Escena Uno.
Érase una vez una tarde, una tormenta que se deslizaba
escandalosa por la ventana y un montón de ingredientes para un festín al que
nadie estaba convidado.
Días de eso, días de la querida madre con la misma cantaleta
de siempre, con las típicas recriminaciones para una veintiochoañera como yo,
sin una pareja fija, sin un hombre en el que depositar mis futuros y mis
realizaciones como mujer. Mientras yo deletreaba mis ingredientes para
juntarlos y darles sentido, érase la misma canción de la querida madre...
qué cuando sentar
cabeza
qué cuando un novio
formal
qué cuando hijos y
nietos
qué cuándo una casa en
serio
La misma de siempre, cantada por la misma madre que me había
tocado, a la cual ya estaba acostumbrada –a la madre y a la canción,
entiéndase- y también acostumbrada a no
contestar o al menos solo con un “mamá sí tenés razón algún día va a aparecer
el hombre de mi vida y me voy a casar y vas a tener nietos y todo lo que has
soñado”.
Uno se acostumbra a eso, a contestar érase una vez una mujer
que no era y fin o no vivieron felices para siempre. Uno no deposita sus
esperanzas en eso. Yo no las depositaba, al menos. Pero hace meses había
decidido no discutir más con mi madre acerca de mis ideas, mi odio al llamado
matrimonio, o al solo hecho de pensar juntarme con un hombre para crear algo, o
a un hombre deambulando por espacios en lo que obviamente no cabría... Soy una
mujer moderna, madre, le habría dicho en su momento, entenderás que no espero
que un hombre le dé sentido a mi vida, no puedo congeniar con la idea de que el
matrimonio y los hijos me puedan definir como mujer... Eso le había dicho, pero
por poco muere de un ataque agudo de dolor de madre y desde entonces decidí que
no volvería a tocar el tema. Y los ingredientes seguían estando allí,
revolviéndose con la lluvia que corría estrepitosa por la calle, quién sabe a
dónde, a dónde va a ir a parar todo esto. Los ingredientes infinitos de un
festín al que nunca nadie estaba invitado.
Escena Dos.
Érase una vez una noche, una tormenta que se escabullía
sigilosa entre el silencio de azafranes y mariscos, de arroces y salchichas, de
carnes, ajos y cebollas, de pimientos de colores, de deseos infinitos
saltéandose entre el mutismo del aceite de oliva.
Y llegaban los amigos, con sonrisas e historias, con parejas
disparejas, con sus vidas juntándose entre las cosas que no son, o las que no
podrían ser, y yo allí en la cocina con mis ingredientes de siempre, con los
olores subiendo de aquí para allá, de allá para acá y la sonrisa, esa sonrisa,
esa mirada azul ebullendo junto al arroz, creciendo. Érase una vez que me
cantaba detrás de la barra del desayunador, que me cantaba
y no solo quiero verte
cocinar
y también quisiera verte
bailar
debajo de la luna te
vas a reír
porque la vida, la
vida así va
porque la vida, se va
Y luego se vieron desfilar muchos más ingredientes, los que,
como en cualquier mesa de cocinera que se respete, eran un derroche de canelas
y de azúcar, azúcar morena, la nuez mozcada y sus olores; olores por todas
partes y sabores que surgían uno tras otro. Eso era todo lo que podía ser.
Érase una mujer que era, que quería ser, sin fin y todas las metáforas del
mundo; una mujer con todos sus ingredientes, una mujer y las ganas de quererlo
mezclar todo, con las posibilidades de mezclarlo todo, con el poder de
mezclarlo todo, quién sabe hacia donde, a dónde iba a parar todo eso. Los
ingredientes infinitos de un festín con un único invitado.
Escena Tres. (Próximamente)
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