Relato insirado en Cupid Carries a Gun de Marilyn Manson |
Decían que traían con ellos el miedo y el terror. Nadie los veía con buenos ojos. Sus plumas negras en los jardines traían la mala suerte y malas noticias, decían.Se perdían las joyas, se agriaba la leche, se llenaban las tardes de ruido, se asustaban las gallinas, todo por ellos. No era de extrañarse. Podían verse en los peores lugares: en los cementerios, al lado de la horca, cerca de las casas que nadie visitaba. Otros podían temerles, pero yo no. Los mimaba en el jardín del señor para agradecerles que mantuvieran fuera no solo a los malos espíritus, sino también a los indeseables. Por las mañanas los oía llegar con su escándalo y revuelo de plumas, como todos los días. Les tenía algo de comer, estaba lista para recibirlos.
Esta es una ciudad sucia, llena de gente supersticiosa, donde se unen en los altares vírgenes blancas con sacos llenos de polvos dados por quién sabe qué curandero. Los señores vivían bien y la gente como yo pasaba los días solo esperando ver el sol con la esperanza de tener la barriga llena a la hora de dormir. Pasé demasiado tiempo aguantando. Hubo momentos en los que quise morirme y no tengo idea de como pude resistir. Amanecer y terminar el día entre gritos y amenazas no es vida, decía yo. Machacaba esa frase todas las noches, contando los minutos. Solo me callaba, esperando que todo terminara, había aprendido que con el silencio me podía ahorrar golpes. Si bajaba la cabeza, el mal rato duraba menos, porque creían que no sentía nada y les daba rabia no verme llorar, se hartaban y me dejaban sola al menos un rato. Si la tortura no llevaba llanto, para ellos no tenía sentido. Tomaban de mí lo que querían hasta dejarme vacía como un cascarón. Mis pies se llenaban de ampollas porque tenía que además caminar lejos para poder vender lo suficiente y llevarles la ganancia del día. Nada los irritaba más que llegara con poco o que dijera que no había conseguido nada. Una vez, oculté lo que había ganado y terminé con el cuello casi roto, las manos del señor se cerraban cada vez más alrededor de mi cuello y al aire me faltaba. Fue entonces que uno de mis pequeños me salvó. Picó con fuerza la cabeza de este y logré soltarme. Respiré como nunca lo había hecho, desesperada por sobrevivir. Mi primera reacción fue ver al cielo. Lo vi: estaba allí, pendiente de mí, mirándome. Fue un segundo nada más, porque el otro salió a perseguir a mi salvador. Volteé la mirada hacia arriba y di gracias por mi suerte... Aunque no estaba tan segura que eso hubiera sido solo suerte.
Eso fue solo el primero de muchos momentos en los cuales uno de mis hijos me salvaba. Sí, los comencé a llamar "mis hijos". Mi cuerpo estaba ya tan consumido que estaba segura que no podría tenerlos nunca. Mejor para mí, mejor para ellos no existir. No hubiera querido que estuvieran igual que yo ni hubiera querido ver como me los quitaban. Nacer negra en un mundo en que lo blanco es mejor es igual a haber nacido en el infierno. Mis hijos y yo éramos iguales: nada luminosos, nada buenos. No éramos puros, sino oscuros y repulsivos. Comenzaron a correr rumores porque decían que los pájaros me seguían. Yo estaba feliz de al menos tener compañía y al fin unas migajas de paz.
Nadie de afuera parecía querer buscarme y eso fue un alivio. Los indeseables fueron desapareciendo. Seguía dándoles de comer a mis hijos cada vez que podía. Pero en el caserón, seguía todo igual: seguían lloviendo golpes, gritos, insultos y humillaciones. Tenía que estar siempre alerta, siempre despierta. Dormir era un lujo. En los preciosos momentos de silencio cada vez más escasos, podía ir a bañarme o buscar algo para comer. En una de esas tardes, busqué un árbol grande que me diera sombra para descansar. Estaba todo tan tranquilo, que sin darme cuenta, me dormí. Cerré los ojos poco a poco y al poco rato no sentí nada. Ese fue mi error. No había pasado mucho tiempo cuando sentí una mano en mi cuello. Me habían seguido. En ese instante reviví el pánico de saberme indefensa, abrí los ojos de golpe y con mis manos intenté buscar algo a lo que aferrarme, lo que fuera. Me costaba cada vez más respirar, sentía un dolor quemante en mi garganta que subía hasta mis ojos. Me gritó, me amenazó, rabiando porque decía que sin mis animales no era nadie, que allí nadie me encontraría, a nadie le daría lástima una basura como yo. Comencé a escuchar un murmullo que subía de tono. Ya no solo me bastaba intentar usar mis manos. Pataleaba, intentaba moverme lo más que pudiera y sentía que el corazón me iba a estallar. El murmullo se había convertido en un rugido. Todo comenzó a oscurecerse entonces, me imaginé que eso era parte del proceso de morir. Escuché un grito agudo que me convirtió la sangre en hielo mientras sentía que tenía fuego en mis ojos. Pensé que todo había acabado y me abandoné, esperando a que la muerte me llevara.
No fue la muerte lo que llegó a mí. Fueron mis hijos, mis alados, mis bebés. Se habían encargado de la bestia que intentaba matarme. Podía oler su sangre: un olor a óxido y sal que bien sabía reconocer. Pusieron algo en mi pecho, algo húmedo y tibio. Carne. Era mi regalo. Fue entonces cuando me dí cuenta: en mi angustia, no había sentido el inmenso dolor en mi cara. Me di cuenta que me había vuelto una de ellos. Me habían elegido. Ellos eran míos y yo era de ellos. Me convertí así en una mujer-pájaro, mujer-animal, mujer-cazadora (ya no la presa), mujer-criatura, mujer con ojos de cuervo. Era libre al fin.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario