Relato inspirado en I don't think about you anymore but I don't think about you any less de Hungry Ghosts |
Eran las seis de la mañana y ya había desayunado un huevo tibio, una tostada con sardinas y tomado un vaso de leche. Preparó la taza y la apartó, dejándola junto a la ventana. Se levantó, lavó los platos y fue a regar los geranios. El jardín se marchitaba lentamente, cocinándose en su propia sopa de vapores hediondos. Lamentó tener que dejar morirse a los helechos y de dejar que las rosas aguantaran sed, pero eso iba a tener que dejar paso a otras cosas más importantes. Miró de nuevo esa selva que tenía encerrada entre barrotes de hierro y suspiró por todas esas plantas ahogadas buscando algo de frescura. Hacía calor, pero era ese vapor espeso y pegajoso del verano, no un simple subidón de temperatura. De todas formas, donde él vivía siempre había niebla y lluvia, algo de calor era un buen cambio.
Seis y treinta. Cerró la puerta del jardín, revisó que no quedara nada sucio en la mesa y se adelantó a darse un baño. Revolvió el jabón, tomó la esponja y se propuso quedar muy limpio. "Ojalá el jabón también me limpiara por dentro", se dijo. Salió de la tina y dejó un sendero líquido en el piso. Apenas terminó de vestirse, tomó una toalla y con cuidado secó el piso, hasta el último azulejo. "Alguien puede caerse aquí, pero... ¿Quién?", pensó. Satisfecho, terminó de arreglarse. Tomó el perfume y usó unas gotas en su cuello, detrás de la oreja y cerca de la solapa. Con la mayor suavidad posible, acomodó su pelo y lo dejó justo como quería. Se arregló la corbata, confirmó que tenía un pañuelo en la bolsa derecha, revisó el pliegue de cada pierna de su pantalón y vio sus pies con cuidado. No quería ponerse algún par de calcetines con hoyos. Lustró bien sus zapatos hasta dejarlos relucientes. Se los puso y se miró en el espejo. Estaba listo para el día.
Ocho y cuarenta. Había pasado leyendo un buen rato el libro de la semana anterior, sentado en la terraza. En esa misma terraza había recibido sorpresas, alegrías y malas noticias. La misma terraza de siempre, mustia y gris. Tomó un trapo y comenzó a limpiar las tablas de la entrada, viendo a la gente pasar. Lo miraban extrañados de verlo limpiar su casa, se olvidaban de su soledad y él suponía que no habría problema en que pensaran algo distinto a la realidad. Barrió el suelo polvoso y por último enderezó una canasta colgante que estaba torcida desde hace ya algunos días. Ya no quiso pensar en cuánto había vivido en ese lugar, así que tomó una bolsa y se fue a la calle de los vendedores.
Once y veinte. Probó dulces, saludó al panadero, encargó una flauta de pan por la que no volvió, compró un par de ciruelas y se sentó en el parque después de haber caminado mucho. Había un niño jugando con barcos de papel en una fuente, un perro saltando, niñeras con vestidos largos, abuelas cosiendo sentadas y quejándose de sus males, un vendedor de globos. Todo demasiado feliz, demasiado brillante. La luz del sol en todo su esplendor comenzaba a ahogarlo, a dejarlo aturtido, a sofocarlo. Ya se acercaba el mediodía y el calor estaba mucho más fuerte en el parque que en su casa. Por más que lo intentó, la imagen de su cara se dibujaba en su mente una y otra vez. Eran los árboles, las flores. todo. Eran las risas, los amantes en las bancas de madera vieja, los susurros. Primero fue el movimiento de las hojas, como el de su pelo castaño. Luego, alguien fumando un cigarrillo y tarareando... justo como ella lo hacía cuando lavaba los platos. Los sonidos también tenían la culpa: en las piedras redondas y lisas de la acera, sonaban zapatos como cuando salía ella a recibirlo. Comenzó a caminar de vuelta a casa.
Doce y cincuenta y tres. Sentado, comiendo sus ciruelas después del almuerzo, volvió a pensar en ella. Habían pasado tres años, cuatro meses, veintisiete días y catorce horas desde que se había ido. Había vivido en paz durante todo ese tiempo, sumido en su rutina, limpiando la casa, cocinando su comida y saliendo a la calle, leyendo sus libros. Los días le habían parecido siempre lánguidos y aburridos pero los llenaba con algo que hacer para mantenerse despierto y ocupado. Pero los últimos días no habían sido así, algo había pasado aquella última noche del Jueves, cuando soñó con ella. Soñó que le hablaba, que aclaraban todo el misterio de su partida y que veía sus ojos claros mirándolo, haciéndolo sentir tan desnudo como cuando nació, obligándolo a confesar todos sus miedos, sus vacíos y todo aquello que le hacía rumiar su recuerdo todos los días. Hablaron y hablaron. Cuando despertó, ya no quiso seguir con su rutina. Ya la cumplía por el hábito de lo cotidiano nada más, quería seguir viendo esos ojos. Fue entonces que, a media ciruela, volteó a ver la taza tentadora que había dejado lista tan temprano. Pensó en los borrachos y sus excusas para beberse sus angustias. Sonrió.
"Sí, talvez tenga que beber para olvidar". Y acarició la porcelana curva de su taza favorita.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario