Cuando la música se convierte en inspiración

Cuando la música se convierte en inspiración y la inspiración se transforma en historias es cuando nace Non-Girly Blue.

Somos un experimento literario conformado por mujeres amantes de las letras y la música. Cada quince días nos alternamos para recomendar una canción sobre la cual las demás non-girly blues soltamos la imaginación y nos inspiramos para escribir... escribir relatos, historias, cuentos, personajes y a veces hasta poemas. ¿Y por qué no pues?

[Publicaciones y canciones nuevas cada quince días]

20141124

La sonrisa del adiós

Mientras la abrazaba -un abrazo que duró más de lo usual- escuchó un silbido fino y largo. Era un silbido delgado como sus brazos y frío como el viento que entraba por el vidrio roto de la ventana.

La encontró en el suelo cuando entró a la habitación. Ya le había dicho que cuando decidiera morirse, tuviera la decencia de esperarla. Que por ningún motivo se le ocurriera morir sola.

Casi le contradice; pero logró esperarla. 

La vio en el suelo con la misma tranquilidad con la que vivió. En paz, siempre presente y muy consciente. Hasta sonriente. La vio desde el marco de la puerta que le sirvió para detenerse por el susto y tratar de entender -en un segundo- que había llegado su hora.

Se conocieron quince años atrás por pura casualidad. Uno de sus novios de esa época las presentó. A él lo recuerda no solo por haber sido un tipo decente, también por haber propiciado ese encuentro por el que seguía eternamente agradecida. 

Era una época de muchos cambios para ella, de muchas despedidas juntas y de sentirse como un aeropuerto donde la gente llegaba, se iba y nadie se quedaba. Hacía la broma de ser una eterna puerta por la que la gente cruzaba sin detenerse mucho tiempo. Reía de su metáfora para ocultar lo mucho que le costaba acostumbrarse a ese karma de ser puerta en lugar de un cómodo sofá.

En ese ir y venir de gente, países y cosas, decidieron hacerse amigas y vivir juntas para paliar como equipo sus problemas y hacerlos mitad para que pesaran menos. Esa relación creció como los cerezos en oriente: con reverencia, paciencia y mucha vistosidad hasta ser un símbolo de algo infinito.

Esa amistad desafió prohibiciones, tiempo, enfermedades, pobreza, noches de insomnio y cientos de dudas. Las dos se convirtieron en el camino de la otra.

Una aprendió a vivir el presente sin preocuparse tanto por el futuro. La otra aprendió a confiar, que era lo que más le costaba, al venir de donde venía. Una familia numerosa que poco se había ocupado de ella.

Cuando la amistad cumplió diez años, comenzaron los cambios. El invierno llegó a una de las cabezas y la sombra del tiempo se acomodó en sus para nublarlos. Su salud comenzó a decrecer mientras trataban de ignorar lo obvio para no adelantar el final.

Las alegrías siguieron igual a pesar del dolor de huesos. Los abrazos y apretones continuaron a pesar de la respiración cansada. La comida compartida, las siestas juntas y sentarse en la terraza para ver llover, siguieron como actividades favoritas sin mencionar nada más.

La que quedaba, entendió lo que tantas veces había escuchado: aquí y ahora, no hay más que el presente, hay que disfrutar y amar cuando se puede porque no se sabe cuándo será la última vez. Así fue como aprendió a vivir, cuando al fin estuvo consciente que había un final sin saber cuándo y no quería sorpresas.

Una tarde, en pleno invierno, cuando una regresó del mercado, la llamó para contarle que había encontrado de los mangos que tanto le gustaban y piña muy fresca para calmar sus antojos. Cuando nadie respondió, el peso de la soledad le cayó como yunque en el pecho y se le instaló un frío que le abrazaba cada vena hasta congelar sus pies. Levantó cada rodilla que pesaba una tonelada de hielo para buscarla, creía que la llamaba pero de su boca solo salía aire. La encontró enrollada detrás del sofá con dolor saliendo de sus ojos. 

Con mucho esfuerzo la cargó hasta la alfombra, le puso toallas calientes para cubrirla y masticó un remedio casero que luego puso en su boca. Como las mamás pájaros hacen con sus crías salidas del cascarón. Ese remedio llevaba más amor y paciencia que medicina.

Para tratar de quitarse el peso del susto que le duró varios meses, un día la sentó al sol, le puso una fotografía de ambas a sus pies, la tomó de las manos y le dijo:

Sos un ser maravilloso por el que agradezco cada día
Con vos he aprendido a vivir, más que a estar viva
Decidí dejar de pensar para imitar tu simple sentir
Esa simpleza de estar que tanto me alivió la soledad.

Has sido una maestra en respirar
Una manta al sol
Representas la mayor nobleza en tu mirada
Sin juzgar, ni pedir, ni mentir
La autenticidad en un constante dar
El verdadero significado de estar conectada con algo más
Ahora sé que vienes del más alto bien.

Gracias por tu fuerza, tu honestidad, tu tiempo y tu paciencia
No he sido la amiga que debí; pero te he amado a ami manera
Gracias por tu vida en la mía.

Esa noche sintió que alguien se sentaba a la orilla de su cama y le sobaba los pies. Pensó que el susto que se le había instalado aquella tarde había decidido perdonarla y soltarla.

Por si acaso, a veces iba a verla a su cama y le ponía la mano en el estómago para sentir que subía y bajaba. Para sentir que sí respiraba.

Otras, le daba un besito en la frente y llegaba hasta la ventana para que el suspiro de alivio saliera y no regresara. Lo último que necesitaba era llevarse más suspiros a la almohada y desacomodar su tamaño.

Cuando despertó, muy temprano antes que el sol, escuchó cantar a lo lejos una aurora. Cayó de rodillas suplicándole a la vida que fuera lo suficientemente lejos para que se llevara a alguien más.

Salió a hacer sus mandados con su nombre en los labios. Pasó por la calle principal que ya vendía la época en canastos itinerantes. Dobló por la iglesia que repicaba campanas de otra fe. Siguió por la fuente del parque central que le trajo un silbido a sus oídos. En ese momento decidió desandar el mismo camino. 

Llegó a la casa y sin saber nada, su instinto la llevó hasta donde estaba. Levantó su cabeza y la puso en sus rodillas, arrastró de la cama la manta que a veces compartían y la cubrió. 

_Gracias por esperarme. No quería que te fueras estando sola. Ya vine, ya vine.
Aunque me ayudarías mucho si pudieras esperar un poco más. No estoy segura de poder seguir sin vos. No estoy segura de estar lista. No lo estoy. No lo estoy. No lo estoy.

[silencio]

Con una mano le tapaba los ojos y con la otra espantaba al ángel oscuro que le seguía silbando al oído. Estaba segura que si no se veían, no se la llevaba. 

Las dos terminaron como siamesas en el vientre de la Tierra. En el suelo y de frente. Como flotando en un espacio solo de ellas. Cuando cruzaron miradas, sonrieron. 

Vio una pequeña luz dorada salir de su boca, rebotar en su nariz, en la cama, en el espejo y detenerse flotando en la ventana rota. 

Desde el suelo y con los ojos muy abiertos y mojados, le tiró un beso hasta la ventana y le hizo una reverencia, como antes se saludaban a los maestros, a los reyes que daban favores y a los sabios que veneraban al sol, el mar y el fuego. 

Una reverencia que seguía guardando esa última sonrisa. La sonrisa del adiós.



20141118

Se supone



Hay mucha gente en el mundo, pero todavía hay más rostros, pues cada uno tiene varios. - Rainer Maria Rilke

Relato inspirado en Al lado del camino de Fito Paez




Era de esas personas raras a las que no les gustaba lo que a todos, que se escondía en los funerales porque de repente se acordaba de chistes de hace dos años y que no tardaba en decir que un bebé no se parecía a nadie y era feo o que la novia no era bonita y los difuntos no habían sido buenos. Espantaba a la mala suerte con un buen porro a sus dieciocho pero terminó rezando Padre Nuestros en una capilla de hospital cuando su viejo se ahogaba en su propia sangre. Cuando vió que salió de esa, se dijo a sí misma que diría un Padre Nuestro todos los días antes de salir de casa, por mucho que jamás entrara a una iglesia y que no diera limosnas. Lo hacía más por superstición que por fe, pero le servía para serenar su corazón.

