Ilustración: Otto Meza |
El carrusel
avanzaba lentamente y hacía un extraño rompimiento con la música acelerada que
inundaba la noche. El volumen era exagerado, pero ¿qué de esa noche no lo era?
Las luces en el
cielo se confundían con las estrellas, no se sabía qué era natural, qué era
artificial, un caleidoscopio de pequeños focos, bengalas, fuegos artificiales y
las pocas estrellas de aquel cielo veraniego que se negaban a ser opacadas por
el exceso de iluminación formaban un velo iridiscente bajo el que la fiesta adquiría
un tono de surrealismo al que nadie escapaba.
Lo más real del
momento era el galope de su corazón, sus manos frías y esa embriaguez que definitivamente
no se debía a las dos cervezas que había tomado. Sarah sospechaba que era la
música, la hora, las risas, ese hoy-se-vale-todo tan extraño para ella. Pero
sobre todo, la compañía de Andrew.
Sus días llenos
de rigidez y tareas, de horarios y compromisos, de control, control y más
control, habían preparado el terreno para que esta noche, justo esta noche,
fuera tan espectacularmente especial. Se le cruzó precisamente ese pensamiento:
de no ser por la vida gris que había llevado hasta hoy, no se sentiría
extasiada y embriagada por lo que en ese instante ocurría. De pronto se
encontró dando gracias por tanta disciplina y rutina, pero al mismo tiempo la
horrorizó la certeza de que mañana volvería a esa normalidad... Sacudió la
cabeza y paró allí su hilo de ideas. No quería arruinar su momento.
—¿Bailamos?
Andrew le extendió
el brazo y tomó su mano, que seguía fría, a pesar del calor sofocante que se
mantenía aún a esa hora. Sarah se incorporó suavemente, sin prisa, fiel a su
objetivo de prolongar aquella vivencia tanto como pudiera, de expandir los
segundos hasta donde dieran sus fuerzas. Imaginó un reloj elástico, y rió con
la idea de poderlo estirar a su antojo.
En la pista
apenas había espacio. Las parejas rebotaban entre sí en una danza desordenada y
alegre. Algunos hablaban a los gritos, otros reían y comenzaban a
abundar los besos. Pero para Sarah todo lo demás sobraba. Existían sólo ella y
Andrew. El roce de su cuerpo tibio, el olor de su colonia impregnado en la
camisa de algodón, la sensación de su barbilla mal rasurada sobre el hombro de
ella, su cercanía, esa deliciosa cercanía, interrumpida cada tanto por las
exigencias de los pasos de baile entre melodías cada vez más aceleradas... todo era perfecto, no podía pedir más.
Al lado de la
pista de baile, decenas de jovencitos se malacomodaban en las bancas de la
improvisada cafetería. La carpa apenas lograba cubrir el tumulto de gente que
comía y bebía entre aquel jolgorio. Allí, entre los comensales, Alicia había
logrado sentarse y seguía a los danzantes con la vista.
Una amargura que
la hacía desconocerse a sí misma le impedía tragar la limonada que ya se había
calentado en el vaso de cartón. Veía a Andrew, a su Andrew, bailando con
una chica de nada, feliz y entusiasmado, apretándola contra su cuerpo y diciéndole
quién sabe qué cosas al oído.
La amargura le
sube a la cabeza, de la misma forma que lo hizo el rubor, aquella vez que había
sido a ella a la que le había susurrado algunas palabras al oído:
—Hasta la
próxima, muñeca.
Sólo que "la
próxima" nunca llegó. Esa primera y única cita con él la había dejado
en pausa. Ella se consideraba una muchacha libre, experimentada, sabedora de
los rituales del cortejo adolescente e incluso de las técnicas utilizadas por
los hombres mayores, al menos por los tres con los que había estado. Pero
Andrew tenía algo especial, algo que la cautivaba y que la había dejado
prendada. Jovial, despreocupado, demasiado coqueto, le
parecía un punto de equilibrio ideal que se alejaba de la inocencia y falta de
decisión que le irritaba tanto entre los jóvenes de su edad, pero tampoco
llegaba a la altanería y cinismo que había encontrado en los hombres mayores.
Durante días y semanas esperó que la llamara.
Su ansiedad crecía y finalmente se decidió a buscarlo ella misma, para
encontrar únicamente respuestas evasivas. Inventaba pretextos para encontrárselo,
incluso se ofreció a ayudar a su padre con las compras de los insumos para la
granja en la tienda de la familia de Andrew. Al padre le extrañó el repentino interés en los asuntos del hogar. Él y su hija no se llevaban bien y apenas intercambiaban un par de
palabras por las noches.
Alicia persistía, ilusionada, pero el joven comenzó a evitarla. Ella no se rendía fácilmente. El
efecto no fue el esperado. En lugar de tomar a bien el interés de la chica, Andrew decidió cortar todo contacto con ella, lo que la dejó confundida y resentida.
Los recuerdos se
mezclaban en su cabeza, sublimaba la intensidad y la importancia de los pocos
momentos que habían compartido, y minimizaba los rechazos que había recibido.
Quizá él sería muy tímido, o estaría confundido. Había terminado por
causarle cierta ternura que él no fuera capaz de encarar su amor. Pero esa
noche, esa calurosa noche llena de luces en medio de la multitud embriagada por
la fiesta, la ternura había dado paso a un odio y a un resentimiento que la
mantenían paralizada en una banca de madera mientras veía a Andrew y a Sarah prestos
a darse el primer beso.
—¿Ganador o
perdedor? ¡Usted decide su suerte, venga y atrévase!
El grito del
encargado de la carpa de apuestas la hizo dar un salto en el asiento. Vio a su
alrededor y se sintió extraña, foránea, totalmente fuera de lugar. Le irritaban
las risas, el alegre ambiente, la música, las luces. La amargura había vuelto a
bajar a su pecho y la asfixiaba.
—Pues sí— se dijo
— quizá deba ser así. Quizá esta vez decida no ser la única que pierda.
Metió la mano al pequeño
bolso de tela y acarició con feliz anticipación el frío metal del revólver que
algunas horas antes había sacado del cajón de su padre.
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