No habían pasado ni cinco minutos de que el tipo aquel la
había dejado tirada en la cama mirando en el techo su propia imagen desnuda,
cuando decidió que no había terminado. No allí. No así. Ni siquiera le dijo su
nombre, ni dónde encontrarlo cuando tuviera ganas de hablar de las cosa que
solo ellos dos podían hablar, cuando tuviera ganas de cantarle canciones
pasadas o futuras, o bailar enloquecida por el cuarto pateándose las esquinas
de su risa, o cuando solo tuviera ganas de desparramar su pelo en almohadas
dispares, con sus manos, las de él, metiéndose por todos los rincones de su
cuerpo, el de ella... Se envuelve en la
sábana roja de terciopelo, como diosa griega –piensa-, como una ridícula loca
que no se quisiera encontrar a la policía por esos lados –se ríe-, y baja corriendo las gradas de la habitación que hace unos pocos minutos había sido
testigo de la despedida menos imaginada. No cierra puertas ni cortinas, no tiende la cama ni apaga la vela encendida junto a la
rosa solitaria del vaso en la mesita de noche.
La madrugada se abre por la calle que más bien es un
callejón interminable, en donde luces azules alumbran todas las miserias de
la noche, colgándose derramadas por las paredes, los borrachos arrastrando sus
pasos sin sentido, una pareja desteñida en una esquina viajando a otro mundo
con el ácido en sus venas, almas en pena que en ese momento dejan atrás el Club
Miedo. Sombras apenas, acarreando sus historias, sus pasados inmediatos, sus
locuras y ganas de olvidarse de sí mismos.
A unos pasos tropieza con una mujer hecha casi nudo contra
la pared, su piel y pelo lucen prematuramente envejecidos, las dos trenzas caen
marchitas sobre su blusa de flores bordadas que alguna vez pudieron haber sido
de colores. Junto a la mujer, tirado, un libro grueso, envejecido también por
el tiempo, desteñido, decolorado, abandonado, pasado... El título y casi todas
las páginas están ilegibles. Borradas. La que alguna vez fue una dedicatoria en
la primera página en blanco, también.
– ¿Viste al tipo que llevaba este libro?– Le pregunta ella a
la mujer de las trenzas. Esta no levanta la vista. No mira, no responde.
Esconde su rostro entre las trenzas.
–¿Que si viste al dueño de este libro, mujer?
– Es flama que se eleva y es un pájaro a volar– Contesta con
una voz diminuta.
– Otra vez, contestáaa, ¿qué se hizo el tipo del libro?
La mujer de las trenzas levanta la vista, los ojos
blanquecinos reflejan una intensa llama azul. Azul profundo. En ese momento los
últimos parroquianos que abandonan el Club corren sin remedio envueltos en
miedo y gritos ya sin sentido. Al fondo la casa se incendia, tirando alas
azules hacia el cielo. En cada llama que se eleva, ella mira sucederse una serie
de recuerdos que nunca ha tenido: la arena tibia de una playa al amanecer, los
besos y los abrazos tibios, también, las palabras que acompañaban todas esas
coreografías, la luz de la calle entrando por la ventana y proyectándose en el
techo del cuarto, el color del ambiente, de las pieles desnudas, de las sábanas,
de sus labios; todo volviéndose azul y profundo, azul media noche, como otras
media noches, y los cuerpos respondiéndose, los cuerpos queriéndose como nunca y
la canción que tuvo que terminar. Y la
noche que se incendia, y la cama que se eleva...
– Eres libre de volar– Dice la mujer de las trenzas.
Mientras mira a su lado el libro de las setecientas páginas consumirse en
fuego.
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