Cuando la música se convierte en inspiración

Cuando la música se convierte en inspiración y la inspiración se transforma en historias es cuando nace Non-Girly Blue.

Somos un experimento literario conformado por mujeres amantes de las letras y la música. Cada quince días nos alternamos para recomendar una canción sobre la cual las demás non-girly blues soltamos la imaginación y nos inspiramos para escribir... escribir relatos, historias, cuentos, personajes y a veces hasta poemas. ¿Y por qué no pues?

[Publicaciones y canciones nuevas cada quince días]

20151229

(Nombres) en el tercer piso a las 12

fin de año


Suenan los cohetes antes de tiempo y vibran los teléfonos con anticipación, para confirmarnos a todos de que es hora de dar abrazos sentidos. Se corta la conversación en sigilosa en la sala de quienes recién se conocieron, recién coincidieron en un ah, ¿tú también? Tanto Andrés como Ana Sofía tienen un interés profundo por algo que nadie más conoce y se lo mantienen secreto, con la ayuda del brillo de sus aritos y de su labial rojo, que distraen al público de lo que en realidad está pasando con esas manos que buscan tocarse sin tocarse… hasta que es momento de un beso en la mejía y una mirada que dice que aquí es donde debo estar, ajá. Y si te acercas al cuarto por el pasillo, vas a escuchar a Emilio en el baño diciéndole a su novia que la ama, a gritos, ¡Te amo, nena!, pues él se vino con sus amigos para año nuevo y ella se quedó con su familia. Los años que llevan juntos se escuchan en los decibeles, se ven en la tez de su piel que sonroja y también en cómo él busca en el apartamento de ella aquel pantalón que olvidó hace mucho o toma un suéter prestado. De la cocina salen voces borrachas de Alejandro y Diana que buscan más comida, ¡cuánto le gusta a Alejandro esculcar hasta devorarse los tesoros culinarios ajenos! Diana quisiera detener el hurto, pero su hambre la vuelve cómplice y es por eso que alega demencia cuando los encuentran: estamos buscando las uvas de medianoche. Antonio iba de pasada y nada más quiere su cámara para sacar fotos muy borrosas de Iván bailando y la gente brindando, dejándole manchas de champán y vino tinto a los anfitriones de la mejor fiesta de todo el piso 3 de ese edificio. Nadie en ningún otro tercer piso se la está pasando mejor que los amigos de Emilio y los amigos de los amigos de Emilio que manchan el parquet, a pesar de haberse preguntado time and time again que ¿acaso no es mejor comprar vino blanco? Nos ahorraríamos manchas que, con el tiempo, se vuelven grisáceas y amenazadoras, manchas que te ven con ojos que ellas ganaron y tú perdiste. Y mientras la novia de Iván abraza a Pablo, quien siempre le gustó y a quien protege, como amiga, de novias que no están a su altura, otros se aburren. Liliana se mueve apenas con la música y el tono de las voces conocidas, pues no deja sentir que su espalda le está pidiendo una cama, que su columna vertebral ya convenció a su cerebro de que estas no son horas de estar despierta. ¿Qué pasó con los viejos buenos tiempos de estar sola, recibiendo el año nuevo con una película de Almodóvar? La soledad la ancla, mientras que a Edgardo lo atormenta y lo condena a la repetición infinita de ver su teléfono. Mira su celular y lo guarda. Lo vuelve a sacar, lo vuelve a mirar, baja por el timeline infinito de su red y no logra, aún, encontrar algo que colme la comezón de saber algo de una Ella a quien perdió. Ella quizás esté abrazando a su gato que no se deje sobar o quizás está en brazos de Otro, cuyo nombre quedará así con la O mayúscula de los titiriteros de los celos. Y cuando Edgardo guarda el aparato, se libera su mano en un brindis con una vieja amiga, que no es solo amiga: es una vidente que le advierte que si se siente mal es porque quizás haya hecho algo malo. Todo está en dejar de hacerlo: soltar esos comportamientos nocivos, si es que alguna vez quieres sentirte diferente. La Amiga, en cambio, busca la indulgencia y la saborea en el burbujeo del champán y sus ojos le dicen a Edgardo y a quien tenga enfrente que sí, el mundo no es de ella, pero esta noche sí lo es, envolviendote en una promesa hecha por sus piernas. La Amiga vidente ha descubierto que el frío de diciembre solo se siente mientras no se bebe, es entonces que decido profesarlo y su aliento a alcohol se lo termina diciendo a Emilio, como otras veces de monólogos confesionarios. Nadie tiene ningún problema con que nadie tenga una idea clara de qué va a pasarle a cada uno, una vez salgan del tercer piso del inmueble B. Y cuando juntos miran hacia el vestido de lentejuelas de pólvora china en el cielo, se pasa un poco el efecto adormecedor del vapor del cúmulo de fiestas que no son fiestas, son rituales: momentos puntuales y regulares en los que se acercan piezas perdidas de familias fragmentadas, con verdades extraviadas que, por alguna razón cazan aquí dentro. Y aún en el olor a algodón del suéter prestado, Emilio encuentra la manera de encontrarle un lugar a su amada, quien seguirá siendo lo que es para él, si ambos siguen siendo ellos mismos, una confabulación que aún están descubriendo.

