Soñé con una playa y un amanecer. Había
arena, como es de suponer; miradas y palabras y cuerpos húmedos. Esas cosas
pasan cuando soñás con playas. Digo. No sé. Había música de fondo, como es
debido en cualquier sueño que se la lleve de sueño verdadero, y el mar sonaba
poético al reventar sobre la arena, casi como un llamado, y si uno prestara más
atención a los mensajes oníricos, podría darse cuenta que ese llamado era casi
una advertencia. Pero en el sueño uno no se da cuenta de esas cosas, oye el
eco del mar y el otro te mira como si te viera por primera vez, como si se
fuera a derretir, como si estando así de cerca te pudiera respirar y aspirar y
volver una vez más a respirar y aspirar y así sucesivamente, sin fin. Porque,
es raro, mientras se está en ese estado inconsciente tan famoso, el tiempo
parece no existir y el otro te mira así, mientras amanece y vos estás acostada
en la arena muriéndote de frío y de canciones que suenan a otros sonidos que no
deberían, como a milagros desatándose, como a rumores lejanos, como eso y mucho
más.
Soñé con esa playa en un día que pudo haber sido noviembre. No un día, una noche con su madrugada y amanecer específicos y lo raro es que en el trance el amanecer no era de colores, no habían nubes rosa, ni color naranja, ni siquiera medias tintas; eran nubes blancas y aunque tenía la cámara a mano no se dejaron retratar, saltaban de un lado a otro como pensamientos sin sentido. Mejor dicho: como sentimientos surreales. De esos, ya saben, de esos que suceden solo en los sueños. El mar no era turquesa como en los poemas, ni azul marino, ni siquiera verde; el mar era transparente y yo jugaba a no verlo, a ver sus ojos, en cambio, que en este caso si eran azul y verde. Sí, uno azul y otro verde, mientras se sueña pasan esas cosas arbitrarias, no tiene que ver con lo que uno quiere, espera o piensa, tiene que ver con el subconsciente jugando esas pasadas extrañas, como cuando entra sin querer alguien que no te imaginabas o un personaje secundario de la vida real, o alguien quien ni siquiera conocés. En este caso no era alguien quien no conocía, ni mucho menos un personaje secundario, y yo miraba sus ojos que miraban con sorpresa, de esas sorpresas ricas, supongo, en los sueños uno puede presentir los sentimientos y él me miraba con sorpresa, con el ojo azul y el verde y las pestañas medio cerradas. Con sorpresa tierna, podría decirse. Y mientras lo hacía nuestros cuerpos se convertían en arena, en arena blanca en este caso, cual playa caribeña, y las olas llegaban a nuestros pies rozando con espuma y caracolitos de todos colores los dos cuerpos, que de tanto ir y venir –las olas, entiéndase- terminaron por fundirnos en la playa, como una escultura, los dos cuerpos casi abrazados, casi queriéndose amarrar en un beso, rodeados de moluscos, estrellas, lunas y soles, nubes blancas y espuma salada, pescaditos y niños con madres apartándolos de esa suerte de sueño del que no se puede escapar.
Soñé con esa playa en un día que pudo haber sido noviembre. No un día, una noche con su madrugada y amanecer específicos y lo raro es que en el trance el amanecer no era de colores, no habían nubes rosa, ni color naranja, ni siquiera medias tintas; eran nubes blancas y aunque tenía la cámara a mano no se dejaron retratar, saltaban de un lado a otro como pensamientos sin sentido. Mejor dicho: como sentimientos surreales. De esos, ya saben, de esos que suceden solo en los sueños. El mar no era turquesa como en los poemas, ni azul marino, ni siquiera verde; el mar era transparente y yo jugaba a no verlo, a ver sus ojos, en cambio, que en este caso si eran azul y verde. Sí, uno azul y otro verde, mientras se sueña pasan esas cosas arbitrarias, no tiene que ver con lo que uno quiere, espera o piensa, tiene que ver con el subconsciente jugando esas pasadas extrañas, como cuando entra sin querer alguien que no te imaginabas o un personaje secundario de la vida real, o alguien quien ni siquiera conocés. En este caso no era alguien quien no conocía, ni mucho menos un personaje secundario, y yo miraba sus ojos que miraban con sorpresa, de esas sorpresas ricas, supongo, en los sueños uno puede presentir los sentimientos y él me miraba con sorpresa, con el ojo azul y el verde y las pestañas medio cerradas. Con sorpresa tierna, podría decirse. Y mientras lo hacía nuestros cuerpos se convertían en arena, en arena blanca en este caso, cual playa caribeña, y las olas llegaban a nuestros pies rozando con espuma y caracolitos de todos colores los dos cuerpos, que de tanto ir y venir –las olas, entiéndase- terminaron por fundirnos en la playa, como una escultura, los dos cuerpos casi abrazados, casi queriéndose amarrar en un beso, rodeados de moluscos, estrellas, lunas y soles, nubes blancas y espuma salada, pescaditos y niños con madres apartándolos de esa suerte de sueño del que no se puede escapar.
Del que huyo cada noche y siempre me alcanza.
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