Relato inspirado en "Le Festin" de Camille |
Doña Yolanda era una abuela con corazón de gran dama y maneras de señorita. Sabía Francés e Inglés, estudió en California en su juventud, tuvo su boda exagerada de encajes con luna de miel en México y autógrafos de Pedro Vargas, era socia del Club Tecleño donde me llevaba a comer copas de sorbete con merengue y tenía citas semanales con sus amigas del Colegio de monjas de donde había salido para ir a tomar el té y conocer a los nuevos nietos de las demás (por supuesto, yo, como buena nieta celosa que era, tenía la obligación moral de romper las fotos de estos nietos ajenos porque no me podía consentir sino sólo a mí), tuvo que aguantar miles de queridas de parte de mi abuelo con la mirada digna y orgullosa y era asidua lectora. Pero no conseguía cocinar. Se le quemaba el agua del café y doraba los fideos en aceite sin cocerlos.
Decía que su único arrepentimiento era no aprender a hacerse pasteles para saborearlos cuando quisiera.
Tenía debilidad por las cosas dulces: íbamos a comer melocotones flameados a su restaurante favorito, a ver el carrito de los postres y escoger entre un cardenal con fresas, un pastel de queso, un trozo de Selva Negra o un flan de coco bañado en caramelo mientras el mesero me llamaba por mi nombre y me daba una rosa y un dulce.
Más avanzada en su edad, mi abuela escondía turrones de Alicante con almendras en sus gavetas, lo que perfumaba su ropa con un olor a miel y yo iba a abrir las cajas para sacar trozos poco a poco sin que se diera cuenta y luego compartirlos con el resto de la familia. Los atesoraba con devoción obsesiva, más valiosos para ella que collares falsos y joyas de fantasía.
Oía a Mario Lanza y Plácido Domingo, a Frank Sinatra y a Nat King Cole... Se perfumaba con Yves Saint Laurent y Chanel, pero sus cremas favoritas eran sencillas y sin marca. Todos sus ungüentos la hacían oler a nata con azúcar y vainilla. Ahora la vainilla tiene su nombre.
Extraño sus manías de reina, sus manos suaves y nudosas, sus abrazos justo antes de acostarme cuando recitaba de forma dramática partes del "Nocturno a Rosario" (... Adiós por la vez última, amor de mis amores, la luz de mis tinieblas, la esencia de mis flores, mi lira de poeta, mi juventud.. adiós!) y sus mimos.
Me dejó el romance y la nostalgia, el orgullo y el silencio placentero de leer un buen libro o saborear un buen chocolate, las aspiraciones de artista y la placidez de saberme querida y única. Por ella, los suspiros no son sólo una forma de respirar, son la nostalgia transformada en azúcar y merengue.
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