No
recuerdo cuándo ni cómo fue que comenzó la idea de los retratos de gente que pasa. Solo sé que fue de esas ideas
que nacen un día cualquiera mientras estás sentado saboreando tu café favorito
en tu esquina preferida de la ciudad. Tenía más de seis meses de estar
frecuentando La Taza sin Oreja. Seis meses sin faltar ni una tarde, el lugar me
había hecho prisionero. Desde el principio me gustó porque era un lugar sin
muchas pretenciones: ocho mesas de madera rústica, de dos y cuatro sillas,
distribuidas sin orden en el único ambiente del lugar, lámparas de papel de
diferentes colores sobre las mesas, manteles de manta en contraste con la
lámparas y un gran ventanal de vidrio con vista a la calle, no más adornos ni
afeites; las paredes blancas, lisas, sin un cuadro, sin ningún adorno que
pudiera llamar la atención. Era el lugar perfecto para sentarse sin que nadie
te moleste a leer un buen libro. O simplemente a ver pasar a la gente.
Así fue
como todo dio inicio. Viendo pasar a la gente. Nunca he sido una persona muy
sociable, la ceremonia del café para mí siempre ha sido un acto silencioso y
solitario; una conversación mal puesta, una palabra de más, lo pueden arruinar.
Tomar café, olerlo, mirar el humo delgado subir por el aire haciendo piruetas,
saborearlo; es un acto de fe y extrema concentración, es un acto casi de
meditación. Fue entonces, en una de esas tardes en las que analizaba más de la
cuenta la bisexualidad de Lou Reed y miraba a la gente moverse afuera –como en
slow motion- al ritmo de Perfect Day, cuando se me ocurrió lo de los retratos y
con mi teléfono comencé a tomar fotos de la gente pasando, gente sin historias,
gente desconocida, gente pasando como en una película muda solo para mí; para
que yo pudiera escribir sus vidas a mi antojo.
Lo más
interesante del proceso era ponerles nombres: mujer de unos treinta años, falda
azul probablemente de algodón, blusa blanca dejando entrever un poco los
hombros, pelo tal vez liso recogido en un moño, caminando con prisa hacia el
sur y revisando –quizás- sus mensajes de texto, decidí llamarla Elena. Joven de
unos diez y nueve años, caminando desgarbado, sin ganas, mirando hacia el
suelo, pantalones de lona que alguna vez fueron negros; Amilcar. Viejo
demasiado viejo detenido en la esquina demasiado tiempo, se saltó dos señales
de pasar, pantalón café de poliester, tenis blancos, el diario doblado debajo
del brazo; Eugenio… Y luego venía la mejor parte, las historias.
“Elena. Treinta y dos años,
finalmente encontró el amor de su vida. Pero el amor de su vida no la encontró
a ella. Lo esperó por más de una hora en una cita que nunca se dio. Revisa sus
mensajes para encontrar alguna excusa. Ninguna.”
Hubo
muchos Carlos que pasaron. Hubo varias Lauras, alguna Patricia, ninguna
Sabrina. Hubo una Isaura. Isaura, pelo largo, colocho hasta la cintura. Isaura
leía la mano, soñaba con cielos nacarados, anunciaba unicornios a la vuelta de
la esquina. Pasó un Héctor una vez. Un Héctor de pasos fuertes y marcados, de
–quizás- cuarenta años, de frente ancha y mirada segura. Un Héctor que no supe
entender lo que pensaba.
Pasó
tanta gente durante tantos días: niños, ancianos, grupos de adolescentes,
mujeres que iban al trabajo, hombres que venían del trabajo, mujeres tristes,
hombres con medias sonrisas, jovencitas con la sonrisa completa, grupos de
amigas, parejas de enamorados.
Pasó
tanta gente durante tantos días, pero todos los días pasó una Elena. La misma Elena de pelo liso y ojos
inquisitivos. La misma Elena de pasos largos y pies pequeños. Elena todos los
días a la misma hora con el mismo cuerpo pero distintos pensamientos, con la
mirada a veces buscando algo perdido en el cemento, a veces mirando las nubes
como si nada más existiera, a veces viendo hacia el frente como si algo
adelante la moviera. Se me volvió una adicción esperarla. Esperar con ansia que
el reloj marcara las cinco con quince minutos para verla cruzar la esquina,
perteneciendo a la danza de cientos de gentes pasando por allí, pero con su
música propia, con su forma única de moverse ligera, como si sus pies apenas
tocaran el piso, como si de alguna manera tuvieran alas o plumas o estuvieran
hechas de cielo. Esos dos minutos que
duraba el momento en el que aparecía en la esquina, miraba a un lado y al otro,
cruzaba la calle, se apostaba en mi acera, en la acera afuera de mi vidrio y mi
ventana y mi cámara y pasaba frente a mí y seguía como si nada, como si yo no
estuviera midiendo cada uno de sus movimientos; esos dos minutos eran la vida,
el momento perfecto del día. Llegué a acumular más de setenta poses de Elena.
Acumular no es la palabra correcta. Llegué a coleccionar más de setenta poses
de Elena. Elena apurada y vestida de verde. Elena en una mueca de desconcierto
y blusa blanca. Elena revisando sus mensajes en el teléfono y pantalón negro.
Elena con el pelo suelto y buscando algo en su cartera. Elena comiéndose un
sorbete, de coco, supuse. Elena a veces triste, a veces solo revolviéndose con
la gente de la calle como una más, a veces con una pequeña sonrisa que no iba
dirigida a nadie, tal vez a ella misma por un recuerdo del trabajo o del día
anterior o de la noche anterior o de la madrugada anterior. Elena con ojeras y
sin maquillaje, porque sí, porque a veces se daba esa libertad, y la libertad
de ir en sandalias y vestido de verano, vestido de algodón cuando no llovía.
Elena y el vidrio y mi cámara.
Un día.
Ese día. Cualquier día de noviembre cuando no llovía y Elena cruzó la esquina
con vestido naranja que se movía con el viento y pasó frente a la ventana y no
se fue de largo. No, esa tarde no. Esos dos minutos que le pertenecían a mi
cámara y a mi imaginación se transformaron en más cuando la vi pararse frente a
la puerta, casi frente a mí y al escaso vidrio que nos separaba. Y en ese
momento hizo lo que nunca pensé que podría hacer: abrió la puerta y con una
sonrisa, casi un presagio, comenzó a caminar entre las ocho mesas rústicas de
madera. No a caminar como si fuera a la caja a pedir algo, que sé yo, un café
para llevar o una ensalada; tampoco a caminar como si fuera a sentarse en una
de las mesas de dos sillas a esperar a alguien, a encontrar al amor de su vida.
No, caminó como si viniera hacia mí, hacia la mesa del fondo, hacia mí con la
cámara todavía en las manos y la mirada perpleja...
Como pude
recogí mis cosas y le dejé algo al mesero, en el trance me crucé con ella en el
pasillo con Elena de mirada fija, ni siquiera le respondí la mirada, ni
siquiera volteé para ver si se sentaba, si pedía algo y si simplemente iba al
baño. Salí a la calle. El cielo estaba azul y lleno de nubes.
Que hermoso, me encanto.
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