Se suponía que fuera a salir igual que su viejo: bochinchera, fumadora y viajera pero resultó todo lo contrario. Nadie se imaginaba que detrás de su mirada tibia y líquida se escondiera lo que de verdad esperaban que fuera: una copia exacta de su padre. Si él salía, allá iba ella colgada de sus piernas; si él cantaba, detrás estaba ella golpeando tambores de cacerolas y ollas viejas. Pero eso fue cuando era una niña. Estaban los dos solos pero juntos y bien revueltos. Luego siguió su camino, como se suponía que debía ser. Se afanó siempre en ser lo que se suponía, no lo que los demás esperaban que fuera ni lo que quería ser.

Por fuera se mostraba tranquila, con una seriedad eterna clavada en la cara, de cejas firmes y un aire de santa que fastidiaba. No sabían que por las noches salía de farra con amigotes de bigotes escandalosos y que cantaba a gritos lo que se le pusiera enfrente, sin importar que fueran mariachis o merengues. Fumaba de vez en cuando porros a escondidas porque le gustaban, pero entre familiares nunca tocaba ni siquiera una copa. Todo era por el puro afán de llevarles a todos la contraria, en realidad se sentía feliz de ser como su viejo, adoraba su espíritu que vivía desconectado de todo, contento sin aparentar nada. Se encerrada dentro de su cascarón de mujer aburrida para no tener que dar explicaciones y ya. Le había funcionado hasta ahora, pero se estaba cansando.


"Se supone... se supone un carajo. Hablo sola, ya estoy camino a volverme loca."


Estrella pensaba en mil cosas que decirle mientras sobrevolaba el océano. Al llegar a Madrid, todavía no tenía pensado que le diría a su viejo, pero la idea iba tomando forma. Mascaba el diálogo imaginario, le daba vueltas en su cabeza y se encogía de angustia porque lo que menos le gustaba era tener que dar explicaciones. Debía tomar un autobús para llegar al pueblucho de nadie donde su viejo se había instalado, tenía todavía un buen rato para seguir volteando las cosas y encontrar las palabras correctas.

Quería imaginar su cara, cuando ya tranquila y llena de mil emociones, pudiera abrazarlo y decirle: "Viejo, soy igual a vós. Ya me harté de este teatro. ¿Te acompaño con mi guitarra y un porro?"

20141117

Al Lado del Camino - Fito Paez


¿Por qué recomiendo esta semana al gran Paez?. Pudiera dar mil explicaciones sobre el pilar fundamental que es Fito para la música. Hablar de su talento, de su personalidad, de su misterio y su presencia absoluta en un escenario. Pero eso sería inventar el agua tibia.

Esta canción es mi padre nuestro musical. Es la que canto al despertar para agradecer mi vida y la que recito llorando cuando alguna emoción me rebalsa. Acabo de cumplir años y es la canción con la que celebro mis cierres de ciclo para agradecer lo vivido y soltar lo aprendido.

Al lado del camino ha sonado en mis oídos en aviones, trenes, barcos, montañas y playas. En encuentros felices y ansiosas despedidas. He procurado ponerle este ritmo a cada paso. Es la letra que me hace estar consciente en un presente total. Disfrutar aquí y ahora. Ser y estar. Solo hoy.

"Rock and Roll Dreams Come Through" - Meatloaf




          Julieta se sentó a escribir todas esas historias que la hicieron ser quien era: un rostro sin nombre, un alma en oscuridad, un corazón sin aire. Las palabras encontraron un catalizador monótono de dedos tecleantes en una máquina de escribir oxidada. “Que se oxide el mundo menos la memoria. Que se oxiden las teclas menos las palabras que me harán recordar la persona que ahora soy y que dejaré de ser mañana”, escribió conclusivamente en el blanco papel.

          Sin titubeos, arrancó la página del rodillo negro. Colocó otra página, intacta. Escudriñó la blancura del papel y sus ojos se cubrieron de una fina capa de lágrimas. Era una lástima tener que manchar semejante blancura con su verborrea y sus verdades a medias, pero era lo único que sabía hacer: escribir. Escribir como si fuera el fin del mundo; escribir porque la voz se le escondía cuando intentaba hablar; escribir porque era el papel la única medicina para su ansiedad, su soledad, sus huesos fríos y el único remedio comprobado para ese hormiguero mental, ese que se alborotaba ante los pasos inesperados de la verdad.

          Tecleó en automático, tecleó leyendo entre líneas, tecleó entre cigarro y cigarro. Tecleó hasta que el papel la observó derrotado, con mil impresiones de letras en su blanca piel. Hasta que ya no había espacio para otra letra más. 

