Sólo me dijo que se ahogaba. Entre el intercambio de miradas, que más bien eran monólogos, sabía que era de dolor que se quedaba sin aire; que era la mismísima traquea la que se le contraía, impidiéndole usar esa voz de hielo raspado. Luego llegaba el hipo como metralleta infinita. Supongo que era el resultado de guardarse todo ese aire en el diafragma. ¡Qué se yo! Era incómodo y divertido al mismo tiempo, y ahí iba yo, con dolor de tripa por tragarme las carcajadas que no soltaba pues me parecía de mal gusto reírme de su impedimento frente a ella.
Por lo menos no se descose en llanto, suspiraba aliviado. Esas son cosas con las que no puedo: mujeres llorando. No tuve hermanas y a mi madre nunca la vi llorar. Supongo que es por eso que cuando alguna de ellas viene deslavada en lágrimas, instintivamente me aparto, como si de un puñetazo se tratase. Es una cosa instintiva, no sé. Para mí, las cosas se arreglan disparando en Call of Duty, destruyendo a todos esos que en la vida real no se puede; y si de ahogarse se trata, pues para eso está el alcohol.
Por lo menos eso teníamos en común: el encierro de las cosas no dichas. No me quedan dudas que era por eso que nos entendíamos tan bien. Supongo que ambos necesitábamos hablar, pero era la comodidad del silencio lo que nos afianzaba en esa relación tan desigual. Nada teníamos en común, ni siquiera amigos. Y mientras yo me inflaba en alquitrán, ella se llenaba en alcohol. Yo comía ensaladas y ella, cerdo. Ella vivía de día y yo de noche. Ella era dulce, yo amargo. Ni siquiera podíamos dormir juntos después del placer pues ella quería luz y yo oscuridad. Así, nada nos gustaba igual. Nada. Solo el silencio.
Ese día apareció tocando timbres, acompañada de sol, de tacones y de gafas oscuras. Entre ojos quemados por el resplandor y el desvelo, la dejé entrar. Me besó con un sabor mentolado. Que esos cigarros rojos raspaban mucho, dijo; que poco a poco le iba gustando la menta, que le suavizaba los pulmones.
—Pero ni siquiera es menta, —dije.
Se quitó los zapatos y, descalza como sabía que me molestaba, anduvo dando vueltas por ahí, dejando un reguero de ceniza por allá en sala, en el sofá. Se acercó a la repisa de los libros dejando cenizas; hojeó aquel libro de pinturas, dejando más y más cenizas; hasta que por fin se detuvo en la caja de botellas. Tomó la azul y se fue a la cocina.
No sé de dónde sacó la idea pero regresó con un gin tonic. Se lo bebió de golpe. Salud, dije mientras prendía un cigarro de esos rojos que tantas veces dejó desperdigados por la casa. ¿Querés un trago?, preguntó sin tanto afán. No, le dije. Parece que vos los necesitás más. Regresó a la cocina, siempre descalza y regresó con más hielo. Ponete las sandalias, le dije. ¿Para qué? No hay nada en el piso que pueda hacerme más daño, dijo, y se volvió a tragar el gin de un solo. Bueno, como querrás, le dije terminándome ese cigarro rojo.
Tiene razón, raspan mucho, pensé.
Se quedó viendo el vaso por largo rato.
—Prestáme el baño—, rompió el hechizo del hielo derretido.
—¿Desde cuándo andás pidiendo permiso?
—No lo sé, vos decime.
Desapareció bajo las escaleras. Paso bastante rato allá abajo, prendí otro cigarrillo y me puse a limpiar. Vacié el cenicero, por Dios que esa mujer fumaba como bestia. Ordené sus zapatos pues por ahí andaba el izquierdo, tropezando con el gato, y el derecho a medio camino entre la sala y la cocina. Fui a la cocina, saqué más hielo y preparé otro trago, con una bolita de melón esta vez, pues ambos, el calor y ella, estaban insoportables. Cuando regresé, la encontré sentada en el escritorio. Me miraba como sin quererme ver. Le extendí el vaso.
—Gracias,— dijo pero no se lo bebió. Lo dejó sobre el escritorio, a la par del teclado, sobre el papel blanco con jueguitos de preguntas, nombrecitos y números mágicos milenarios.
—Y, ¿cómo estás?—finalmente preguntó.
—Desvelado.
—Ah, mirá pues…
—Y vos ¿en qué andas?
—No sé, vos decime.
—¿El qué?
—¿Qué de qué?
—Vos, ¿en qué andás?
—En nada. No ando en nada.
—Mmm... no te creo.
—¿Por qué?
—No sé, vos decime.
—Es extraño.
—¿El qué?
—Ese papel,—dijo señalando con la mirada el ahora posavasos.
Me asomé al papel mirando sin atención.
—¿Extraño por qué?
—Parecen incoherencias.
—No. Tiene todo el sentido del mundo.
—Para quién lo escribió, supongo.
Prendió otro cigarro dejando aquel nefasto olor a menta sintética en el aire.
—¿Qué hiciste mis zapatos?
—Ahí están—, señalé hacia el sofá—. ¿Me vas a despreciar el trago pues?
—Bien sabes que es la otra quien bebe gin.
Se puso de pie y caminó hacia el sofá. Tomó el cojín de rayas y tirándolo al piso, se limpió los pies en él. Se puso los zapatos y tomó su bolso. Abrió la puerta dejando entrar ese vapor de pueblo que tanto detesto. Tiró el cigarrillo hacia las escaleras. En la distancia, vi las lágrimas congeladas en sus ojos. No se quedó para el hipo. Ni siquiera dijo adiós.
Por lo menos no se descose en llanto, pensé mientras terminaba el cigarrillo.
—¿No te vas a llevar los—
Pero ya había cerrado la puerta. En mi estómago, se estancó un dolor sutil, diferente al de las carcajadas reprimidas. Es por este tipo de cosas que me gustaría ser doctor, para entender mejor lo que pasa con el organismo cuando se indigesta de emoción.
—DA20150908
No hay comentarios.:
Publicar un comentario