Relato inspirado en Rock'n Roll Dreams Come Through de Meat Loaf.
Ella se despide del hombre de su vida en un
cuarto de hotel. La desnudez es normal y dejarle un rastro de rimmel que le escurre
por los hombros después de llorar por horas, también. No quería que fuera el
final, pero es. Le dice. Rescata su cara de mapache frente al espejo del baño
que siempre se prestó con una acústica sorprendente. El jaboncito pequeño y las
toallas blancas. Lo encuentra con su camiseta, la de ella, casi envolviéndole
cara, tal vez tratando de grabarse el olor para siempre. ¿Huelo rico, verdad? Y
sin esperar respuesta lo abraza. Lo abraza con la camiseta que cae al suelo
entre los dos. Lo abraza sabiendo que es la última. La doble cerradura de la
puerta y el adiós. La deja en el centro comercial donde siempre habían quedado
y no quedarán jamás. Este es el final, se repite. Y le deja un beso. El último.
En el centro comercial, ella camina con toda la gente. Es lo normal. Lo
apropiado. Se cruza con parejas y disparejas, mamás con niños, papás sin nada, mujeres
con bolsas, hombres con preguntas que nunca se hacen, se cruza con gente
apurada que sabe que es treinta de diciembre y compran pavos y vinos y jamones
y postres y cervezas y whiskys y zapatos y vestidos y perfumes y más vestidos y
más zapatos. En el súpermercado se reune con el hombre de su vida. Ellos también compran pavos como la gente normal y licores para olvidarse de quienes
son. Para olvidarse que no saben para dónde van. También compran jamones y
dulces para las fiestas que organizan como una pareja actual, con luces de
colores en las ventanas y olor a pino en los baños, con música estridente que
no da lugar a la plática y mujeres demasiado emperifolladas en cada esquina.
Sirven cocteles hermosos e inolvidables. Perfectos anfitriones de gente que no
saben ni quién es, ni por qué las invitaron. Gente equis de algunos pasados
imperfectos y presentes que ni quieren saber. Las pláticas y los gritos la
abruman. La socialización no es el fuerte de ella. Sale por aire y un cigarro
al patio. Allí, el hombre de su vida, sonríe entre las sombras y el humo de
cada recuerdo que han ido acumulando. El le hace algún comentario irrelevante
acerca de su chaqueta de terciopelo. La suavidad de la textura, el negro tan
profundo. Ella se quita los zapatos de tacón demasiado alto. Que se quite la falda
también, le pide él. Que por qué no se la quita él, lo reta ella. Amanece en
su cama, la de él, como si amanecer fuera irrelevante. Amanece en otro año.
Otros pensamientos. Otras angustias. El se da vuelta y la abraza, dormido. Ella
piensa en cuánto se podrá querer a alguien que no te quiere igual de regreso.
Aprovecha para abrazarlo como probablemente no se va a dejar cuando esté
despierto y mira una mancha de humedad en el techo, una mancha que inútilmente
parece un corazón. Alguien llama a la puerta. Que alguien toca la puerta, le
dice a él que se despereza de la pereza del desvelo de año nuevo con el jalón
que ella misma le ha dado para que no la descubra tan cerca y cursimente
abrazada a él. Finalmente va ella y abre. En la puerta, el hombre de su vida,
todavía casi en pijama, aunque ya casi son las doce del medio día, le dice que
solo quería saber si de verdad estaba allí, que vio su carro estacionado
afuera, que la anduvo buscando toda la noche entre los escombros de la vida que
hubiera querido para ellos y los miles de bolos y papeles de cuetes reventados
y gente que iba de un lado a otro como queriendo recuperar los últimos minutos
del año. Que era innecesario, le dice ella, que nunca la iba a encontrar, que
nunca la va a encontrar por más que la busque, hasta que ella quiera que la
encuentre. Caminan por la calle. Por las calles. Calles vacía de primero de
enero. Caminan por horas y sin sentido. Se besan en un San Salvador desierto,
con lenguas inquietas y temblores hasta entonces desconocidos. Se detienen a
tomar aire y se miran. Se miran y se calculan. Se besan como si el
mundo no existiera o como si no fuera el primer día del año o como si el mundo
se fuera a acabar, precisamente ese día, ese primer día del año en el que
particularmente la gente ha desaparecido de la faz de la tierra y son solo
ellos dos para caminar y besarse, descalzos y desnudos, si quieren, eternos y
dispares, también. Siguen caminando sin preguntarse ni saber a dónde quieren
llegar. Caminan y sobre la arena, arena dulce, tibia y suave, ella encuentra el rastro del hombre de su
vida. Lo sigue en silencio pensando en canciones. Lo sigue en silencio pensando hasta dónde puede llegar o si la vida empieza allí o acaba, como se piensa cosas tan simples como si el mundo es plano o redondo.
En la playa lo encuentra, con colochos revueltos y castaños, con sonrisa clara y diecisiete años, con mirada tan suave que parece imposible, con una vida tan enmarañada que parece mentira.
– No podés huir para siempre.–
Le dice. El hombre de su vida.
Y pasa la doble cerradura de la puerta.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario