Le
juro que la miel de su pelo cayendo desparramada sobre mi pupitre estaba a
punto de volverme loco. Cada mañana de mis recién estrenados doce años tenía
que tenerlo allí, volcado caprichosamente sobre las hojas de mi cuaderno,
moviéndose con cada movimiento suyo, acercándose cada vez que ella inclinaba
hacia atrás su cabeza, alejándose cada vez que ella se levantaba, dejando el
dulce olor de su champú regado cerca de mí. También le juro que fue sin querer. Ella, que bien hicieron
en llamarla Larissa, había sido mi compañera desde el Kinder. Habíamos crecido
juntos entre los típicos juegos y peleas de niños, había estado allí con su
brillante presencia y su cabello largo de color de miel durante ocho largos
años sin que yo me diera cuenta, hasta que este año me tocó a mi tenerla
adelante, justo a mí, a este débil y apasionado preadolescente. ¿Qué donde
aprendí a hablar así? En esas largas horas de insomnio pensando en Larissa.
Nadie se dio cuenta, pero cuando ya pasaba de las diez o diez y media y no me
podía dormir, me iba a la librera a leer alguno de esos grandes y gruesos
libros que hay allí, poemas y cosas así. Cada vez que no entendía una palabra
me iba al diccionario, como me enseñó mi mamá. Y como ve, así se fue ampliando
mi vocabulario. Por Larissa y su largo pelo color de miel ocultando cada
lección que yo tenía que leer en mis libros. También empecé a
escribir. No sé de dónde, las palabras comenzaron a salir atropelladas sobre
las páginas en blanco de mi cuaderno de Ciencias. Una tras otra. Palabras
bonitas, como esas de los poemas de Bécqer, de Shakespeare, de Byron. A veces
llenaba hasta tres páginas. Lo hacía de noche, cuando todos creían que estaba
estudiando o haciendo alguna tarea, cuando no podía dormir pensando en el
cabello dorado de Larissa cayendo en cascada sobre mi pupitre. Incluso podía
sentir su olor en la noche, en la mañana durante el desayuno, los domingos en
la iglesia. Nunca le di los poemas. Es que ella nunca cruzó ni una palabra
conmigo. A pesar de que tocaba delante de mí. Ni siquiera para pedirme prestado
el sacapuntas o el borrador. Ni siquiera para pedirme copia en los exámenes. A
veces sentía como que yo no existía para ella. Es que nunca me miraba tampoco.
Por eso fue que le puse zancadilla ese día. Por suerte no se cayó, pero me dijo
un montón de cosas bien feas. Yo estaba bien feliz, porque me las dijo a mí,
porque se fijó en mí. Tan linda que estaba, con la cara enrojecida por la
cólera, recogiendo todas las cosas que se le habían caído en el tropiezo. Como le dije, yo ya no
podía dormir ni estudiar ni pensar en nada más que en su suave y brillante pelo sobre mi cuaderno. Al principio lo apartaba con cuidado cuando no me dejaba espacio para
escribir. Después allí lo dejaba. Lo tocaba despacito con la punta de mis
dedos. Era como acariciar el delicado murmullo de una nube. Nunca he tocado una
nube ni creo que las nubes murmuren, es una metáfora sabe. Yo imaginaba que así
debía sentirse una nube. Y con ese recuerdo y el olor a miel en mis manos podía
dormir ya bien entrada la noche. Claro, llegó un momento en que eso ya no
bastaba. Y fue entonces cuando me nació la idea. La noche que ya no pude dormir
esperando que amaneciera para levantarme e ir al colegio a sentarme en mi
pupitre a oler y a acariciar el pelo como miel de Larissa.
Todo
resultó como si hubiera estado predestinado. Teníamos clase de arte, ya sabe,
con toda clase de papeles de colores, telas, pegamento, brillantinas, reglas,
témperas, moldes y tijeras. Y su pelo. El único consuelo en mis largas horas de
insomnio. Lo miré por largo rato: brillante, sedoso y perfumado. De pronto se
me antojó como un tesoro preciado, como un premio a mi largo padecer, como algo
que debía tener junto a mí para siempre. Y entonces, movido por una fuerza más
allá de mí mismo, agarré las tijeras con la mano derecha, su pelo con la
izquierda y de un solo tajo toda aquella dulzura de su cabello quedó,
literalmente, desparramado en mi mano frente a la mirada atónita de mis
compañeros. Lo demás de la historia ya se lo puede. Mi mamá se la debe haber
contado antes de que yo entrara aquí. Yo sé que ella está preocupada por mí y
por eso me ha traído.
Solo quiero que conste, para su expediente, que no lo
hice por maldad, o por algún desvarío como todos creen. Lo hice precisamente
por mi salud mental. Es que tener la miel de su cabello cayendo desparramada
sobre mi pupitre estaba a punto de volverme loco.
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