Relato inspirado en Still de Alanis Morisette.
Durante
tres mil seiscientos noventa y dos días se miraron a los ojos y sus corazones
sonrieron sin parar. Era una extraña condición, por cierto, ya que por alguna
razón poderosa aquellos dos corazones intercambiaban emociones
incapaces de salir al exterior, de convertirse en sonrisas verdaderas en los
labios verdaderos de sus rostros.
Él, podría llamarse Narciso. De hecho, ese era su nombre; pero antes de que esta
historia continuase, algún lector docto y conocedor de la mínima parte de la mitología
griega y su posterior relación con algunas condiciones de la sicología moderna,
estaría haciendo análisis muy adelantados de nuestro personaje, encasillándolo
en ciertos rasgos de personalidad ya conocidos por media humanidad. Así que nos
limitaremos a llamarlo Él. Ella podría llamarse de cualquier manera, Carmen,
Eugenia, Concepción, Olga, Esperanza, y daría la mismo; ya que aquella mujer
andaba suelta por el mundo sin un nombre que pudiera definir su presencia. Así
que nos limitaremos a llamarla Ella.
El
primer día de los tres mil seiscientos noventa y dos días llovía suave, con
gotas casi dibujadas, tan leves que parecía que se las llevaba el viento. Ella
caminaba por una esquina cualquiera mirando para abajo como siempre, como si
buscara algo que se le había caído al suelo, como si nunca lo encontrara. El
frío le hizo cruzar los brazos y el suéter sobre el pecho y buscar en el café
más cercano un chocolate con leche y malvaviscos flotantes y esponjosos. Atrás del
chocolate se lo encontró a Él, que la miró por primera vez con sus profundos
ojos de playa caribeña.
–
Tenés un bigote de chocolate– dijo Él, sonriendo cada vez más para adentro.
–
¿De qué más podría ser?– contestó Ella, lamiendo cualquier rastro de sonrisa en
sus labios.
– Parecés
del tipo que sabe cómo y cuando disfrutar un buen chocolate caliente y
distinguir el olor del café recién hecho– dijo Él, sin saber que estaba
pactando un contrato de trabajo que duraría tantas miradas, cafés recién
hechos, pasteles de queso con jalea de fresa, pastelitos de guayaba, matrimonios
hasta que la muerte los separe, abrazos sinceros, hijos queriendo y sin querer,
lágrimas de mentira y de verdad, escaramuzas de separación y de odio; y en
medio de todo, tanta sonrisa del corazón.
Los
primeros trescientos sesenta y cinco días se fueron entre miradas y el nuevo
nombre del café que ahora se llamaba Arkadia. “El lugar donde se reúnen los
poetas”, dijo Ella sin tanta ceremonia, colocando el rótulo en un lugar más
visible que el anterior y dejándose envolver por el abrazo reconfortante del
primer café de la mañana.
–
No entiendo eso del lugar en donde se reunen los poetas–, dijo Él a la mañana
siguiente, porque de verdad era muy lento para procesar y pensar en las cosas
que consideraba irrelevantes. – ¿Nuestro café es solo para poetas o qué? ¿Vamos
a hacer recitales los viernes y sábados por la noche o qué? ¿Vamos a competir
con Los Tacos de Paco o qué? No conozco muchos poetas, sabes...
Ella
lo miró despacio y sin prejuicios, como solía verlo cada vez que Él no la
seguía en alguna de sus ideas, que era casi siempre. Como cuando le dijo que el
cielo estaba morado y Él lo seguía viendo azul-celeste, como cuando lo besó esa
noche porque le dio la gana y Él se arrepintió -al contar hasta diez- de
corresponderle y bajar la mano por la espalda descubierta, como cuando Ella le
dijo que estaba llegando demasiada gente y que tenían que ampliar el local o
irse a otro lugar y Él le contestó que no era necesario que la gente se iba a
acomodar a donde fuera.
–
La poesía puede estar en cualquier parte,– le dijo, haciendo de lado la
boca y apretando los ojos como cuando pensaba mucho, – incluso en la forma en
la que cerrás los ojos cuando querés olvidar, o en la forma en que la luz cae
sobre ese afiche tonto del Louvre que has puesto en esa esquina–.
Él
sonrío por dentro, porque la misma luz que Ella mencionaba caía sobre su pelo y
destacaba-subrayaba un par de canas salvajes y sin remedio entre su pelo. Y
pensó que eso también era poesía.
–
Quiero informarte que creo que me voy a casar–, anunció Él, el día ochocientos
veinticuatro.
–
¿Con la pobre boba niña nice de colores pastel o con aquella vieja cargada de
imitaciones de pieles de gatos?– Pregunó
Ella, apurando una tercera cucharada de azúcar al chocolate.
