Mientras la abrazaba -un abrazo que duró más de lo usual- escuchó
un silbido fino y largo. Era un silbido delgado como sus brazos y frío como el
viento que entraba por el vidrio roto de la ventana.
La encontró en el suelo cuando entró a la
habitación. Ya le había dicho que cuando decidiera morirse, tuviera la decencia
de esperarla. Que por ningún motivo se le ocurriera morir sola.
Casi le contradice; pero logró
esperarla.
La vio en el suelo con la misma
tranquilidad con la que vivió. En paz, siempre presente y muy consciente. Hasta
sonriente. La vio desde el marco de la puerta que le sirvió para detenerse por
el susto y tratar de entender -en un segundo- que había llegado su hora.
Se conocieron quince años atrás por pura
casualidad. Uno de sus novios de esa época las presentó. A él lo recuerda no
solo por haber sido un tipo decente, también por haber propiciado ese encuentro
por el que seguía eternamente agradecida.
Era una época de muchos cambios para ella,
de muchas despedidas juntas y de sentirse como un aeropuerto donde la gente
llegaba, se iba y nadie se quedaba. Hacía la broma de ser una eterna puerta por
la que la gente cruzaba sin detenerse mucho tiempo. Reía de su metáfora para
ocultar lo mucho que le costaba acostumbrarse a ese karma de ser puerta en
lugar de un cómodo sofá.
En ese ir y venir de gente, países y
cosas, decidieron hacerse amigas y vivir juntas para paliar como equipo sus
problemas y hacerlos mitad para que pesaran menos. Esa relación creció como los
cerezos en oriente: con reverencia, paciencia y mucha vistosidad hasta ser un
símbolo de algo infinito.
Esa amistad desafió prohibiciones, tiempo,
enfermedades, pobreza, noches de insomnio y cientos de dudas. Las dos se convirtieron
en el camino de la otra.
Una aprendió a vivir el presente sin
preocuparse tanto por el futuro. La otra aprendió a confiar, que era lo que más
le costaba, al venir de donde venía. Una familia numerosa que poco se había
ocupado de ella.
Cuando la amistad cumplió diez años,
comenzaron los cambios. El invierno llegó a una de las cabezas y la sombra del
tiempo se acomodó en sus para nublarlos. Su salud comenzó a decrecer mientras
trataban de ignorar lo obvio para no adelantar el final.
Las alegrías siguieron igual a pesar del
dolor de huesos. Los abrazos y apretones continuaron a pesar de la respiración
cansada. La comida compartida, las siestas juntas y sentarse en la terraza para
ver llover, siguieron como actividades favoritas sin mencionar nada más.
La que quedaba, entendió lo que tantas
veces había escuchado: aquí y ahora, no hay más que el presente, hay que
disfrutar y amar cuando se puede porque no se sabe cuándo será la última vez.
Así fue como aprendió a vivir, cuando al fin estuvo consciente que había un
final sin saber cuándo y no quería sorpresas.
Una tarde, en pleno invierno, cuando una
regresó del mercado, la llamó para contarle que había encontrado de los mangos
que tanto le gustaban y piña muy fresca para calmar sus antojos. Cuando nadie
respondió, el peso de la soledad le cayó como yunque en el pecho y se le
instaló un frío que le abrazaba cada vena hasta congelar sus pies. Levantó cada
rodilla que pesaba una tonelada de hielo para buscarla, creía que la llamaba pero
de su boca solo salía aire. La encontró enrollada detrás del sofá con dolor
saliendo de sus ojos.
Con mucho esfuerzo la cargó hasta la
alfombra, le puso toallas calientes para cubrirla y masticó un remedio casero
que luego puso en su boca. Como las mamás pájaros hacen con sus crías salidas
del cascarón. Ese remedio llevaba más amor y paciencia que medicina.