          Entonces tecleó un punto. Un punto que desvanecía todo el ímpetu y toda la furia que había descargado letra tras letra. Un punto que apaciguaba cualquier agitación y dejaba caer la consciencia en el sopor nocturno de ansiolíticos, de taquicardias, de sed, de ausencia de movimiento, de nudos de manos estáticas en la cama flotante. Un punto que se cerraba como una puerta dejando la habitación en paz absoluta.

          Un. Pun. To. Y. Fi. Nal.



NGB.DA20141117


20141113

No podés huir para siempre


Relato inspirado en Rock'n Roll Dreams Come Through de Meat Loaf.

Ella se despide del hombre de su vida en un cuarto de hotel. La desnudez es normal y dejarle un rastro de rimmel que le escurre por los hombros después de llorar por horas, también. No quería que fuera el final, pero es. Le dice. Rescata su cara de mapache frente al espejo del baño que siempre se prestó con una acústica sorprendente. El jaboncito pequeño y las toallas blancas. Lo encuentra con su camiseta, la de ella, casi envolviéndole cara, tal vez tratando de grabarse el olor para siempre. ¿Huelo rico, verdad? Y sin esperar respuesta lo abraza. Lo abraza con la camiseta que cae al suelo entre los dos. Lo abraza sabiendo que es la última. La doble cerradura de la puerta y el adiós. La deja en el centro comercial donde siempre habían quedado y no quedarán jamás. Este es el final, se repite. Y le deja un beso. El último. En el centro comercial, ella camina con toda la gente. Es lo normal. Lo apropiado. Se cruza con parejas y disparejas, mamás con niños, papás sin nada, mujeres con bolsas, hombres con preguntas que nunca se hacen, se cruza con gente apurada que sabe que es treinta de diciembre y compran pavos y vinos y jamones y postres y cervezas y whiskys y zapatos y vestidos y perfumes y más vestidos y más zapatos. En el súpermercado se reune con el hombre de su vida. Ellos también compran pavos como la gente normal y licores para olvidarse de quienes son. Para olvidarse que no saben para dónde van. También compran jamones y dulces para las fiestas que organizan como una pareja actual, con luces de colores en las ventanas y olor a pino en los baños, con música estridente que no da lugar a la plática y mujeres demasiado emperifolladas en cada esquina. Sirven cocteles hermosos e inolvidables. Perfectos anfitriones de gente que no saben ni quién es, ni por qué las invitaron. Gente equis de algunos pasados imperfectos y presentes que ni quieren saber. Las pláticas y los gritos la abruman. La socialización no es el fuerte de ella. Sale por aire y un cigarro al patio. Allí, el hombre de su vida, sonríe entre las sombras y el humo de cada recuerdo que han ido acumulando. El le hace algún comentario irrelevante acerca de su chaqueta de terciopelo. La suavidad de la textura, el negro tan profundo. Ella se quita los zapatos de tacón demasiado alto. Que se quite la falda también, le pide él. Que por qué no se la quita él, lo reta ella. Amanece en su cama, la de él, como si amanecer fuera irrelevante. Amanece en otro año. Otros pensamientos. Otras angustias. El se da vuelta y la abraza, dormido. Ella piensa en cuánto se podrá querer a alguien que no te quiere igual de regreso. Aprovecha para abrazarlo como probablemente no se va a dejar cuando esté despierto y mira una mancha de humedad en el techo, una mancha que inútilmente parece un corazón. Alguien llama a la puerta. Que alguien toca la puerta, le dice a él que se despereza de la pereza del desvelo de año nuevo con el jalón que ella misma le ha dado para que no la descubra tan cerca y cursimente abrazada a él. Finalmente va ella y abre. En la puerta, el hombre de su vida, todavía casi en pijama, aunque ya casi son las doce del medio día, le dice que solo quería saber si de verdad estaba allí, que vio su carro estacionado afuera, que la anduvo buscando toda la noche entre los escombros de la vida que hubiera querido para ellos y los miles de bolos y papeles de cuetes reventados y gente que iba de un lado a otro como queriendo recuperar los últimos minutos del año. Que era innecesario, le dice ella, que nunca la iba a encontrar, que nunca la va a encontrar por más que la busque, hasta que ella quiera que la encuentre. Caminan por la calle. Por las calles. Calles vacía de primero de enero. Caminan por horas y sin sentido. Se besan en un San Salvador desierto, con lenguas inquietas y temblores hasta entonces desconocidos. Se detienen a tomar aire y se miran. Se miran y se calculan. Se besan como si el mundo no existiera o como si no fuera el primer día del año o como si el mundo se fuera a acabar, precisamente ese día, ese primer día del año en el que particularmente la gente ha desaparecido de la faz de la tierra y son solo ellos dos para caminar y besarse, descalzos y desnudos, si quieren, eternos y dispares, también. Siguen caminando sin preguntarse ni saber a dónde quieren llegar. Caminan y sobre la arena, arena dulce, tibia y suave, ella encuentra el rastro del hombre de su vida. Lo sigue en silencio pensando en canciones. Lo sigue en silencio pensando hasta dónde puede llegar o si la vida empieza allí o acaba, como se piensa cosas tan simples como si el mundo es plano o redondo.

