Relato inspirado en Miss Sarajevo de Passengers y Luciano Pavarotti |
Me pasé toda la tarde mirando esos zapatos. Tenía zapatillas, botas, tacones... linduras que me habían costado en su tiempo mucho dinero. Cerré la caja polvosa y tiré a la basura todos esos pares que ya no me servían, los que se habían pelado y los que ya estaban por deshacerse. ¿Te acordás cuando fuimos a comprar esos que llevaban piedras? Me insistías que llevara algo cuando en realidad no lo necesitaba. Nunca me ponía tacones ni nada parecido. Eso fue así hasta que aparecieron tus ansias de felicidad y grandeza. Eran delirios apresurados que se volvieron una desesperación por aferrarse a una vida que se escapaba como niebla.
Sigo sin entender cuál era la gana tuya de gastar dinero como si no hubiera un mañana. ¿Cómo iba a saber yo que en realidad no lo iba a haber? Ya venías pensando en cómo iba a terminar todo esto, de seguro. Quizás ya lo sabías o lo habías visto y no me habías querido decir nada por no querer matarme la ilusión. ¿Cuántos años pasaron? Unos ocho o diez, ya no me acuerdo. El juez desaparecía por días y te ibas a los tribunales a ver qué había pasado. A los días, te volvía a ver con la misma cara gris de meses anteriores y entendía que no habíamos tenido avances. Parecía que íbamos a tener una vida nueva sin realmente salir de la que teníamos. ¡Todo lo bueno se nos venía encima y no lo sabíamos! O al menos eso pensábamos. Esas salidas de noche a restaurantes donde te saludaban por tu nombre y donde eras Don Fulano de tal, los viajes en vacaciones y las tardes horneando pollo con hierbas en la casa con jardín de dos pisos... Todo se ve ahora tan lejano. Parece que fue ayer. Ponías el tocadiscos y la sala se llenaba de voces dulces, aterciopeladas y a veces graves y cremosas. Podía ser ópera, new wave, clásica... cualquier cosa. Me gustaba verte sentado en la sala bajo el óleo enorme que teníamos allí, en el sofá rosa viejo con madera clara, justo al lado del enorme armario que tenía los discos que con tanto amor habíamos pasado coleccionando todos durante décadas. Sentía que no me iba a pasar nada mientras estuvieras allí, cuidando de todos nosotros. Casi puedo oler el polvo, el olor a años acumulados entre las tapas. A veces cierro los ojos y puedo sentirlo todavía.
Paso a veces frente a la casa y la veo con nostalgia: se ha convertido en un flamante consultorio de uno de esos doctores con injusta fama de guapos que ven a señoronas de apellidos largos para cobrarles facturas largas. Pudo haber sido nuestra casa. Pudimos habernos quedado en esa zona de árboles viejos y casas con techos de tejas, pero no. No era para nosotros. Todo había sido un espejismo. Fue algo pasajero para hacernos apreciar lo que venía después. De una noche a otra nos dijeron que teníamos una noche para salir de esa casa porque ya tenía otro dueño. De repente la definición de "amigo" cambió a "persona que desinteresadamente te pueda dar cajas vacías sin importar que sean altas horas de la noche". Hasta risa me da ahora, pero en el momento fue todo lo contrario. Nunca voy a entenderlo. Le doy vueltas todos los días a esto y sigo sin entenderlo. De un día para otro, toda nuestra vida se vio resumida a dos camiones llenos de cajas. Tuvimos que vender la mitad de los muebles a los pocos amigos de buen bolsillo que les quedaban a ustedes, llamar a los que alguna vez habían sido ordenanzas o jardineros en la casa y pedirles que nos ayudaran a mover las cosas. Todavía los unía un sentimiento de lealtad a quienes habían tenido como sus patrones por tanto tiempo. Insistimos en pagarles y no nos cobraron. Pude ver que les dimos lástima. "Pobrecita la niña", alcancé a oír los susurros detrás de la columna de la cochera. Nunca te lo dije. No quise aplastarte más el orgullo. No más de lo que ya estaba.
La mente nos juega mal. Yo me acuerdo todavía de los detalles. Trato de domarlos en mi mente, intento manternerlos a raya para que no me coman viva en un momento de silencio. Porque en esos momentos donde no había explicación a nada, estaba el silencio. Y las remolachas. ¿Todavía te gustan las remolachas? Me dijiste un día que eran dulces porque encapsulaban azúcar de la tierra, que el sol las pasaba cociendo a fuego lento para que supieran así, para que yo me las pudiera comer en la ensalada y me hicieran fuerte. Tenías una forma curiosa de decir las cosas: suaves para que me gustara oírlas y directas para que las entendiera. No he encontrado todavía a nadie que hable así. Unos son melosos y asquerosamente poéticos y otros son tan directos que resultan aburridos. Creo que me voy a morir sin encontrar a nadie que me explique el mundo de esa forma. Las remolachas son ahora una forma muy morada para mí de describir al mundo. Siempre las ocupo de ejemplo con quien me quiera escuchar y tenga la paciencia de descubrir conmigo lo poco que le queda de poesía a lo cotidiano. Me aferro a ellas porque son el último símbolo que me queda de tu lucidez. Porque fueron lo último que comí en una mesa sola, pensando qué había sido de aquellos días en esa casa enorme que limpiábamos entre cinco personas mientras sonaba el tocadiscos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario