- Carlos no está
- le dice, parada junto a la puerta, sosteniendo el picaporte como si
alguien fuera a quitárselo.
- Ya sé, le hablé en la mañana por teléfono y me
contó que se iba para Panamá. Me dijo que estaba bien si pasaba a devolverle
este libro, me lo prestó hace meses – contesta él enseñándole el libro que, de
alguna manera, justifica su presencia a esa hora de la noche.
- Bueno, dámelo. Yo le digo que pasaste – dice, por
decir algo, deteniendo la puerta. Esperando algo más que el libro. Dibujando en
su rostro una mueca que quiere ser una sonrisa. Una sonrisa que quiere ser una
mueca. “Un momento que no podrá ser nunca”, piensa y le pregunta si quiere
pasar. Él no se niega ni por un segundo y desplaza su metro ochenta dentro del
pequeño recibidor de la casa, argumentando que no quiere interrumpirla en nada.
Ella cierra la puerta tras de él, contestando que no interrumpe nada, que solo
iba a tomarse una copa de vino y fumar un cigarro en la terraza, que si quiere
acompañarla.
Sí la acompaña. Ella le ofrece algo de beber. Él
solo quiere agua, tiene sed. El vaso viene fresco y transparente moviéndose
suave al ritmo de ella, que se lo entrega directo en la mano. Se sientan frente
a frente con la mesa de vidrio en medio y ese sentimiento a medias por todos
lados. Hablan de las mismas historias
que no se cansan nunca de contar en las largas reuniones de los viernes con el
grupo de siempre. Solo que ahora no es viernes ni está el grupo de siempre.
Solo ellos dos con sonrisas tontas y silencios largos, entre frases cortadas y
sin sentido. Ella le mira a los ojos mientras hablan, él no le puede sostener
ni un minuto la mirada, nunca ha podido. Uno de los niños viene a decir buenas
noches. No se extraña de encontrar allí al “Tío Santiago”, quien siempre está
en la casa acompañando a su papá como su sombra. El chico le da un beso a la
mamá, otro al “tío” y se va corriendo al dormitorio. Ella sonríe otra vez, con
una sonrisa nueva que él no le conocía, que le ilumina toda la cara.
- ¿Qué? – Logra apenas decir Santiago. Más que una
pregunta, una súplica.
- ¿Algunas veces no sentís que estás viviendo una
vida que no te imaginabas? –
Él le dice Rebeca como un conjuro, tratando de que
su nombre suene como algo más que una palabra. Y no dice nada más, solo sonríe
lento, tratando de sostenerle la mirada. Enmudeciendo frente a esos ojos
grandes y profundos, queriendo partir en dos la mesa, el mundo, el maldito
destino que la hizo cruzarse por la puta vida de Carlos antes que por la de él.
- A veces siento que estoy viviendo una vida que no
es mía - dice él, pasando una mano sobre
la mesita para encenderle otro cigarro.
Ahora ella le dice Santiago como una promesa, con
sílabas que pronunciadas así se vuelven una esperanza.
- ¿Qué es lo que esperás de mí, Rebeca? –
- Entenderás que no puedo esperar nada más que sigás siendo el mejor
amigo de Carlos –
- Entonces, ¿Vos entenderás que ahora me levante y me vaya? –
- Lo entiendo. Está claro –
Por segundos él no se mueve. Le dijo que lo entiende. Claro que está
claro. Toma el celular que antes puso sobre la mesa, junto al vaso con agua que
permanece intacto, y casi de un salto se levanta. Todavía la mira. Ahora sí
puede sostenerle la mirada.
En la puerta se despiden como si nada, hacen planes para verse el viernes
con el grupo de siempre, cuando Carlos ya esté de vuelta. A escuchar nuevas
anécdotas en Panamá, bromea Santiago, mientras con la mano derecha le agarra el
brazo izquierdo para despedirse. El brazo que es eterno, que se vuelve un
puente en donde su mano se va deslizando hacia abajo hasta quedar los dedos
juntos, entrelazados.
- Como debería ser – dice Santiago, jalándola hacia afuera, empujándola
levemente contra la pared de laja, acariciándola mientras mide los pocos
centímetros que faltan para aplacar su respiración, su agitación, sus límites.
Se miran como nunca. Nunca tan cerca. Se besan como nunca. Nunca antes.
Reconociéndose las formas, las humedades. Se sienten, un murmullo cadente y
pausado. Se desean y se adivinan, se adivinan y se desean bajo aquel cielo,
inútilmente estrellado. Bajo aquella luna que quiso ser llena, pero es
menguante. Santiago siente que se le escapa, que se le va a escapar y la
envuelve con un brazo, sintiendo el cuerpo nuevo de Rebeca que no conocía.
Dejando, sí dejando, que esta vida sea suya. Imaginando, nada más imaginando
que puede ser…
- ¿Creés que si me quedo con vos esta noche estarías viviendo la vida que
imaginabas? –
Entonces Rebeca piensa. Piensa y lo separa. Trata de mirarlo, pero ahora
es ella quien no puede sostenerle la mirada. Camina de regreso hacia la puerta, se voltea y lo abraza. Nada más lo
abraza y se deja abrazar largo. Luego se para bajo el umbral y le contesta:
- No creo, porque en la vida que imaginaba no tenía que engañar a Carlos
para estar con vos…
- Entonces… gracias por el agua - dice Santiago tratando de sonreír y se
va.