20151228

“Quédate Luna” —Devendra Banhart



     Esa noche regresaba de la clínica comunal. El viento que soplaba y las densas nubes que se arremolinaban arriba en el cielo sin estrellas sugerían que era más sabio guardarse en casa que deambular por las calles. A pesar de eso, el calor era infernal. Llegué a la entrada principal de la colonia. El portón estaba abierto. Sentado en una silla de plástico, uno de los vigilantes pretendía estar despierto. El otro miraba absorto el partido de fútbol por el pequeño televisor a color. La señal era malísima y por los comentarios e imprecaciones del muchacho disfrazado de vigilante entendí que su equipo iba perdiendo. ¿Qué importaba? Era un partido en retransmisión. Ya había escuchado los resultados del marcador (o fraude futbolístico, como estaba de moda) en el comedor de la oficina; en la parada de buses; en el autobús. Mañana escucharía nuevamente los mismos comentarios de los resultados en la parada de buses, dentro del autobús. Al llegar a la oficina, leería el resultado en la portada del periódico mientras un titular, lo suficientemente sugestivo, invitaría a leer el análisis y la columna editorial denunciando las atrocidades del fútbol nacional. En el comedor escucharía las quejas, las pláticas enardecidas a favor y en contra mientras intentaría, inútilmente, tomar una taza de café. ¿Qué importaba? 
     Avancé por las calles desiertas. Los vehículos estacionados en posición de salida, como ordenaba el pequeño rótulo pintado a mano, señalaban que la jornada había terminado para varios. Apenas eran las 8:00 pm., muy temprano para que la mayoría de los residentes del barrio estuvieran ya en sus casas. Saludé al vigilante durmiente sin recibir respuesta alguna. Una luz tenue iluminaba las calles vacías. Las sombras de los carros y los basureros se prolongaban por la acera mientras los árboles se sacudían de una forma casi siniestra. Detestaba la iluminación pública. ¿Por qué el gobierno, la alcaldía, o quien fuese responsable de estas cosas no se comprometía a iluminar, realmente iluminar? Era por ese tipo de luz vial que no se podía caminar tranquilamente por las noches. Bien podían asaltar los ladrones a quien quisieran y las sombras siempre jugarían a su favor, permitiéndoles escapar sin ser reconocidos, pero ¿realmente importaba eso? Lo único que importaba en ese instante era llegar a esa tienda de barrio y pedir una cerveza para ahogar el calor y las malas noticias. 
     Positivo, había confirmado horas antes el doctor. 
    ¿Desde cuándo positivo significaba algo tan negativo como el cáncer? Es realmente increíble tener que pagarle a alguien para que además de abusar de la paciencia y la dignidad humana, se ría en tu cara ofreciendo estafas disfrazadas de prescripciones médicas y medicamentos.
     Subí las escaleras de cemento que daban la bienvenida al pasaje siete. Llegué a la pequeña tienda que todavía estaba abierta. Toqué la lata que servía de bandeja, de mesa y de despacho al mismo tiempo. Escuché la continuación del partido en retransmisión que había dejado minutos atrás en la portería. Adentro, un muchacho también gritaba enardecido. ¿Cuál es ese afán de los hombres de gritarle a un televisor que proyecta el pasado? Toqué otra vez, más fuerte.
     “Pan ya no le tengo,” dijo un muchacho. 
     “Ah vaya,” respondí sin interés. “Dame una Regia”. 
     No recibí respuesta más que las acotaciones sensacionalistas del comentarista en la televisión. Por una rendija de alambres mal cortados apareció una mano morena sosteniendo una lata de aluminio. 
     No. Dame el litro”.
     En la espera, saqué un cigarrillo. Una botella de color ámbar salió por la rendija.
     “¿Y tenés fuego?”
     Sobre la bandeja despachó una cajetilla de fósforos Gato.
     “¿No tenés encendedor?” reproché. 
     Usar fósforos para encender cigarros era todo un misterio que todavía no lograba resolver.
     “Y un vaso, por favor.”
     El muchacho no dijo nada. Los comentarios del televisor callaron abruptamente. Por los gritos adentro, supe que el partido había terminado con resultados nada favorables para la ferviente afición del muchacho. Luego de algunos minutos, apareció finalmente un vaso de plástico, lleno de polvo y fastidio.
     “Ahí deja los fósforos en la repisa cuando se vaya,” dijo toscamente.
     Con vaso, botella y cigarro en mano, caminé hacia uno de esos banquillos de cemento frente a la tienda. Luego de cuatro inútiles intentos, por fin encendí el cigarro. Destapé la cerveza y llené el vaso hasta el borde. Cinco horas en la sala de espera de la clínica comunal, el ir y venir de enfermeras autómatas y un doctor acuchillando mi paciencia con delirios de grandeza y nula empatía se disolvieron junto el primer sorbo de ese trago amargo y glorioso. Finalmente, después de la tortura de escuchar los detalles del diagnóstico y los costos imposibles de pagar del tratamiento, disfrutaba de la soledad. La amenaza de la lluvia entre los árboles. El anonimato nocturno.
     “No debería fumar”, dijo una voz desde las sombras.
     En la penumbra —maldita luz pública— apenas podía distinguir quién osaba sacarme del trance en que me encontraba. Al fondo del pasillo, en el último banco de cemento, lo vi. Era ese hombre desagradable del pasaje 13. 

— 
EL HOMBRE DEL PASAJE 13  
     Al hombre del pasaje 13 le llamaban Beto. Nadie sabía exactamente si era el diminutivo de Roberto, o si se trataba de algún apodo de esos que se pegan por fuerza de costumbre. La verdad es que nadie sabía cómo se llamaba realmente y tampoco a nadie le importaba.  
     Se sabía muy poco de él. Nadie sabía en qué se ocupaba, si trabajaba o si era empresario. La niña Lupita, por ejemplo, decía que salía antes del amanecer, que era un buen mozo y además trabajador. Pero quién le iba a creer si a todos los trataba como si eran sus hijos. Los muchachos de la tienda decían que le hacía “trabajitos” a la mafia. Otros decían que era un sicario. Para mí, el tipo era un vividor y un borracho.  
     Era alto y flaco. Silencioso y de mirada analítica. Muy pocos se atrevían a dirigirle la palabra. Iba siempre acompañado de su perro. Caminaba con firmeza, como si fuera el dueño de la calle. Le gustaba intimidar a las personas con su apariencia. Mantenía una imagen ruda para alejar a los débiles. Años de experiencia le habían confirmado que sólo quienes se atrevía a traspasar la ilusión de la apariencia eran realmente dignos de su atención. 
     De todo el barrio, sólo hablaba con tres personas: Julio, el niño con corazón de futbolista disfrazado de vigilante y por quien sentía una empatía de hermano mayor. Quizás le recordaba aquella época cuándo él también tuvo el corazón así de ingenuo. La Lupita, la señora del pan quien a pesar de los constantes interrogatorios, nunca lograba sacarle respuestas concretas; y Carlos “El Chaneque” Valencia, con quien, si la Soraya se lo permitía, bebía hasta el amanecer.
     Nadie recordaba desde cuándo vivía en ese barrio. Como el hábito y la costumbre hacen que se olvide la necesidad de hacer preguntas, todos se habían acostumbrado a verle al atardecer. Acompañado de su perro, daba una vuelta por la calle central hasta llegar al portón principal. Ahí, saludaba a Julio quien en su ingenuidad no se daba cuenta que entre pregunta y pregunta le sacaba información sobre quienes entraban y salían de la colonia. Luego daba dos vueltas al parque antes de pasar por Carlos.
     Era muy selectivo con quienes le acompañaban. El Carlos era buena compañía para los tragos. Era paciente, no armaba problemas y hablaba únicamente de todas aquellas historias cuando era un hombre libre, sin problemas de hijos ni esposas. A pesar de apreciar a Carlos, no soportaba a Soraya. Para él, una mujer dejaba de ser mujer cuando comenzaba a coquetear con otro hombre que no fuera su esposo. Y la Soraya coqueteaba con todos los amigos de su marido. No tenía pruebas contundentes, y tampoco era de su interés incendiar matrimonios, pero sabía que la Soraya le ponía los cuernos a su amigo. 

