Aquel había sido
un día particularmente extenuante. Tomó sus pastillas y luego de algún tiempo se
durmió. Pronto comenzó a soñar. Soñaba con una casita de madera y un portón,
con una mecedora y una hamaca. Con un vestido de algodón, aquel vestido blanco
de florecitas amarillas y con su olor a limpio, a jabón de pacunes y a Heno de Pravia.
Lloró y las lágrimas rodaron desde sus ojos cerrados hasta sus orejas, pero no
pudo despertar.
En el sueño
buscaba su mano, después de cuatro o cinco intentos logró tomarla, y la llevó
hasta la hamaca. Se sentaron a la par. Le apretó la cintura y hundió la nariz
en su pelo, en aquella maraña de colochos descuidados, negros, brillantes, y
sintió el olor del amor joven. La apretó más y más, hasta que ella, agobiada,
lo apartó muerta de risa.
—¿Qué te pasa,
loquito?
—No, no, dejame
agarrarte, por favor, no te vayás.
Aquella criatura
aún con alma infantil tomó el ruego más como un reto o una invitación a jugar,
que como una petición seria, y riendo aún más se levantó y comenzó a huir de
él.
—¡No! Por favor, por favor, vení, dejame besarte, por
favor.
Las lágrimas le
rodaban por las mejillas, en el sueño y en la realidad. La criatura que corría
paró de pronto, asustada por aquel a arranque sentimental.
—¿Qué te pasa, mi
vida? ¿Qué te pasa? ¿Quién te hizo algo?
—No entendés,
amor, no entendés, vení, he querido abrazarte desde hace tanto, dejame besarte,
por favor, dejame besarte.
Ella seguía
extrañada pero se dejó besar, abrazar, acariciar... lo tomó de la mano de nuevo
y lo llevó adentro. Lo acostó en la cama de pita, siguió besándolo,
acariciándole el pelo, rascándole la cabeza suavecito, diciéndole en el oído ya
calmate loquito, a saber qué te pasó pero ya, ya estoy aquí con vos, dejá de
llorar que me partís el alma, dame esa boquita, tranquilo, no tengás miedo de
nada, y él, él se asía a aquel cuerpo juvenil como si no hubiera nada más allá,
como si el vacío lo jalara, y la besaba y quería explicarle, lloraba y le pedía
perdón, la penetraba y lloraba más, sentía en sus entrañas el calor que había
conocido hace décadas, y le parecía irreal, imposible, efímero...
Quedaron
acostados apenas uno junto al otro, en la estrecha cama de pita. Ella le pasaba
los dedos por el pecho, jugando con su piel, con sus vellos, en la ingenua
felicidad de quien se sabe con la vida por delante.
—No entendés, no
entendés, perdoname, te juro que no quise que nada fuera así de mal, te lo
juro. Te prometo que voy a aprovechar el tiempo, que voy a estar aquí, vos vas
a ser lo más importante, no, vos sos ya lo más importante. Bien sabés que te
amo, te he amado desde que te reíste conmigo la primera vez, y te voy a amar
para siempre, creéme, te voy a amar para siempre, no logro olvidarte, no
quiero, no quiero, vení.
Ella lo veía
extrañada, sin entender nada, y redobló entonces los mimos en un intento por
consolarlo, como cuando se calma a un niño asustado. Él luchaba por explicarle,
porque tratar de expiar en esos segundos una vida de arrepentimientos, por
querer rescatar en ese instante todos los años desperdiciados, pero no pudo.
Finalmente sucumbió al deleite de los sentidos y se durmió junto a ella, aún
llorando.
Las lágrimas
caían desde sus ojos cerrados hasta sus orejas, y el agua en los oídos terminó
por incomodarlo. Despertó de súbito y se secó con la manga. Buscó en vano a la
novia veinteañera, a la casa de pueblo, a la cama de pita. No estaban más. Solo
quedaba el doloroso vacío, el recuerdo, y el amargo espacio libre que no
alcanzaba nunca a ocupar en su solitaria cama de viudo.
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