Para tratar de quitarse el peso del susto
que le duró varios meses, un día la sentó al sol, le puso una fotografía de ambas a sus pies, la tomó de las manos y le dijo:
Sos un ser maravilloso por el que
agradezco cada día
Con vos he aprendido a vivir, más que a
estar viva
Decidí dejar de pensar para imitar tu
simple sentir
Esa simpleza de estar que tanto me alivió
la soledad.
Has sido una maestra en respirar
Una manta al sol
Representas la mayor nobleza en tu mirada
Sin juzgar, ni pedir, ni mentir
La autenticidad en un constante dar
El verdadero significado de estar
conectada con algo más
Ahora sé que vienes del más alto bien.
Gracias por tu fuerza, tu honestidad, tu
tiempo y tu paciencia
No he sido la amiga que debí; pero te he
amado a ami manera
Gracias por tu vida en la mía.
Esa noche sintió que alguien se sentaba a la orilla de su cama y
le sobaba los pies. Pensó que el susto que se le había instalado aquella tarde
había decidido perdonarla y soltarla.
Por si acaso, a veces iba a verla a su cama y le ponía la mano en el estómago para sentir que subía y bajaba. Para sentir que sí respiraba.
Por si acaso, a veces iba a verla a su cama y le ponía la mano en el estómago para sentir que subía y bajaba. Para sentir que sí respiraba.
Otras, le daba un besito en la frente y llegaba hasta la ventana
para que el suspiro de alivio saliera y no regresara. Lo último que necesitaba
era llevarse más suspiros a la almohada y desacomodar su tamaño.
Cuando despertó, muy temprano antes que el sol, escuchó cantar a
lo lejos una aurora. Cayó de rodillas suplicándole a la vida que fuera lo
suficientemente lejos para que se llevara a alguien más.
Salió a hacer sus mandados con su nombre en los labios. Pasó por
la calle principal que ya vendía la época en canastos itinerantes. Dobló por la
iglesia que repicaba campanas de otra fe. Siguió por la fuente del parque
central que le trajo un silbido a sus oídos. En ese momento decidió desandar el
mismo camino.
Llegó a la casa y sin saber nada, su instinto la llevó hasta donde
estaba. Levantó su cabeza y la puso en sus rodillas, arrastró de la cama la
manta que a veces compartían y la cubrió.
_Gracias por esperarme. No quería que te fueras estando sola. Ya
vine, ya vine.
Aunque me ayudarías mucho si pudieras esperar un poco más. No estoy segura de poder seguir sin vos. No estoy segura de estar lista. No lo estoy. No lo estoy. No lo estoy.
Aunque me ayudarías mucho si pudieras esperar un poco más. No estoy segura de poder seguir sin vos. No estoy segura de estar lista. No lo estoy. No lo estoy. No lo estoy.
[silencio]
Con una mano le tapaba los ojos y con la otra espantaba al ángel
oscuro que le seguía silbando al oído. Estaba segura que si no se veían, no se
la llevaba.
Las dos terminaron como siamesas en el vientre de la Tierra. En el
suelo y de frente. Como flotando en un espacio solo de ellas. Cuando cruzaron
miradas, sonrieron.
Vio una pequeña luz dorada salir de su boca, rebotar en su nariz, en la cama, en el
espejo y detenerse flotando en la ventana rota.
Desde el suelo y con los ojos muy abiertos y mojados, le tiró un beso hasta la ventana y le hizo una reverencia, como antes se saludaban a los maestros, a los reyes que daban favores y a los sabios que veneraban al sol, el mar y el fuego.
Una reverencia que seguía guardando esa última sonrisa. La sonrisa del adiós.
Desde el suelo y con los ojos muy abiertos y mojados, le tiró un beso hasta la ventana y le hizo una reverencia, como antes se saludaban a los maestros, a los reyes que daban favores y a los sabios que veneraban al sol, el mar y el fuego.
Una reverencia que seguía guardando esa última sonrisa. La sonrisa del adiós.