En la playa lo encuentra, con colochos revueltos y castaños, con sonrisa clara y diecisiete años, con mirada tan suave que parece imposible, con una vida tan enmarañada que parece mentira.

– No podés huir para siempre.–
Le dice. El hombre de su vida. 

Y pasa la doble cerradura de la puerta.

20141112

El partido

Relato inspirado en Rock' n' Roll Dreams Come Through, de Meat Loaf.

A M.E.
Porque siempre quise verlo en un partido


Eduardo salió corriendo al sonar el timbre, jamás había sentido entusiasmo en lo que llevaba de ser adolescente... hasta que descubrió que tenía una habilidad: jugar fútbol.

Nadie le tenía fe. Es difícil vivir así, sin que nadie espere nada de ti. Es otra forma de vacío, es otra forma de muerte. Jamás entendió porque le pedían todo, sin recibir nada, ni siquiera eso, un poco de fe. Todo aquello mutaba cuando tomaba un balón.

Junto a Eduardo salieron todos sus compañeros, unos a la tienda de la escuela, otros a sentarse bajo un frondoso árbol, unos a ver si practicaban las tácticas para conseguir novia y las chicas a practicar las tácticas para hacerse las difícil. Pocos corrían hacia el pedazo de terreno que servía de cancha de fútbol. Era el pedazo más abandonado de la escuela, el jugueteo de varias generaciones de cipotes hacía imposible que creciera algún asomo de vegetación, todo era polvo. Los mismos de siempre se hacían presente y con piedras, palos o lo que se pusiera a mano se colocaban las porterías. El partido iniciaba con el característico cabeceo de los capitanes, uno de ellos era Eduardo, y luego venía el proceso de elección de los miembros de cada equipo.

Rodaba la pelota, vieja y un poco ahuevada de tanto uso y abuso; nada importaba, más que echar goles. Eso y ganar.

El recreo era lo único que los separaba de las vidas que dejaban en pausa al salir de sus casas, afueran quedaban los hermanos chillones, las hermanas a las que había que defender de "bichos patanes", las cosas que no entendían de los adultos, Todo quedaba fuera de ese terreno de juego, las malas notas, las quejas de la profesora, el miedo, los enamoramientos. Todo.

La pelota llegó a los pies de Eduardo, siempre fue bueno para jugar, siempre se lo dijo su papá y todo hombre que lo veía patear. Recordó las tardes de sábado cuando su papá los llevaba a él y a sus hermanos a un parque para que participaran en un torneo infantil, Recordó los  "Uuuuuuuh" con cada gol fallido, los gritos a los árbitros cuando el niño más grande les entraba duro, cometiendo una falta a las reglas del juego, los "ya vas a ver, si en el siguiente partido van a ganar", recordó que, desde siempre, ha querido vivir del fútbol, del juego, de la emoción, de la lágrima que brota ante el gol. Recordó que siempre el que echa el gol es el héroe. Apuntó, vio la oportunidad y lo siguiente que vio al abrir los ojos, luego de dar una patada fue cómo el portero se barría y no lograba hacer contacto con el esférico y nuevamente era el héroe. El campeón.

Sonó el timbre, termina el recreo. Todos los cipotes inician su peregrinaje al aula, Eduardo no quiere regresar, quiere vivir de su sueño, quiere seguir anotando goles, quiere cambiar el terrenito de la escuela por una cancha engramada, por un estadio profesional. Eduardo toma el esférico-huevo, lo acaricia y piensa... "mañana voy a echar otro gol".