 —

     “En serio, no debería fumar”, dijo aquella alimaña saliendo de la oscuridad.
     Vestía todo de negro. Era la primera vez que lo miraba de cerca, y tal como afirmaba la niña Lupita, era alto y bien parecido. Las únicas veces que le había visto era cuando deambulaba a media noche cayéndose de borracho junto al perro que tan pacientemente lo cuidaba. 
     Sigilosamente, se acercó hacia donde me encontraba. Entre las sombras, un destello de reprobación brilló en su mirada. El perro se acercó silenciosamente a mis pies.
     “Daniela, salude”, interrumpió la curiosidad olfativa del animal. 
     El animal levantó la cabeza. Su mirada inocente se cruzó con la mía y como si de una persona se tratase, extendió su pata derecha hacia mi rodilla, como buscando estrechar mi mano. Con el cigarro todavía en la boca, le extendí la única mano que tenía libre. Contrario al humano, el perro me parecía bastante amigable y tranquilo.
     “¿Qué raza es?”, pregunté con desdén sin dejar de ver animal. 
      “Es un viejo pastor inglés”, dijo con orgullo como un padre hablando de un hijo.
     Por la inocencia en sus ojos constaté que se trataba de un cachorro todavía. Me pregunté cómo un perro de raza terminaba al lado de un borracho; si aparte de las escenas bochornosas en la vía pública, no sufriría abusos por parte de ese hombre que además de sospechoso, tenía un aire siniestro.
     “Las mujeres que fuman sólo demuestran su estado emocional,” dijo mientras acercaba al perro a su regazo. “ Y ese, usualmente, nunca es bueno”.
     Fumar, no fumar, ¿realmente le importaba? Después de tedio de pasar horas bajo el escrutinio médico, la noticia que el seguro jamás cubriría el tratamiento y que día tras día no me quedaría más que la evolución destructiva de esa masa maligna condenándome a una muerte dolorosa y sin escapatoria, ¿realmente importaba si fumaba o no? ¿Qué autoridad tenía este borracho desconocido, con su cara hinchada y probablemente su hígado consumido en cirrosis, para decirme si debía fumar o no?
     Di un sorbo largo a la cerveza para serenarme. Con la colilla del cigarrillo en la mano y con un largo jalón, prendí otro cigarrillo.
      “¿Y cómo se llama?”
     Alexander
     No, el perro
      “Daniella”

— 
DANIELLA SHULTZ  
     Se pronunciaba /Da-nie-la Shutz/ pero se escribía Daniella Shultz. Se llamaba así porque era una perra igual que la mujer dueña del nombre y, según me contaron después, esposa de aquel individuo de quien quedaba muy poca humanidad.  
     La Dani (porque también le decían así) no tenía nada de vieja pero era una vieja pastor inglés. Tenía dos años de compartir la existencia con aquel hombre y aunque me preguntaba cómo terminaba una perrita tan bonita al lado de un sujeto como aquel, secretamente me alegraba por él pues finalmente tenía compañía; y por ella, porque aunque fuese el recordatorio de un matrimonio fallido, la trataba muy bien. Quizás para autocomplacerse de las cosas que tanto quiso darle a la Daniela humana y que no pudo, o para reinvindicarse ante la opinión pública de que el abandono no fue culpa de él. Lo cierto es que era a esta Daniela de pelos, cuatro patas y bigotes, a quien demostraba empatía genuina, de esa que se manifestaba en amor.  
     La Shultz (pues también le llamaban así) era enorme. Era tan alta que de un salto hacía perder el equilibrio de cualquiera que se le acercara. Para ser una perra, siempre andaba limpia y olía muy bien. Su rostro peludo destilaba esa inocencia que solo los perros bien cuidados, amados y consentidos conocen. Entre jadeo y jadeo su elegante omnipresencia vestida en un abrigo de pelos blanco-grisáceo contrastaba con la nariz negra brillante, humedecida por los constantes lengüetazos que ese verano, igual que la noticia del cáncer, había llegado sin aviso. 



