(fragmento de "Henry Lee" - texto en proceso)
“¿Cuál es tu nombre?”, preguntó.
“No tengo, Señor”, dijo la muchacha encogiéndose de hombros.
“¿Cómo que no tienes nombre?”
“Nunca me ha hecho falta señor. Cuando me necesitan me dicen '¡Hey tú! Ven acá'. Otras veces me llaman con silbidos. Sólo la señora de la panadería ocasionalmente me llama ‘Anabel’”, dijo mientras sus mejillas pecosas se sonrojaban ligeramente.
“Anabel”, repitió pensativo.
“Es un bonito nombre cuando lo dicen otras personas pero no creo que sea un nombre digno para mí”.
“¿Por qué dices eso?”
“Pues verá, Anabel suena bastante real. Uno de esos nombres que pasea por salones y baila de la mano de elegantes caballeros. No es un nombre para andar cortando ramas y dejar las manos en el campo. No. Para nada. Muchos dicen que la señora Lizbeth, la panadera, enloqueció desde que mataron a su marido. Yo no creo que haya sido eso. Yo más bien creo que fue porque no tiene a quien llamar por su nombre. Por eso prefiero seguir viviendo sin nombre, para que nadie enloquezca por mi culpa”.
“¡Qué cosas dices!”, dijo con una mezcla de furia y ternura. “Nadie se vuelve loco por no tener nombres que mencionar. La verdadera locura es andar por ahí sin un nombre que mencionar ni recordar. Así que si alguien ha de llamarte Anabel, ese seré yo. No se hable más.”
A la mañana siguiente, la recién bautizada Anabel despertó antes que los gallos. Salió a la oscuridad donde una luna curiosa espiaba sobre los tejados y el jardín. No sintió frío pues un fuego se encendía en su interior. ¿Sería la emoción de tener un nombre, de tener a alguien que se preocupara por ella? Nunca nadie se había fijado en ella, por eso no tenía ningún nombre que le fuera propio. Más bien se veía a sí misma como una herramienta para todas esas tareas que nadie quería hacer, todas esas actividades que los demás tachaban de impropias y desagradables. Había dejado de preocuparle desde hace mucho tiempo el no tener un nombre. Contrario a lo que cualquiera pudiera pensar, era fácil vivir sin nombre. Nadie sabía realmente nada de ella y nadie se preocupaba por ella. No tenía que rendirle explicaciones a nadie y era libre para ir y venir como le pareciera. Entonces lo supo. No era fuego lo que en su interior se había despertado. Era la preocupación de tener que responderle a alguien por las cosas que siempre había hecho pero que al no tener nombre no tenía que explicárselas a nadie. Lo pensó por un momento y se dio cuenta que era peligroso tener un nombre. Uno que todos pudieran pronunciar. Uno que todos pudieran recordar.
Un amanecer naranja se vislumbraba en el horizonte. La puerta de la habitación principal se abrió. Trató de esconderse detrás de los arbustos pero fue demasiado tarde.
“Buen día Anabel”, sonrió el indeseado visitante.
Como un animal asustado, presa de un depredador, la muchacha retrocedió sin éxito. No había lugar dónde escapar.
“Buenos días”, susurró.
Una gallina pasaba por su lado. La recogió con sus brazos y desviando la mirada avanzó hacia el gallinero, escapando de la vista de tan atroz cazador. Henry Lee sonrió para sí mismo. Una ternura profunda se apoderó de su interior.
En la cocina, el día comenzaba a calentar no sólo la estufa sino que la vida de la casa. Las criadas iban y venían cargando cubetas de leche, agua y mantequilla. Se preparaban para un gran día.
Luego de un tibio baño, Henry Lee revisó con extremo detalle sus prendas habituales que Josefina, la mucama, había lavado el día anterior. No había ningún rastro de sangre. Se preguntó si la joven campesina sabría distinguir la sangre del lodo, pero al recordar la amabilidad de sus anfitriones, supo que ni siquiera podían distinguir la mantequilla de la manteca.
Se vistió sin prisas. Por primera vez desde que dejó Villa Cavilha se permitió arreglarse sin la incertidumbre de la persecución. Se peinó los cabellos, se afeitó la barba al ras y se perfumó con el agua de maderas que le había dejado la mucama la noche anterior.
Deambuló por las instancias de la habitación dubitativo de acercarse a la jovencita que horas antes le había esquivado. Se preguntaba si realmente tendría la intención de acercarse más, de ser responsable de ese nombre que tan despreocupadamente le había otorgado la tarde anterior. Recordó la mirada de la chica y comprendió que ese silencio no era timidez campesina como había pensado al principio, sino que miedo. Supo que no era un juego. Que un nombre no era solamente una manifestación de simpatía, ni un apelativo para identificar a alguien más. Era una responsabilidad.
Entendió entonces que más que un nombre, había creado la idea de una vida. La ilusión de una personalidad que no solo afectaría a la vida de una simple muchacha campesina, sino que el rumbo de todo un pueblo.
—DA20151027/1230
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