Los zanates no cantan

Advertencia: Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. 


Relato inspirado en Rock & Roll dreams come through de Meat Loaf.



Después de todo, la tarde se les había ido en risotadas y chistes. Xavier tocaba la guitarra mientras la Sequilla cantaba y el Zanate se encargaba de la batería. No sonaban lo mismo sin el bajo. Que parecían cuchumbos de leche, les dijo el papá de la Sequilla. Al fin, se hartaron y salieron a la tienda por una gaseosa y chucherías. Eso fue antes que se fuera el Zanate. Entonces todavía se reía la Sequilla. Pasó varios años esperando a que volviera hasta que se aburrió de nuestras burlas. Ya después volvió a regalarnos sus risas feyas.

Era una cosita de nada, puros huesos y pellejo con una sonrisa de dientes torcidos, amarillos por el cigarro. En aquel entonces tenía ocho años menos y más cargajadas encima. Las camisas le colgaban y la confundían con un bicho, nunca envejecía. Sólo sus manos nervudas la delataban, esas mismas manos con las que hacía tatuajes para sus compañeros, especialmente para el Zanate. Eran como hermanos. Se reían de las mismas cosas, tenían los mismos dolores y oían las mismas canciones.

El Zanate era enjuto, igual a la Sequilla. Morenito, feo, nariz pequeña y ojos de alcancía pesetera. No le gustaban el apio, la mayonesa ni los cobradores de los buses. Vivía para sus cuchumbos de leche, golpeando sus tambores con todo, aprendiendo con cada sacudida de la baqueta cómo sonar más como Dave Grohl o Dave Lombardo y menos como el chorreadito que era. Se debió haber llamado Dave, decía. Quizás algo de la magia de esos gringos se le hubiera pegado, pero los que lo conocimos bien, sabíamos que no. No tenía sentido del ritmo, tocaba sin ton ni son. Pero igual lo dejaban tocar porque no había nadie más que aguantara esas sesiones que duraban toda la noche. Si le daban instrucciones, cumplía.

"Cuando la Sequilla grite y diga "más", le tenés que dar cuatro veces al cuchumbo del centro y una al de la derecha. ¿Oís?"
"Va. Cabal."

El Zanate obedecía.  


"Cuando la Sequilla levante el brazo antes del coro, sacudís los palitos para hacer bulla así como de maraca. ¿Mentendés?"
"Simón. Va".

Terco, el Zanate obedecía.


Para ser un veinteañero, tenía mañas de mocoso. La Sequilla le daba dulces entre ensayos para tenerlo contento y el Zanate seguía hasta la madrugada o hasta donde el cuerpo aguantara. Hacía todo, pero no podía estar callado, sin hacer preguntas.

"Que jodés, Zanate. Maje, ni cantás y cómo jodés. Mira la Sequilla, no jode y canta."
"Los Zanates no cantamos, vó... Pero hacemos las cosas. Aunque nos cueste." El Zanate se reía.
"Sólo de chiva vos. Seguí, ve. Sigamos". 


Comenzaron a tocar. Entonces, ya no estaban en la cochera. El Zanate cerró los ojos ante las luces imaginarias del gran escenario que tenía enfrente y ya no tocaba sólo la batería. La guitarra se veía bien en sus brazos, reluciente. Y cantaba. Y los palitos bailaban en sus manos. Ya no era el Zanate, era una estrella.

Divertidos, los demás lo miraban. La Sequilla sonrió.


"Mirálo cómo está de ido. Sí que le gusta practicar, por mucho que joda." 


20141110

La niña blanca. Salmo 91



Esa mañana la casa olía a caldo de gallina. Todos caminaban rápido y sin hablar para evitar tocar el tema. Las cocineras sudaban cilantro, las encargadas de los animales destilaban olor a leche recién ordeñada, la nodriza igual y todas hacían sus tareas cotidianas viendo hacia abajo para no llamar a la mala suerte ni con el pensamiento.

Sabían que los gritos que habían escuchado anoche significaban algo malo; pero nadie se atrevía a decirlo en voz alta. La niña más pequeña de la casa tenía la virtud de ser un hermoso bloque de queso blanco con sonrisa de porcelana y mirada de ángel; pero cuando soñaba que se le caían los dientes, era porque alguien iba a morir.