      “¿Daniella?”, pregunté absorta. ¿Qué clase de nombre es ese? 
     “Uno apropiado para una perra”, sonrió maliciosamente mientras acariciaba suavemente su cabeza. A pesar de perra, es muy buena compañera.
     “No lo dudo”, le dije con desprecio. “Aunque debe ser difícil vivir junto a un vicioso como usted. Es increíble que nadie lo haya denunciado todavía por maltrato animal.
     ¿Maltrato animal? preguntaron sus ojos. Se rió nerviosamente. No tenía ni la más mínima idea de qué le estaba hablando.
     “Por supuesto que en sus borracheras ni recuerda todo el daño que le hace al perro. Por ahí va el pobre animal a media noche, arrastrándolo por la calle principal. Lo he visto. No me venga con esa falsa moral de fumar o no fumar, cuando es usted el vicioso sin remedio.
     El hombre escupió una carcajada que resonó por todo el pasaje.
     ¿Tan rápido se hace opiniones de la gente?, preguntó.
     “No. Sólo me baso en los hechos”, repuse.
     Me miró pensativo por un largo rato. Y añadió,
     “Existe una gran diferencia entre el vicio y la costumbre”, dijo con aparente raciocinio.  “Usted me acusa de vicioso, y es cierto. Es una cuestión de consciencia. Nunca es el vicio el que termina matando a las personas, sino que la costumbre. Todos en este barrio saben que soy un borracho sin remedio, y es cierto. Nada de lo que hago intenta contradecirlo. Soy borracho porque escogí ser borracho. Verá, cada trago que bebo es un brindis y una despedida al mismo tiempo, pues con cada trago recuerdo que jamás volveré a verla a ella. A Daniella.
     Automáticamente mis ojos volvieron hacia el perro que descansaba a sus pies. 
     No, no esta Daniela de pelos. Me refiero a la Daniela humana, de carne y hueso. La que no logró sobrevivir aquel accidente automovilístico. Desde entonces, la vida ha sido amarga y es el trago lo único que le da sentido y fuerza a mi vida. Yo no sé usted por qué fuma, pero algo me dice que no es porque está feliz. Por lo menos, soy consciente de mi vicio, y soy feliz por eso”.
     Guardó silencio por varios minutos. El viento que amenazaba con lluvia había cesado. El cielo comenzaba a despejarse y una luna brillaba entre las ramas de los árboles. La Daniela de pelos jadeaba tranquilamente. En el silencio de la noche, comprendí que por primera vez después de mucho tiempo, estaba sobrio.
     “Hoy no he tomado”, sonrió. “Pero me voy a tomar un traguito con usted ahora”.




—DA20150821/1228



Quédate luna.

















(Relato inspirado en Quédate Luna de Devendra Banhard) 

El carro se fundió.

Se fundió en un banco de arena mientras tratábamos de encontrar la famosa bahía que un lugareño nos había mencionado esa tarde durante la cena. Que era lo más parecido a una aparición, nos dijeron. Mucho más esa noche en que la luna llena se vería reflejada en el agua durante horas, volviéndose el agua y la tierra, una con el cielo.

No conocía mucho a Carmen, mi compañera de aventura, si es que a ese percance sobrenatural se le puede llamar así. Me la había encontrado apenas esa mañana recogiendo piedras en la playa. No era una mujer muy atractiva a primera vista, pero la forma cómo se movía y la sonrisa que me dedicó cuando descubrió que la estaba espiando, me cautivaron. Era una argentina recién graduada de comunicaciones en la Universidad de Guadalajara. Andaba conociendo el mundo, me dijo. Apenas tenía veintidós años y la carrera no le había permitido ni siquiera conocer gente. Después iba a Nueva York, y en unos meses a Praga y algunas ciudades de Europa. Se había cansado de los estudios y la formalidad de todo eso, que estaba pensando seriamente tomarse un año sabático, o dos, irse por allí y descubrir si de verdad estaba haciendo lo correcto para su vida. Todo lo decía con una solemnidad que la hacía parecer mayor de lo que en verdad era. Sus grandes lentes de montura gruesa y el pelo recogido hacia atrás en un moño le daban un aire de maestra de primaria. De esas que te reprenden por cualquier cosa.

