Cuando la música se convierte en inspiración

Cuando la música se convierte en inspiración y la inspiración se transforma en historias es cuando nace Non-Girly Blue.

Somos un experimento literario conformado por mujeres amantes de las letras y la música. Cada quince días nos alternamos para recomendar una canción sobre la cual las demás non-girly blues soltamos la imaginación y nos inspiramos para escribir... escribir relatos, historias, cuentos, personajes y a veces hasta poemas. ¿Y por qué no pues?

[Publicaciones y canciones nuevas cada quince días]

20141223

Impresiones de Estela y el olor de la luz






















Relato inspirado en Shine On Your Crazy Diamond de Pink Floyd

I. Primera impresión de Estela.

Estela llegó esa noche como una de esas olas que te caen de golpe. Estela vino y se fue, vino y se fue, vino y se fue de mi vida como una marea para la que nunca estuve preparado. Me golpeó con toda la fuerza que era capaz desde el primer segundo que mis ojos se fijaron en ella, y quién sabe por qué nunca supe decírselo, nunca supe cómo, ni cuando tenía veinticinco años, ni cuando tenía treinta y cinco, ni cuando tenía más de cuarenta. Ni ahora.

Mi primera impresión de ella es verla allí, bailando como la ráfaga de viento que era, bailando sola en la pista sola de baile, brillando como un diamante, el pelo rojo enloquecido, los ojos cerrados, la camiseta morada, las manos abiertas, el jeans demasiado desteñido, los tenis blancos con cintas de colores. La veo allí, así, y ahora me doy cuenta de que era un presagio. Estaba entrando para siempre en la monotonía de nuestros días para darles vuelta de una manera que ninguno de los tres podía sospechar en ese momento. Sí, los mismos tres que habíamos sido desde los quince años, los que estábamos allí, enamorándonos de ella, supongo, enamorándonos con amores diferentes, pero amor, de ese que dura toda la vida, por el cual podés hacer cualquier cosa por alguien, de ese amor, porque era imposible no querer a Estela, no querer hacer todo por ella, no querer perseguirla a donde fuera. Estela era como un imán.

Cuando la canción terminó –no me pregunten cuál era- salió de su trance, así de fácil como había entrado, nos miró a los tres como se mira a una silla o un mueble o un objeto cualquiera y salió al patio por una cerveza. Era julio y llovía. Regresó medio mojada, riéndose por quién sabe que cosa que le contó en secreto a Alberto, que era quien la había traído a la fiesta. Carlos y yo no dejábamos de ver alelados el colochero rojo que le caía casi hasta la cintura, los ojos –de color extraño- que se convertían en una adorable línea cada vez que se reía. Creo que esa fue la noche en que los tres, sin decírnoslo, decidimos que de alguna manera se tenía que quedar en nuestras vidas.

De alguna manera.

Desde ese día dejamos de ser el trío para convertirnos en cuarteto. Estela se convirtió en la mascota del equipo, como ella misma decía, iba a todos lados con los tres, una noche pasaba yo por ella y la regresaba Alberto, a la siguiente Carlos la llevaba y la regresaba yo, y así las noches se iban en verla salir delgada y apurada con un vestido mínimo, algún jeans desgastado, alguna idea rondándole la mente y el típico comentario acerca de la vecina treintona y casada que siempre le vigilaba los pasos de salida y entrada para luego tener de qué hablar en el vecindario.

II. Estela en el pozo.

Siempre dijo que no le importaba lo que la gente dijera o pensara de ella, se reía tanto de eso, se burlaba de todas las señoras casadas de la colonia, sin vida propia, aburridas dentro de una rutina que no pasaba de cuidar niños y tener feliz al marido. “Mujeres que han tenido que casarse porque ese es el fin último de su existencia”, decía Estela, pegándole otro jalón al cigarro, haciendo coronitas con el humo. Pero siempre supe que sí le importaba, siempre vivió luchando con ella misma para complacer a la gente, para hacer lo que se esperaba de ella, luchando, porque tenía esa mala costumbre de la que siempre renegó de no pensar en las consecuencias de sus palabras y sus actos. Y entonces caía en esos pozos profundos, como ella misma solía llamarlos. No contestaba el teléfono por días, no quería salir ni saber nada de nosotros. “Estoy en el pozo”, decía, que no nos quería meter en él, que era bien feo, profundo y oscuro. A los días aparecía como si nada, radiante y fresca. Brillando como el sol.

