Heme aquí, la
reina indiscutible del imperio del deseo no satisfecho. Me harté de pelear hace
ya demasiado tiempo y me construí una fortaleza cómoda en medio del desierto. Acá
paso los días regodeándome en lo que se hizo, lo que no se hizo y lo que queda
por hacer.
A veces tengo
visitas furtivas. Rostros amables que no reconozco porque en el pasado fueron
miradas hostiles y huidizas. ¿Se vuelve uno atractivo cuando decide vivir solo?
¿Por qué atrae esa singularidad? Mientras más quiero alejarme, más me buscan.
Ya no quiero ser encontrada.
También viene, de
cuando en cuando, la paloma de los designios. Es terca, insiste en que
podremos, en un futuro indeterminado, conjugar sus arrebatadas visiones con mis
pétreos planes. La dejo hablar y convencerse a sí misma de lo que yo jamás aceptaré.
Así es ella feliz.
A los que no
tolero ya es a los coyotes. Con demasiada frecuencia aparecen y me recuerdan, con
sus aullidos, los trozos de carne que me arrancaron uno a uno en los días en
los que aún me guiaba por la ingenuidad. Escuchar sus pasos, su respiración,
sus gruñidos, me transporta irremediablemente al momento del ataque, de la
traición. Varios de ellos se mostraron en algún momento amigables conmigo,
amorosos, dóciles. Otros fingieron necesitarme. El resto simplemente pudo
acercárseme porque me simpatizaron. Me costó mucha piel entender que no podía
confiar en ninguno, que el final sería siempre el mismo, sin importar la trama
intermedia.
Esta noche es
diferente, tengo una cita con la luna. Es la única que, lejana y hermosa, me
recuerda que aún estoy viva, que no me he vuelto piedra mimetizándome con las
paredes de mi frío refugio. Hablar con ella me hace hervir la sangre de un modo
delicioso que me recuerda a los calores de la juventud. Esta noche la dejaré
cantarme, la escucharé en silencio, hasta quedarme dormida.
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