Compartimos lo que quedaba de la mañana y toda la tarde, tirados en un malecón que daba al sur y en donde no llegaban muchos turistas. Ya sé, nosotros también lo éramos. Pero de ese tipo que no quiere reconocerlo. Carmen tomaba cubalibres que ella misma preparaba con una botella de ron y varias cocas que llevaba en una pequeña hielera azul. Al principio todo lo hacía lento y parsimonioso, como ella: la medida exacta de licor, la medida exacta de soda, tres cubos de hielo, una rodaja de limón. Todo aparecía como por arte de magia en sus manos, daba pequeños sorbos, como calculando el tiempo entre uno y otro y me contaba de sus años en la universidad, de cómo se obsesionó con las notas perfectas al punto de anular cualquier otro tipo de vida que no tuviera que ver con eso. Nunca había tenido novio. Y, a excepción de un compañero de bachillerato que se había puesto demasiado borracho en la fiesta de graduación y le había dejado un largo y apasionado beso mientras la acompañaba al carro; nunca la habían besado. Sí, como la película, se rio, terminándose el cuarto cubalibre. Yo seguía con mi cerveza alemana de 4 grados de alcohol. Sí, alemana en el paraíso tropical. Así es la cautela de un hombre de casi treinta ante una mujer que revolvía su trago con el índice y luego lo limpiaba con la parte de abajo de la camiseta de Coldplay.

Al final de la tarde se había soltado el moño, tenía un pelo castaño largo que se desparramaba sobre la madera del malecón y le brillaba al sol cada vez que se reía. Estábamos tirados en el suelo boca arriba y la luz le iluminaba también la mirada, los ojos oscuros, la piel transparente, los bellos del cuello. Ya estaba notablemente borracha y sacó de su bolso una pipa con marihuana y alargó sus brazos ofreciéndome con la otra mano el encendedor. Que lo dejáramos para más tarde, dijo el hombre cauteloso de casi treinta años. Sí, yo, este hombre cauteloso. Le sugerí que mejor fuéramos por un par de langostas donde Foster. Que nunca en mi vida las había visto tan grandes y baratas. Ella insistía en lo de la marihuana. Yo insistía en lo de las langostas mientras ella caminaba en equis sobre la madera demasiado envejecida del malecón. Casi la cargué, incluida la hielera azul, hasta el carro de alquiler, casi me hace detenerme a medio camino para servirse otro cubalibre. Tenés que comer, le repetía. ¿Al menos desayunaste?, le preguntaba. Y le contaba historias aburridas de mi vida como por qué había llegado a ser escritor de esa revista de tercera clase, y por qué escribía de arte, y por qué había soñado toda la vida con un personaje como ella para una de mis novelas. Sí, una de mis novelas, dije. Ella seguía riendo. Que quería ser un personaje de mis novelas, decía, qué tengo que hacer para estar en una, preguntaba.

Ya instalados en lo de Foster, el sol comenzaba a irse. En ese momento yo ya había decidido que quería continuar con ella el resto de la noche, y, si era posible los dos días que me hacían falta para continuar mi camino a Nicaragua. Las langostas, sí, eran descomunales, bañadas en salsa de coco y acompañadas, sí, con arroz blanco y pan, también de coco. De hecho, todo allí olía a coco: las pieles de los turistas europeos que circundaban nuestra mesa, las piñas coladas con las que brindaban los de la mesa que estaba a mis espaldas, los platos de mariscadas que iban y venían a todas las mesas.

       – La isla Coco, se debería llamar esta–, aseguró Carmen, peleándose con el tenedor y todas las herramientas posibles para llegar a los lugares más profundos de su langosta.

