cocinar. Amor a sí misma, amor a los que se sientan en su mesa.
Sacó de su refrigeradora unos zuccinnis, queso y huevos. Picó los primeros y cuando estaban en un plato hondo quebró los huevos, sintió fascinación ante el crujido de las cáscaras quebrándose, pensó que así se ha de oír cuando un alma deja su cuerpo físico, una forma de muerte, una forma de vida también.
Mezcló todo aquello, los colores brillantes uniéndose, luego puso sal y pimienta, porque la vida es así, hay que ponerle algo para que los sabores resalten, para que de gusto vivirla. El horno estaba caliente, untó mantequilla en un molde, justo como se había untado crema minutos antes, con la misma malicia, con el mismo candor. Puso la mezcla en el molde y lo metió al horno.
Debía apresurarse, Mario estaba de camino, hacía calor. Los sábados se estaban haciendo demasiado cortos, o sería que ella extrañaba tanto al hombre que dormía con ella ocasionalmente, que las esperas se habían transformado en pequeñas torturas. Ella no entiende, no entiende muchas cosas.
Sacó unos tomates y albahaca, abrió una salsa tenía todo preparado, cuando la mezcla se empezó a dorar la sacó del horno, humeaba y a ella le pareció que el humo la invitaba a bailar. Mientras enfriaba un poco, hizo rodajas con los tomates y despenicó las hojas de albahaca, todo olía a sol. Puso la salsa de tomates sobre la base dorada luego los tomates, albahaca y más queso. Metió de nuevo el molde al horno y se quedó viendo la incandescente prisa del horno por transformar todo eso en algo comestible.
Silencio. Eso es lo que más le gusta a ella de cocinar... el silencio en el que puede distinguir el tiempo, los procesos y las transformaciones. Ese silencio que es capaz de saludar con el leve crujir de las cosas al cocinarse.
Silencio. Una llave se desliza en la primera cerradura, es el portoncillo del pasillo, sabe que es Mario que va llegando, En los breves segundos que tarda él en abrir la puerta del apartamento, ella abre la puerta del horno y Mario la encuentra enfundado en su vestidito azul, las piernas desnudas y descalza, sacando lo que ha preparado para el almuerzo. No se dicen nada, ella le da la espalda mientras hace equilibrio para no botar el molde que pone en la tabla de picar, cierra el horno y para entonces él está parado justo detrás de ella, pone sus manos en la cintura de ella y se sumerge en el olor fresco de su cabello recién lavado. Ella cierra los ojos y coloca su mano tibia en el cuello de él, exponiendo su cuello a su beso. No dicen nada.
Silencio.
La pizza de vegetales se enfría, mientras ellos van al cuarto. Ambos tienen hambre.
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