–
Espero que no creás que espero tu aprobación…
–
Y yo espero que vos no creás que tengo que dártela…
–
Entonces… ¿Está bien?
–
Ni siquiera me has dicho con cual de las dos…
–
La de las pieles de gato…
–
Me imaginé–, dijo Ella terminando el chocolate en un solo trago grande. –
Aunque seás un cursi sin remedio no te podrías quedar con la pobre boba niña
nice.. La de las pieles de gato tampoco me parece, ocho años de diferencia es
demasiado, pero como no estás esperando mi aprobación, no importa.
Decidieron
que la despedida de soltero la harían ellos dos solos. Ellos dos solos como
particpantes, pues. Él no tenía muchos amigos. De hecho, no tenía amigos. Ella
siempre se lo dijo: era un narciso sin clemencia, por eso no tenía amigos
hombres, no le gustaba la competencia de ninguna forma.
–
No esperés que hayan mujeres chulonas bailando y cosas como esas–, le dijo ella
cuando lo pasó a traer a su casa para la despedida. Él pensó que a la única
mujer chulona bailando que le gustaría ver sería a ella, pero no se lo dijo, la
mayoría de las veces nunca le decía las cosas que pensaba, porque siempre creía
que no podía soportar que ella se burlara o no pensara igual o lo mandara por
allá.
–
No espero mujeres chulonas–, le dijo en cambio. – ¿Qué vamos a hacer?
–
Vamos a bailar, nos vamos a emborrachar, nos vamos a drogar, vamos a ir un
puterío si querés, traje este libro para leer mientras te espero, mirá– Él
miró: Salvajes de Jon Winslow. – y finalmente podemos ver el amanecer en el
cuarto que tengo en el Hilton. Un cuarto que da al amanecer, entendés... Tu
último amanecer soltero.
La
boda fue un día de diciembre. Ella se encargó de todos los detalles de la
comida, tragos, cafés, música, chocolates y demás. Fue la madrina de lazo, Ella
lo pidió, Ella quería.
–
Te quiero recordar la metáfora de ese acto tan descabellado. Te voy a amarrar
tan fuerte que nunca te vas a soltar–, le dijo. Él solo la miraba con su
estómago retorciéndose de dolores secretos como esos que les llaman cólicos y
cosas por el estilo. Y así fue: lo amarró fuerte a la mujer de pieles de gato
que esta vez no las llevaba, aunque en el ensayo le hayan repetido varias veces
que no lo tenía que amarrar, que solo era un símbolo, que solo tenía que
“colocar” el lazo alrededor de ellos. No, ella los amarró. Mientras Él se quería
reír y ella desparramaba su olor a cítricos, café, chocolates y azúcar
alrededor de Él, que solo podía recordar ese mismo aroma –el de Ella- la
madrugada anterior junto a Él en la cama, que no miraba el amanecer, sino a
Ella dormida sobre los pedazos de la carta que había escrito para el acto de
despedida –como Ella le había llamado- y que nunca leyó, porque en un arrebato
de borrachera extrema le contó la historia de la carta mientras la rompía en
piezas simétricas de aproximadamente media pulgada, antes de expulsar en el
inodoro toda la cena y el alcohol que había entrado a su cuerpo por más de
nueve horas y quedar cuajada sin aviso en el piso del baño.
En
el día mil quinientos noventa y ocho, Ella tuvo un hijo. – De padre desconocido–,
repitió durante los más de ocho meses en que su panza fue creciendo al calor
del chocolate con leche y los pastelitos de guayaba que Él se encargaba de
tostar en el horno. Él, a pesar de las quejas y rabietas de la mujer de las
pieles de gato, la acompañó al parto, le secó el sudor, le detuvo la mano, se
aguantó todos los gritos y maldiciones que le calleron al Padre Desconocido,
pero que, por la manera que le estrujaba los dedos, parecía que eran para Él.
Sonrió con ella cuando el niño pegó el primer grito, se fue detrás del pediatra
para comprobar que tuviera todos los dedos y pestañas, se sintió orgulloso al
verlo por primera vez, ya sin todas las tripas, sangre e inmundicias del primer
momento y fue el segundo en cargarlo, después de Ella. la foto del nene
acostado en la cunita de hospital, envuelto como cigarro en frazadas de ositos
amarillos, fue lo primero en decorar el escritorio de Él en su nueva oficina en
la sucursal 4 de Arkadia, que recién acababa de abrir en esos días. Él y Ella
ya ni necesitaban hacerse cargo, sin mucho esfuerzo el negocio se había vuelto
tan rentable que ahora se dedicaban más bien a pensar en qué hacer con todo el
dinero que entraba a sus cuentas de ahorro.