No sé cuanto tiempo pasé tratando de analizar cómo la quería, de qué forma. Porque a veces no lo entendía, yo apenas tenía veintiseis años y a esa edad uno piensa que lo sabe todo, pero no sabe nada. Y yo no sabía, no entendía cómo la quería. Obvio que cada vez que decía una de sus frases retorcidas y sin sentido, riéndose con los ojos de color extraño, me entraban unas ganas locas de abrazarla y besarla y quitarle el vestido mínimo y bueno... Hacer lo que había que hacer. Pero también estaba ese asunto de que los tres la queríamos y ella nos quería, y a veces en las noches de cervezas y risas enloquecidas por la marihuana, era como un chero más con el que te podías quedar doblado de ya no poder más, o como un chero más con el que te podías quedar hablando mierdas hasta ver salir el sol. Y amanecíamos, enroscados los cuatro, como cuatro gatos de la calle.

III. Estela con un pájaro muerto en la cabeza. 

Nunca supe cómo Estela me quería, tampoco. Porque la primera vez no tuve tiempo de preguntárselo. Pasaron dos años, llegó mayo y llovía. Estela, como estatua, deteniendo un cigarro encendido en la mano derecha y una copa de champaña en la otra, mientras le hacían un moño descomunal que más bien parecía un pajaro muerto sobre su cabeza. Que eso no le iba arruinar el día, que ninguna lluvia iba a hacer que las cosas no fueran cómo se las había imaginado, nos decía a Carlos a mí, que éramos los encargados de aprobar que el maquillaje y el peinado le fueran bien con el vestido. Nunca tuvo amigas, por lo menos no por entonces. Odiaba a las mujeres, nos decía, que no hablaban más que de ropa, de hombres y de niños, pero que en un momento como ese, no le habría venido mal una. Que nosotros qué íbamos a saber de vestidos de novia y peinados y esas cosas. Pero nos dejó mirarla. Admirarla. Aprobar el resultado final. Estela, vestida de blanco y con un pájaro rojo anidando en su cabeza. Estela caminando hacia el altar como la única certeza del amor. Brillando, como siempre. Estela, sonriendo, con la copa de champán escondida entre las flores del ramo.

Alberto y Estela fueron una pareja feliz los primero años. O siempre se veían felices. O siempre parecían felices. Tenían una maña para que les pasaran cosas extraordinarias, como la madrugada que subían de una boda del Puerto y se les quedó el carro en plena soledad y tuvieron que esperar a que amaneciera y pasara el primer bus. Tenían una gracia para contar el momento en el que se subieron completamente vestidos de gala, se atropellaban las palabras mientras hacían grandes gestos imitando las caras de los pasajeros al verles la facha. Se reían. Y nos hacían reír. Nos hacían felices con su felicidad. Al menos a mí. Como dije, era la certeza más cercana que tenía del amor. De lo que podía ser o pudo haber sido. Hacían fiestas descomunales con cualquier cantidad de güaro y marihuana y comida e invitados. Conocíamos mucha gente allí. Gente rara de todas las especies: escritores, pintores, ilustradores, arquitectos, publicistas; siempre había gente diferente, siempre sus fiestas terminaban en una locura, en un amasijo de cuerpos bailando, brincando, gritando enardecidos. Y siempre Estela allí, pasando y paseándose como si nada pasara, como si nada pudiera tocarla o alcanzarla, destacando con ese brillo particular, con esa manera de sonreír sin mover si quiera los labios, con esa forma en la que se le iluminaba la mirada. Estela cantando come on you stranger, you legend, you martyr, and shine y acercándose tanto a mí que podía sentir su olor tan parecido a como podría oler la luz.

Pero sí, de vez en cuando volvía a caer en el pozo. Algunas veces por días. Algunas otras veces la perdíamos por meses. Se acababan las fiestas bulliciosas, deambulaba por la casa, las pocas veces que la veíamos, como una sombra, como algo fugaz. Alberto se cansaba de tratar de encenderla, de sacarla, de avivarla, como él mismo decía, y se perdía él también por días o semanas. Y siempre le quedaba yo. Porque esa era mi misión en la vida, decía Estela. Quedar. Estar. Soportarla. Acompañarla en el pozo, en el que entonces sí me dejaba entrar. Mirábamos películas. Nos emborrachábamos en silencio. Fumábamos sin perder la compostura. Yo la acompañaba y ella, la mayoría de veces, lloraba, y yo la dejaba, porque esa era mi misión en la vida, la única a la que le encontraba sentido, era un imán, ya lo dije, y yo quería estar pegado a ella, verla dormirse con los ojos hinchados, abrazando un cojín peludo de los sillones. Verla dormir con el colochero rojo enredándosele en los sueños. Hubiera querido que fuera feliz. Nada más. Pero en esos momentos me daba cuenta  que para ella no existía la felicidad. Ni siquiera la tranquilidad mediana que todos buscamos.

IV. Cargando a Estela.

Carlos y yo tuvimos que cargarla cuando ella y Alberto se separaron luego de seis años de un matrimonio que no daba para más. Volvimos a ser los tres y a ratos los cuatro, porque Carlos ya tenía casa con patio y mujer y un hijo por venir. Volvimos a ser los tres a veces y antes de que Estella le dijera adiós para siempre al colochero rojo y se dejara el pelo casi a la altura de las orejas y del color natural, que por entonces supimos que era castaño oscuro, con algunos reflejos más claros que brillaban con el sol. Con ese sol que se le metió entonces otra vez en la vida y abrió todas las ventanas de un apartamento pequeño con vista a un San Salvador rugiente y enfadado, como ella, que quería recuperar el tiempo, la carrera de artes a medias, que quería pintar, que quería escribir, ¿qué era lo que no quería? Bajábamos al mar y quería piedras, conchas, caracoles, quería pareos de todos los colores, quería tenderse al sol, olvidarse de sí misma por horas, olvidarse de mí, supongo, sentado junto a ella con un libro que nunca leía, con una cerveza que se calentaba de tanto olvido, solo quería vivir, decía, yo solo quería vivir junto a ella. Quedar. Estar. Soportarla. Cargarla todas las veces que fuera necesario. Y entonces, tampoco tuve tiempo de saber o entender o preguntarle cómo me quería, porque una mañana de octubre, unos días antes de su cumpleaños número treinta y cuatro, desapareció con toda su vida sin decir adiós. No la busqué. No estaba para eso. Además, como ya dije, ni yo estaba seguro de cómo me quería y hacer un drama de persecución por un aeropuerto o país o ciudad, tal vez hubiera sido demasiado. No iba conmigo. No quería caer en la escena que tal vez, como me lo confesó muchos años después, ella hubiera esperado. Me casé algunos años después. No es que lo hubiera buscado. Claro, haber vivido contemplando la vida de Estela por más de diez años no me había permitido la más mínima oportunidad de conocer otras mujeres y tener alguna relación normal. Supongo que a esas alturas de la vida ya no se tiene todas aquellas expectativas de un amor que te vuelva loco o enloquecer por alguien o querer hacer todo por alguien, o anularse por una persona que sabés que te quiere, pero no le de la forma en que vos quisieras que te quiera de regreso. Vayan a saber. La verdad es que me casé sin grandes alborotos y sin aquella infatuación necesaria para llevar a alguien a vivir con vos. La verdad que todo era tan tranquilo que a veces me despertaba a media madrugada esperando que Elsa estuviera convulsionando en histeria y llanto, esperando que no pudiera dormir, esperando al menos un asomo de insomnio en su cara, dormida. Pero no. Elsa no cuestionaba nada, no hacía aspavientos para hablar, y su locura o indecisiones más grandes eran seleccionar la película que quería ver. Y así fue. Una vida tranquila fue hecha para mí. Ella la construyó sin mucha dificultad, con una paz que era casi imposible que viniera de un humano. Pero venía de ella que siempre tenía todo bajo control. Un control que no molestaba, saben, un control que le salía tan natural y del alma que parecía que estaba hecha para eso. Y yo me acomodé, como solo un hombre que viene de tratar de encontrarle explicaciones a las cosas, podía hacerlo.

V. Estela en tres etapas. 

Nunca me gustó Nueva York y esa primavera hacía mucho frío. Demasiado como para caminar como otro transeúnte más que trata de confundirse entre la gente. Esas calles tan anchas y difusas, tan quién sabe para dónde van, siempre me dieron el pavor típico de un latino acostumbrado a las calles estrechas y desordenadas. Pero allí estaba, tratando de encontrar el número de línea adecuada del metro para estar a la hora indicada en la 42. “A unos pasos del MoMA”, me había dicho en perfecto español la recepcionista o lo que fuera de la nueva editorial con la que de alguna forma la franquicia que yo representaba quería hacer alianza o negocios. Sí, negocios, esa palabra tan intimidante para alguien que como yo solo sabía de libros y  literatura. Pero alguien tenía que hacerlo, me había dicho mi jefe, que solo sabía de números y estadísticas. Resulta que soy malo para las direcciones, para las ubicaciones, para eso siempre tuve a la controlada Elsa, mi capitán, oh, mi capitán, en todos esos asuntos de ubicarse. Y ese día. Ese día de esa primavera demasiado fría, lo único que podía encontrar era la famosísima fachada del MoMA con sus vidrieras y banners. Una vuelta a la calle, y el museo otra vez. Otra vuelta y las vidrieras con el anuncio de la nueva exhibición. Otra vuelta y la nueva exhibición otra vez. La hora convenida para la reunión eran las cuatro de la tarde, y faltaba más de treinta minutos, así que decidí entrar al museo para calmar mi ansiedad y el frío que a esas alturas se colaba por mis pulmones como un dolor demasiado anticipado para mi edad. Ya había estado allí una vez antes y lo que más me había gustado era todo el salón dedicado a Pollock así que allí me dirigí, necesitaba su descontrol para controlarme. Me fui directo a esa pintura, la 502 o algo así, esa manía del hombre de nombrar sus pinturas solo con números. Esa, la que esta llena de corcholatas, colillas de cigarros; esa, colgada como si nada de la pared con su brochazos sin límites y su desorden prominente. Siempre me gustó el desorden, pensaba, mientras pensaba si tocarla o no, si poner mis dedos sobre los chispazos que el hombre alguna vez lanzó y el vigilante apropiado y correcto me anunciaba “no se puede tocar”. Y fue entonces, en ese momento, mientras mi mirada y mis dedos avergonzados buscaban en dónde posarse, que mi mirada se posó en ella. Ella, con el pelo castaño más corto que el mío, con un cuello largo, con las manos cómodamente descansando sobre la banca de madera. Ella, Estela, no podía ser otra aunque estuviera de espaldas. Ella, Estela, aunque su abrigo, guantes, pantalón y botas, no dejaran ver nada más que su silencio frente al gran cuadro. Estela, dije, parado a tan pocos centímetros que podía sentir su olor, tan parecido a como podría oler la luz.

La mirada de Estela, reconociéndome en un museo. En tres etapas.

Etapa I: Escucha mi voz, su nombre, y vuelve a ver como quien mira un horizonte desértico que nunca termina. Duración: algunos segundos.

Etapa II: Sus ojos se detienen, suspendidos en algún recuerdo, en muchos recuerdos y palabras, sus ojos se clavan en los míos con una chispa que se va encendiendo en cámara lenta. Lentísima. Duración: treinta y nueve segundos.


Etapa III: La mirada le brilla, finalmente. Sonríe con los labios, los ojos y todo el cuerpo. Me abraza. Me duele el corazón. Duración: alrededor de cinco minutos)


VI. Veinte horas con Estela.


Estela en primavera, aunque hiciera frío, caminaba por las calles de Nueva York como si hubiera nacido allí. Que el destino era una cosa tan caprichosa, repetía sin sacar las manos de su abrigo, que siempre había odiado a Pollock, que no lo entendía, pero no sabía qué la había llevado a sentarse en esa banca, que tenía más de media hora de estar allí viendo los splashes de pintura, qué quién iba a saber qué hacía allí, pero seguramente esperándome. Esperándome, repetía.

Habíamos caminado no sé cuántos minutos, probablemente mucho más de una hora, luego de que, guiada por ella misma al lugar, hubiera salido de mi reunión con la editorial, que al final había resultado un éxito. Nos sentamos en una banca en Riverside, bastante cerca de la 104, que era donde estaba ubicado su apartamento, me dijo. El Hudson lucía bastante poético a esa hora en que el sol iba desapareciendo en el horizonte casi como un objeto que ya no quiere estorbar más. Las olas del agua brillaban con la última luz y Estela se empeñaba en seguir queriendo saber de mí, qué había hecho, qué hacía, si me había casado, si tenía hijos. Hablaba y reía como siempre, haciendo grandes gestos con las manos, avivando cada vez más su ojos de color extraño. Que sí, que me había casado, que no, no tenía hijos... Y me detenía un poco hablando de Elsa y nuestra vida sin sobresaltos.  “¿Pero sos feliz?”, preguntaba y sin dejarme responder seguía, “decime que sos feliz...” Y la palabra feliz se quedaba resonando en mi cabeza cada vez que la mencionaba, como un eco sordo y lejano.

No, no soy feliz.

La noche parecía eterna y al parecer Estela no quería hablar de sí misma. Le huía a mis palabras cada vez que quería escudriñar en su vida.  Nos conducíamos sin mucho preámbulo a su apartamento luego de varias horas de caminar, sentarnos en alguna banca, caminar, mirar alguna vitrina, caminar, volvernos a sentar, mirar el río apagarse entre las últimas luces del día. Su edificio era bastante antiguo, con corredores estrechos y oscuros. Su apartamento estaba en el piso siete, pero no había querido usar el ascensor. Que siempre le había dado miedo y desconfianza, me dijo, que el edificio siempre parecía estar abandonado y en ocasiones tenía la sensación de que algún alma en pena se le iba a aparecer por allí, dentro del ascensor, al salir de él. Prefería las escaleras. Además hacía el ejercicio que nunca llegaba a hacer.