Por supuesto que no hay una lógica en eso. El mundo onírico siempre ha sido visto de menos, con recelo, con un completo escepticismo por todos en el pueblo. Incluso por los dolientes que aún lloran esas 'coincidencias' de sus familiares fallecidos.

Nadie creía lo que ocurría con la niña blanca de la casita al final de la calle. Pero todos le temían.

En la puerta desvencijada habían clavado animales muertos para "ahuyentar al demonio", recipientes con todo tipo de sahumerios, macetas con hoja de ruda, fotografías de los enfermos para ver si la niña soñaba con alguno y les avisaba a tiempo para prepararlos antes del rigor mortis cuando ya costaba vestirlos o fotos de los recién nacidos con la esperanza que la niña aprendiera a ignorarlos y les diera tiempo de vivir. incluso hojas sueltas de la biblia en el capítulo 91 del libro de Salmos, versículo 5, donde reza:


No tendrás temor de espanto nocturno,
 Ni de saeta que vuele de día;

Ni de pestilencia que ande en oscuridad, 

Ni de mortandad que en medio del día destruya.



Nadie sabía exactamente cómo era el procedimiento de soñar con dientes caídos, llenos de caries, o en el dentista del pueblo, con encontrar a alguien en su último aliento. Si no se hablaba de ello, mucho menos era posible establecer la conexión entre las pesadillas de una mocosa de familia bien, venida a menos y su amistad con la muerte.

A doña Jacinta la encontraron en la cocina. Murió sentada en la mesita del desayunador mientras ponía la corteza superior de su famoso budín de plátano. Vivía sola desde que su único hijo se fue a la guerra. Nunca nadie se atrevió a contarle el verdadero final que tuvo. En lugar de darle la noticia al poco tiempo de partir, decidieron escribirle una carta falsa por año, justo para su fecha de cumpleaños, diciendo que la extrañaba y que todo estaba bien.


Don Eleuterio cayó por las escaleras del sótano. Cuando la niña blanca estaba despertando de una pesadilla donde gritaba "¡dientes! ¡DIENTES!" siendo zarandeada por una de las nodrizas, el padre del panadero del pueblo rodaba como los bollos franceses que habían hecho famosa a su familia por generaciones. "Infarto fulminante" dijo el médico.


Ese médico bien sabía de infartos porque semanas antes había enterrado a su hermano mayor. Medio hermano, la verdad. Hijo de su padre con una lugareña varios años antes. Por más que trataron de aparentar que al llegar al pueblo con su señora, ya traían al niño; era bastante obvio que con ocho años de diferencia entre ambos, era hijo de bastardo. La santa madre del doctorcito, doña Abigail,  se mantuvo en esa versión hasta su muerte. Incluso al confesarse en su lecho de enferma, el padre Avelino fingió no saber nada y le dio la bendición de inmediato antes que la niña tuviera otra pesadilla con sus dientes de leche y el padre tuviera que salir corriendo a otra visita.


Así pasaron los asustadizos vecinos un buen tiempo. Se reunían en diferentes casas para hacer rezos, compartir recetas de quemas, incienso cuando había algún recién nacido, prestarse hierbas y biblias cuando estaban en tiempos precarios y comprar las velas rojas que estaba haciendo Balbina, tátaranieta de una de las fundadoras del pueblito, quien acababa de salir del novenario de su madre; pero había decidido usar luto riguroso. Más por su soltería que por la muerte cercana.


Esa noche todos durmieron bien. Después de varios años de angustias nocturnas, murmuraciones vespertinas y pordioses en cada esquina, esa noche todos durmieron bien. Unos con sobredosis de té de floripondia, otros con intoxicación leve de humos que mezclaban hierbas aromáticas para evitar insomnio, otros simplemente cansados de rezar a la luz de las velas rojas. Tan tranquilos y en paz, que ni siquiera se dieron cuenta a la mañana siguiente del alboroto que causó la muerte de la niña blanca.


Como pudieron, la familia logró pagar a un amigo del doctorcito para que llegara de un pueblo vecino y más evolucionado a hacerle una autopsia a la casa. Lavó la mesa de madera de la cocina donde estaban las piezas de pollo descuartizado que dejaron listas desde la noche anterior para celebrar su cumpleaños número 6, le dieron mantas blancas recién hervidas para no contaminar su cuerpecito blando con los instrumentos sucios:


_"Arsénico", dijo con voz ronca el médico visitante.