–Invertir
en fincas de café– Decía ella emocionada por la idea de producir su propio
café...
–Abrir
un prostíbulo o motel de lujo, eso da mucho dinero, comprobado,– sugería Él.
–¿Un
café-guardería para madres sin oficio? Todas las mujeres con hijos se quieren
ir a tomar un café decentemente.–
–Hoteles
temáticos en todas las playas de El Salvador–
–Calzonetas
desechables para esos casos de emergencia–
–¿Qué
casos de emergencia?–
–Como
cuando se te olvida...–
–¿Un
hotel nudista cinco estrellas en una playa exclusiva del país?–
–Una
línea de paletas de sopa de gallina, mondongo, arroz aguado; y diferentes sopas
criollas, camisetas hechas del bagaso de la caña, uñas acrílicas con pinturas
de Fernando Llort o el Aleph, aire de las montañas de Apaneca para exportar,
arena de las playas de la Libertad para exportar, yuca con pepescas para
exportar, el olor a la Navidad salvadoreña para exportar...
Los
productos para exportar eran los que tenían más éxito en sus brainstormings,
podían pasar horas pensando en productos nostálgicos para mandar a los yunais y
así se les iban los días en una calma aparente. Hasta que, exactamente en el
día dos mil quinientos, la mujer de las pieles de gato anunció que se iba con
un hombre que bien podría ser su hijo, al que solo llamó “conejito” y, según
contó, había conocido en una despedida de soltera... Conejito tenía un gran
talento para quitarse la ropa mientras bailaba, según relató, y había decido
convertirse en su “manager”. Así que sin más anuncios ni aspavientos se fueron
a Las Vegas a buscar fama y fortuna. Por supuesto que el divorcio tuvo que ser
apresurado y con todas las peticiones y exigencias le costaron a Él más de una
sucursal de Arkadia. Así que ahora eran Él, sus dos hijos, Ella, su hijo y el
Amante Desconocido que había aparecido unos meses atrás en conversaciones y los
– hoy me tengo que ir antes porque tengo algo que hacer en la noche–, de Ella
que cada vez se hacían más frecuentes. Por lo menos tres veces a la semana.
Eso, sin incluir los sábados y domingos que desaparecía por completo, a veces
incluídos algunos lunes, a veces incluído también el nene.
El
día dos mil quinientos noventa y siete Ella le anunció a Él que se iba a ir a
vivir con el Amante Desconocido, que habían alquilado una casa con patio amplio
y vistas al atardecer, en donde, además del nene, iban a tener un lindo
cachorro y algunos pajaritos en una jaula.
– No esperaras
que te haga una despedida de soltera con “conejitos” desvistiéndonse–, preguntó
Él mientras le ayudaba a meter sus libros en cajas para la mudanza.
–
No esperarás que a estas alturas de la vida yo espere algo de vos... Además no,
no creo que hoy, ni nunca, vaya a despedirme de mi soltería, digamos que esto
solo es una
prueba...
–
¿Querés que te escriba una carta y después la rompa sin leértela?
– No quiero
nada, ya te dije.– Concluyó, aunque en el fondo esperara a que hubiese algún
tipo de objeción de parte de Él.
Le estaba
administrando el negocio, organizándole la vida, escogiéndole la ropa para esta
o aquella reunión, acompañándolo cuando se sentía solo, como siempre; y ahora,
además, criándole a los hijos. Lo menos que se podía esperar es que fuera Él
con quien se fuera a vivir y no con un Amante Desconocido al cual conocía
apenas de unos meses. Claro, no se lo dijo. No iba a ser Ella quien lo
sugiriera. Sonrió para afuera con una sonrisa de esas fingidas, sonrió para
adentro con tristeza.
–¿Querés
que vayamos a ver el amanecer?–
–...
El
día tres mil doscientos veinticuatro Él tuvo que aceptar que ella se estaba
dejando ir de su vida, de la vida de todos al parecer... No le interesaban los
pastelitos de guayaba ni el chocolate con leche y malvaviscos, ni hacer planes
de qué hacer con todas las ganancias de Arkadia, ni le parecía divertida la
idea de la línea de minutas de tiste con alguashte que Él sugería para
invertir. Ya no quería sonreír, ni para dentro ni para afuera. Algo faltaba en
el color de sus ojos, en la forma cómo miraba hacia un lado cada vez que
pensaba en algo importante, algo faltaba en la comisura de sus labios cuando
trataba de hacer esa mueca de aburrimiento, algo faltaba en su pelo cada vez
que el sol caía oblicuo sobre él con la primer luz de la mañana. Él no entendía
exactamente qué, pero algo faltaba. Y Ella empezó a faltar también. Primero
unas horas, luego toda la mañana, toda la mañana con algunos momentos de la
tarde. Una tarde completa. Hasta que las horas de su ausencia se convirtieron
en días, dos días sin verla, tres días y luego aparecía con el nene de la mano,
pidiendo un frozen de sandía para él, comentando el calor de esa mañana como si
nada de eso estuviera pasando, como si no tuviera que justificar su ausencia,
su desaparecimiento. Él no iba a preguntarle. No iba.
