Por: Mariana Belloso
La escena era
capaz de oprimir cualquier corazón: cuatro cuerpos se hundían, retorcidos de
agonía, en lo que parecía ser un río, pero que me atrevería más a decir que era
de lava, o de arenas movedizas, que de agua. El río manaba —¿o era absorbido?—
por una pirámide cuya punta estaba en llamas vivas. De las cuatro víctimas
veíamos los torsos y los brazos en alto, los rostros de dolor, el rictus de la
angustia, menos en el caso de Ebeth, que permanecía impasible, y era el único
que realmente parecía dejarse llevar por las aguas de alguna corriente plácida.
Los pobladores
temían a ese monumento al horror. No se acercaban. Los demás sepulcros
pululaban como un desordenado dominó alrededor del mausoleo principal, pero
ninguno estaba a menos de diez metros de distancia de este. La pulcritud del
monumento contrastaba con este aislamiento. Se erguía pulido y limpio, y en los
atardeceres cercanos al solsticio de verano reflejaba el sol sangrante con una
luz que aumentaba el espanto representado en el mineral labrado.
Recorrí el pueblo
el primer día. Aquel amasijo de casas de lodo y varas de madera no era muy
grande, pero la dificultad del terreno y el sol, aquel sol que parecía filtrado
por una lupa en este árido punto, hacía que cada paso costara el triple que en
otro paraje menos hostil. El recorrido fue prácticamente en vano, no encontré
respuestas.
La historia me la
repetían una y otra vez. Ebeth, el sabio, había vendido el alma al diablo, pero
no sabían por qué. Riqueza siempre tuvo, y las ruinas de su palacete de roca en
las afueras del poblado eran el testigo mudo de esa parte de la leyenda.
Tampoco le faltaba amor, con una esposa, varias concubinas y un puñado de hijos
de los que, sin embargo, nadie logró darme cuenta. Fue como si se los hubiera
tragado la tierra después de la muerte del sabio.
No logré que
me dieran pistas de los tres acompañantes de Ebeth en la efigie de roca de su
enigmático mausoleo. Ninguna mención de quién o quiénes lo erigieron —los más ancianos me juraron que apareció
de la nada—, ni si los restos de los personajes de las estatuas realmente estaban allí. Simplemente lo
asumían.
Yo estaba
seguro de la identidad de una de las
figuras, la que representaba al más viejo: era mi abuelo, tal y como aparecía
en el último daguerrotipo que se había tomado, con sus ropas de explorador, a finales del siglo XIX. De
hecho, mi parecido físico con la escultura despertó la desconfianza entre los
pobladores más antiguos con los que logré hablar. ¿Qué tiene que ver este inglés
de bigote engominado con la figura que espanta por igual a niños y a adultos desde el centro
del pueblo mismo? Yo tampoco tenía respuestas para ellos.
Tras una semana
de preguntar y repreguntar, volví a mi única brújula en aquella búsqueda yerma:
el diario de viajes de mi abuelo. Al menos, el último que escribió antes de
salir hasta estas tierras. Lo teníamos nada más por la suerte de que se
terminaran las páginas antes de este viaje en particular, para lo cual debió
llevar uno nuevo. "Estamos preparados para una última exploración con un
conocedor del terreno en particular. Los lugareños le llaman sabio y le tienen un respeto que
raya con el temor. Williams y Mayhew coinciden conmigo en que esta vez
encontraremos la pirámide. Esperamos contratar trabajadores del área y luego
regresar con las pruebas. Eso nos facilitará conseguir fondos para continuar. 9
de junio de 1892".
No hubo más. Sin
una orden del gobierno local —imposible de conseguir— no había forma de buscar
los restos de mi abuelo en el antiguo cementerio. Nadie se dio por enterado de
alguna pirámide cercana a ese rincón desértico. Nadie corroboró que se hubiera
contratado a poblador alguno para la expedición. No había registros de la
llegada de extranjeros. Nada.
La última noche me dirigí de nuevo al cementerio para despedirme de aquel espantoso montón de piedras en el que alguien —¿o algo— había esculpido el rostro exacto de mi abuelo, con una precisión que horrorizaba. Llegué a pensar que había sido petrificado en vida, con un gesto de terror o sufrimiento que a la fecha no logro olvidar. Me despedí con las primeras luces del día y me dirigí al desierto, ese que, con sus dunas y su silencio sepulcral, será quizá el único que supo lo que en realidad pasó aquel día.
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