(Relato inspirado en Nobody Home de Pink Floyd) Por Flor Aragón
Es la típica barra de bar con la gente
amontonándose después de una larga jornada de viernes, el humo de los cigarros
flotando alrededor de las mismas pláticas de siempre y las empleaditas de
oficina vestidas para salir, alzando las jarras a medio servir con marcas de
lápiz labial por todos lados. Lía, vestida de gris, sin escote y de manga
larga, no alza su vaso, no mueve sus manos con grandes gestos al hablar, es que
ni siquiera habla, solo lleva la cerveza a su boca, solo le da un sorbo lento y
eterno, abre los ojos de par en par y deja caer su mirada lánguida de color
indefinido sobre el barman. Solo la deja allí. El barman sonríe. Sonríe otra
vez. Le vuelve a llenar la jarra con cerveza.
A los catorce años Lía supo muy bien que no era
bonita cuando se paró completamente desnuda frente a un espejo y se dio cuenta
de que nunca iba a enloquecer a los hombres con sus caderas y trasero bien
“dotados”, que su pelo jamás iba a caer desparramado por su espalda ni se iba a
mover al viento como en los anuncios de champú, que no iba a ser ese tipo de
mujer a la que los hombres voltean a ver cuando va por la calle y le silban o
le gritan cualquier tontería, ni sería con la que todos quieren bailar en la
fiesta ni con la que fantasean en las largas noches de calor e insomnio; mucho
menos con la que todos se quieren acostar.
- No me mirés así, dice Gabriel, el barman, a Lía,
esta vez con güisqui en las rocas y sin la barra abarrotada de empleaditas
bulliciosas.
- No conozco otra manera de mirar, dice Lía bajando los párpados,
mirando el hielo derritiéndose en el fondo del vaso, levantando lentamente la
mirada. Las pestañas brillan, ayudadas tal vez por el maquillaje, tal vez por
la luz de la lámpara que desde arriba cae sobre ellas.
– Das miedo, dice Gabriel sin poder mirarla directo
a los ojos.
- ¿De cuál miedo? Le pregunta ella mirando otra vez el hielo.
- Del único
que existe.
No era bonita, su piel lechosa, casi transparente,
bajando sin forma definida ni curvas de la cabeza a los pies, se lo afirmaba.
Las dos diminutas líneas rosadas que aparentaban ser labios y apenas dejaban
espacio para la sonrisa, se lo repetían. La nariz aguileña imperando soberana
en desproporción al tamaño de la boca se lo recalcaba. No era bonita, ni
hermosa, ni llamativa, ni deseable, ni graciosa, ni divina, ni cualquier otro
adjetivo que en ese momento ella pudiese imaginar. Nada de eso, solo sus
enormes ojos de color indefinido brillaban en medio de toda aquella palidez,
iluminando sin medida su rostro, casi todo su cuerpo, casi toda la habitación,
casi todo el mundo.
Ya es casi rutina sentarse sin excusa, la noche que
sea, a la hora que sea, a mirar a Gabriel detrás de la barra, siguiéndole los
pasos, sonriéndole de vez en cuando, haciendo como si no mira de vez en vez,
reorganizando el maní dentro de la bandeja, limpiando la humedad que deja el
vaso con una servilleta, mirándose las uñas de unos dedos que tampoco fueron
hechos para ser bonitos, para llevar un anillo. A él parece no importarle tener
a esa testigo silente e implacable de todos sus movimientos, mucho más si al
final de la noche, más bien de madrugada, ella lo espera en el callejoncito de
atrás con unos cuantos tragos de más, la sonrisa de medio lado y la mirada
lánguida languideciendo, para acompañarlo a donde sea. Menos a su casa. A ella
parece no importarle que él sea casado.
Parada frente a su desnudez, inspeccionando palmo a
palmo sus imperfecciones, decidió que ese par de ojos, enmarcados bajo el
escaso pelo corto, cejas espesas y largas pestañas largas, era lo único que
necesitaba para sobrevivir en el extenso mundo de las mujeres que llaman la
atención al pasar, de las mujeres que siempre obtienen el mejor asiento en
cualquier parte, de las que no hacen fila y que de alguna manera logran que
hasta el sol se pare a verlas. Se acercó al espejo sin miedo, miró frente a
frente sus ojos durante varios minutos sin ni siquiera parpadear. Eso bastaba,
pensó. Así que sin más, a esa edad, Lía comenzó a entrenar su mirada para los
diferentes gestos de la vida.