Estela en su apartamento, que no era más grande que el dormitorio de mi casa, se desenvolvía como el ama de casa que nunca llegó a ser, recogiendo prendas tiradas y colgadas de cualquier parte, colocando diferentes lápices de grafito dentro del recipiente colgado a un lado de la mesa de dibujo, cerrando libretas con bocetos y páginas en blanco y colocándolas una encima de la otra, buscando vasos pequeños para servir el sake que había comprado en la licorería de la esquina, invitándome a sentarme dónde fuera posible... La silla de la mesa de dibujo, los cojines enormes de colores, tirados sobre la alfombra negra del espacio que parecía ser la sala, el único sillón que daba a una ventana escasa y en donde probablemente se sentaba a leer, porque a un lado, en el piso, se encontraban apilados varios libros; la cama blanca, completamente blanca, separada del resto del espacio por un biombo de madera. Me senté en el suelo, en uno de los cojines, revisando la pila de libros, algunos en español, otros en inglés: Bradbury, Gioconda Belli, Auster, Marcal Aquino, Woolf, Plath, Huezo Mixco (bien por El Salvador, bien por El Salvador). Me los había leído todos, pensé, en eso trabajo, pensé, leyendo, interesándome por esas historias de los otros, y podría ser un buen tema de conversación para romper ese silencio que ya era demasiado largo. Ella estaba de espaldas a mí, en el reducido espacio que servía de cocina, abriendo la botella de un turquesa nevado que me había sorprendido desde el principio, una botella diseñada no solo para contener su líquido, sino para ser hermosa, para admirarla, para querer guardarla en una esquina de alguna parte de la casa. Que era una egoísta, me dijo al voltear con los dos vasos servidos, que ni siquiera me había preguntado si me gustaba el sake, que había decidido ella sola, que a ella le gustaba desde hace años... Desde que llegó allí. Yo solo sonreía y alargaba mi brazo para recibir el vaso. Ella se sentó cerca, en alguno de los otros cojines. Tan cerca que podía presentir su aroma desmedido a luz y estrellas.


Remember when you were young, you shone like the sun. Habíamos oído tantas veces esa canción... Cientos, miles de veces, que oirla una vez más ya no era nada del otro mundo. Shine on your crazy diamond. Nada del otro mundo menos en ese momento en que el mundo era otro y Estela otra, convertida en todo lo que algún día tuvo que haber sido, con la piel tan transparente y la sonrisa tan suave que daba miedo incluso acercársele. Now there’s a look in your eyes, like black holes in the sky. Shine on your crazy diamond. Quién iba a decir que esa piel de tantas veces, tantas veces vista iba a ser tan suave y que esos labios que tantas veces me habían sonreído, que tantas veces habían pronunciado las palabras más duras y terribles y despiadadas e infames; iban a ser tan suaves, tan blandos, tan líquidos. Estela era suave y eso nunca lo hubiera imaginado. You were caught in the cross fire of childhood and stardom blow on the steel breeze. Estela era un cuerpo que había sido hecho para estar entre mis manos. Eso pensaba y no sé qué pensaba ella. No me importaba. Porque estaba amaneciendo y de alguna manera yo volvía a tener 26 años y ella volvía atrás borrando toda la historia que ne ese momento ninguno de los dos quería recordar. Come on you target for faraway laughter, come on your stranger, you legend, you martyr, and shine!!


Estela era todo lo que hubieras esperado de una mujer a tus veintitantos años. Estela era esa sorpresa brillando a las ocho de la mañana, haciendo café en algún lado de su diminuto apartamento, envuelta en una camiseta blanca demasiado transparente y una luz desmedida.


VII. Estela, la luz y los finales.



Claro, me separé de Elsa esa Semana Santa. Ella se quedó con el carro, la casa y la promesa de los hijos que nunca tuvimos. En su mente organizada, nunca supo entender las razones, que ella era todo para mí, me dijo, que me había ordenado la vida, seguía, sin perder la compostura y el buen porte, hasta que, luego de cinco horas de quererme hacer entrar en razón, se le desató el animal emocional que llevaba dentro y comenzó a lanzarme las copas y lo vasos de los juegos que nos habían regalado algunos años atrás para nuestra boda. Tuve que esquivar algunos, la mayoría terminaron hecho pedazos contra la pared de la sala mientras yo huía. Solo la volví a ver el día en que firmamos los papeles. Ecuánime y medida como siempre, sonrió algunas cuantas veces, con pausa y parsimonia, como ella. Me deseó Buena suerte en mi vida, me estrechó la mano al saber que me dejaba casi en la calle. La abracé de regreso sin saber qué iba a hacer con lo que me quedaba en la vida.


Me quedaba Estela. O al menos eso era lo que yo imaginaba.

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