Fue entonces cuando el mesero nos preguntó si ya habíamos ido Aden Bay. A Carmen ya se le había bajado bastante la borrachera y yo me pasaba el festín tomando limonada con soda. Aden Bay, según nos dijo, era la punta más sur de la isla, en donde una entrada de agua se mezclaba con la salida de un río. Especialmente esa noche de luna llena iba a ser un espectáculo digno de película, fotos, y memorias para siempre. Eso nos decía y Carmen abría tremendos ojos, emocionándose con la historia, mirándome insistentemente como esperando que yo diera el sí, recogiéramos nuestras cosas y fuéramos disparados a descubrir tal paraíso perdido. Lo cual hicimos, luego de que ella se diera un par de shots de tequila, de paso le compráramos la botella al mesero, una cajetilla de cigarros y dos bolsas de maní salado.

Manejamos más de una hora para llegar, en una calle en la que apenas cabían dos carros y más llena de curvas que mil guitarras desafinadas. Tuvimos que ir a la menor velocidad posible debido a lo accidentado del camino, que además tenía la mayor cantidad de baches que he visto en mi vida. La luna sí, comenzó a salir siempre al sur de nuestro camino. Al principio, apenas dejándose ver entre los árboles y palmeras del horizonte, luego convertida en una yema de huevo, pasando por tantos tonos de amarillo que nunca creí que existieran. Carmen se empinaba la botella de tequila de vez en cuando, perdidas ya todas las maneras delicadas de la mañana. Me contaba algunas historias inventadas de lo que hubiera hecho con los hermanos que nunca tuvo y se reía de todas las aventuras que yo le contaba de los cuatro hermanos que desgraciadamente yo sí tuve. Nos tardamos más de  una hora en hacer un recorrido que normalmente hubiera tomado alrededor de 20 minutos. Como única señal del lugar encontramos un rótulo viejo de madera de apenas un metro de longitud y que alguna vez estuvo pintado de color rojo con letras blancas.

      – Tienen que andar unos cien metros más allá del rótulo para encontrar la bahía, nos había dicho el mesero.

Los cien metros se volvieron interminables manejando sobre la arena que a veces se ablandaba, a veces estaba llena de montículos, a veces se endurecía, a veces parecía desaparecer debajo de la luz de la luna. La bahía no aparecía y el carro se atascó en la arena. Mientras trataba inútilmente de hacerlo andar, acelerando lo más posible, logrando solo que las llantas resbalando en la arena se hundieran más; Carmen y yo nos vimos a los ojos. Eran las diez de la noche y ella respondió con calma a mi mirada de angustia. Por unos segundos, que fueron interminables, no hicimos más que ver al horizonte, supongo que cada uno tratando de pensar rápidamente qué hacer en esa situación.

Yo, tomé la botella de tequila y le di tres grandes sorbos. Ella, sacó la pipa de la mochila y la encendió. Traté de recordar hace cuánto habíamos visto el último poblado o cualquier señal de vida. Hace mucho y otro trago de tequila. Traté de recordar hace cuánto habíamos dejado atrás la calle pavimentada. Y otro trago. Nos vimos otra vez a los ojos y afuera la luna estaba llena. Esta vez ella me miró como preguntando qué hacemos. Yo no pude pensar en otra cosa más que hacer que besarla, y claro, todo lo que viene después de eso. Y lo hice. Era lo apropiado.

Eran las doce de la noche y el carro se hundía más en la arena. Al parecer la marea estaba subiendo, al parecer nos estábamos fundiendo en la mismísima bahía. El agua llegaba ya casi hasta la puerta y decidimos que lo más apropiado sería abandonar el barco. ¨Las mujeres y los niños primero¨, bromeó Carmen. Y allí estábamos: con el agua hasta las rodillas, mochilas y botella de tequila en mano y la luna llena reflejándose en mar más turquesa y transparente que he visto en mi vida. Sí, parece una contradicción, pero así era.

Caminamos por horas hasta que comenzaba a clarear y un camión con piñas se detuvo.

Esta historia no tiene final feliz, amigos. ¿No creerán que algo así podría tener futuro? No, no lo tuvo, no duró más que eso. No despedimos en la puerta de su hotel intercambiando direcciones de correo, pero nada más que eso. Carmen nunca me escribió, ni yo tampoco.

Es mejor así, verla convertida en un personaje de mi historia. No nos vamos a aburrir juntos, ni nos vamos a mentir amores que no existen cuando lleguen o se acaben.

Es mejor así, verla convertida en un personaje que quedó allí, con la luz de la luna llena reflejada en su pelo.