- Perdoná, pero esta vez no puedo descifrar que
querés decir con esos ojos, dice Gabriel acercándose a ella y hablándole casi
en el oído, porque las empleaditas bulliciosas alzan sus jarras, ríen, gritan,
cantan a todo pulmón “Hey, teacher, leave
the kids alone” en la noche de Pink Floyd. - ¿Qué esperabas? ¿qué me casara con vos? ¿qué te
pusiera una casa? ¿qué te tire pétalos de rosa cuando pasás? ¿qué esperabas?,
le pregunta, acercándose tanto como puede para no levantar sospechas, aunque a
esas alturas nadie se fija en ellos, todos cantan enardecidos “All in all it’s just another brick in the
wall”, el humo eleva su fragilidad alrededor de Lía, que mira sin sentido
las gotas que van bajando por el vaso, que solo levanta una mirada
profundamente vacía y la clava en Gabriel, que se mueve hacia atrás, sintiendo
una leve y repentina opresión debajo de la garganta, cerca del pecho.
A los veinte años era toda una maestra para
expresarse solo con un leve movimiento de los párpados. A los veinticinco podía
interpretar cualquier mirada que quisiera sin ninguna dificultad, aunque
estuviera sintiendo lo contrario; a pesar de la tristeza, podía lograr su mejor
gesto de alegría; a pesar del amor, con sus ojos de color indefinido podía
lograr una actuación de odio que convencía a cualquiera. Luego de haber
alcanzado esos dominios, se dedicó por más de un año a perfeccionar la mirada
vacía, tal como ella la llamó. Se la había visto a visto a Aníbal Lecter en El
Silencio de los Corderos. Había leído en alguna parte que la idea de esa mirada
había sido del propio Anthony Hopkins para volver más inquietante a su
personaje y que había practicado por semanas para lograrla. ¿Por qué no yo? Se
había preguntado Lía. El ejercicio consistía en pararse frente al espejo y
mirarse directo a los ojos sin parpadear todo el tiempo que fuera posible. Lía
practicó días, semanas, meses; cuando hubo perfeccionado su técnica supo que
estaba lista para salir al mundo. Nadie podría hacerme daño, pensó. Estaba
lista para clavar la mirada en su presa.
Todos los de cocina la miran pasar, acostumbrados a
verla por allí casi todas las noches, el cocinero le sonríe amable, mientras al
fondo suena una estúpida canción de Pink Floyd, got thirteen channels of shit on the T.V. to choose from. Que ya no
podía seguir con eso, le dijo, que era por la esposa, le afirmó. Pero ella no
está segura. La esposa no le importó nunca, es una de esas amas de casa,
aburridita como cualquiera, pegada a Viva la Mañana de nueve a doce. I've got electric light. And I've got second
sight. And amazing powers of observation. Está segura que es por la
empleadita del mes, la que llegó a celebrar su ascenso el viernes pasado, a la
que el escote le llegaba casi al ombligo, a la que el pelo planchado le caía
brillante sobre la espalda. And that is
how I know when I try to get through on the telephone to you, there'll be
nobody home. Por la puerta de atrás de la cocina sale al callejón, el fondo
se pierde en fuga con la oscuridad. Nada, solo un ruido extraño. I've got nicotine stains on my fingers. I've
got a silver spoon on a chain. I've got a grand piano to prop up my mortal
remains. Un ruido extraño que viene del fondo en donde apilan las cajas
vacía de pedidos, cervezas, botellas y basura. Se acerca despacio y en
silencio, con la mirada perdida en la oscuridad. Quisiera ser como gato,
esperando que las pupilas de sus ojos color indefinido se dilaten para poder
ver algo, está a solo seis pasos y no mira nada. I've got wild staring eyes. And I've got a strong urge to fly.
Cuando ya está a menos de dos metros de las cajas puede ver la espalda de
Gabriel iluminada por quién sabe qué luz, camisa negra de seda, pantalón negro
también, desabrochado y abierto, cayéndole sobre el trasero. A un metro de
distancia, la mirada profunda de Lía, entrenada para las más absurdas emociones
de la vida, no puede dejar de incomodar a los dos amantes. Gabriel se voltea,
deteniéndose el pantalón. Él, que con el tiempo ha aprendido a descifrar aquel
impresionante derroche de expresiones, de pronto no puede entender esa mirada
de papel, de historia sin terminar, esa mirada en blanco, clavada como dos
agujas en sus pupilas. But I got nowhere
to fly to. Parece que Lía ya no puede ver nada más que a él. Gabriel quiere
hablar, pero su garganta se cierra, le falta el aire, abre la boca para decir
algo... Nada. En cuestión de segundos cae al suelo ahogado por la angustia de
la mirada que no pudo interpretar.
Lía solo da la vuelta, mientras Jorge, el gerente
del bar, se termina de acomodar el pantalón y corre angustiado a llamar a una
ambulancia.
Ooooh, Babe, when I
pick up the phone, there’s still nobody home
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