– Mañana
tenemos que empezar con el plan de mercadeo para el próximo año–, le dijo un
día de esos, solo para hacerla regresar, para detenerla de ese desaparecimiento
sin tregua.
–No
me necesitás para eso,– contestó Ella. –Nunca me has necesitado–.
Y
salía con el nene de la mano tal cual había entrado, sin avisar cuándo iba a
volver o si iba a volver y no volvía por largos días, hasta semanas. Y entonces
volvía a aparecer con el pelo corto y de otro color, entraba a regar las
plantas de la terraza y Él le preguntaba que qué tal le iba en su vida con el
Amante Desconocido. Y Ella contestaba con un parco bien, que bien, que todo
bien. Y volvía a desaparecer.
Días.
Semanas.
Meses.
El
día tres mil seiscientos
noventa y dos, Él decidió que era necesario ir a visitarla. Hacerla volver. Sí,
estaba dispuesto a pedirle que volviera, a decirle cuánto la necesitaba y
quería, si era necesario. Sí, podría hacer eso si fuera necesario. Podría
decirle, incluso, que toda esa idea del Amante Desconocido siempre le había
parecido absurda, que qué hacía con un hombre que no quería tanto al nene como
Él. Sí, Él amaba al nene y eso era obvio. Sí, amaba al nene.
Llamó
a la puerta de la casa varias veces. Cuatro veces. Solo a la quinta llamada se
dio cuenta del pequeño sobre colgando a su izquierda de una maceta. Esta
dirigido a Él... “Por si algún día venís”, decía.
Adentro
habían dos cartas y una llave.
La
casa olía a Ella, esa mezcla extraña, pero deliciosa, entre café, chocolate y
cítricos. Todo estaba limpio e intacto, como si recién se hubiera ido. Entró a
su habitación, la habitación de Ella con el Amante Desconocido, ese
turista-intruso de sus vidas, ese pobre idiota que nunca la conocería como Él,
que nunca la habrá contemplado dormir como Él lo hizo esa noche, la noche de su
despedida. Horas enteras solo mirándola respirar, darse vuelta, hablar entre
sueños, verla amanecer entre papeles y palabras rotas, verla abrir los ojos y
mirarlo. Mirarlo como siempre. Sonreír desde adentro.
Querido Él:
No estoy segura si
algún día vas a venir. Nunca estuve segura de nada. Como te darás cuenta cuando
ya estés adentro y curioseando todas mis cosas como sé que lo harás –si es que
algún día venís- nunca existió ningún Amante Desconocido. Esta es mi casa, mi
vida solitaria. Mi vida.
En este sobre
encontrarás la carta que te iba a leer el día de tu despedida. Sí, recogi los
pedazos y volví a juntarlos. Sí, así era, así soy y así hubiera querido haber
sido.
Too late.
Sacó
la otra carta con una mano temblorosa. La otra carta, la carta Frankenstein,
hecha pedazos y remendada, volando por el espacio en silencio del cuarto del hotel,
cayendo sobre la frazada blanca y la mirada apagada de Ella, tratando de sonreír,
siguiendo el trayecto de los papeles por el aire.
Esperar toda una vida. Y cuando
digo vida no me refiero a vivir como respirar o ver o sentir o simplemente ser, me
refiero a vida como eso que se esconde en las esquinas de las canciones o los
poemas o en los reflejos de una mirada sobre otra o en los blancos de los
grices o azules. Esperar toda una vida, digo, por las mañanas con estrellas que todavía se resisten a desaparecer, por el olor a café recién hecho, por las risas y el chocolate y la espuma, esperar toda una vida por la
mirada, por la sonrisa que se resiste a salir, por la sonrisa que lucha, por la
sonrisa que de desata como gota de agua sobre el agua. Esperar como quien
espera la utopía, esperar en silencio y entre sombras... Esperar por mirarte y
que me mirés de regreso...
Esperar por el abrazo y las
risas.
Esperar.
Porque no quedaba más que eso.
Esperar y allí estás.
Como un oasis.
Un hechizo.
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