Simón era el primo de una prima. Lo que
podría verse como si él fuera mi primo, pero realmente no lo era, porque mi
prima era pariente por el lado de mi papá, y Simón era primo por el lado de su
mamá o algo así… En fin, no era mi primo. Todo ese análisis no lo hice ese
sábado en que nos conocimos en el Chantilly que quedaba atrás del Camino Real
(¿Se acuerdan?) cuando llegó con mi
prima y su novio de turno. Simón, mi prima y el novio de turno
eran varios años mayores que yo, unos diez, diría. Por entonces, esas
diferencias de edad me parecían fascinantes, la gente de mi edad me aburría. Sí. Así.
Simón no era guapo, ni siquiera
atractivo. Tenía el típico físico de los salvadoreños natos: moreno, nariz
aguileña, ojos achinados, pelo negro, liso y grueso y estatura promedio. En
pocas palabras: no tenía nada de atractivo a primera vista, a excepción de su
excesiva seguridad y una sonrisa de perfectos dientes blancos de lado a lado
que me encantó al momento. Después de unas horas y varias cervezas, ya estabamos
hablando como viejos conocidos. Lo primero que me pregunté, y obviamente le
pregunté a Simón, fue que cómo, siendo pariente de mi pariente, nunca nos
habiamos conocido. Resultó que vivía en Washington -el DC, no el estado- y
realizaba no sé qué trabajo con las comunidades latinas de allá. Al parecer se
había ido a vivir con alguna familia (que no era la mía, ya está claro) a
principios de los ochentas cuando lo de la guerra y la guerrilla se empezó a
poner feo y desde entonces había estado allá, yendo y viniendo cada vez que le
era posible. Tenía un título universitario en International Affairs (¡Wow!) o
algo parecido o algo que me sonó como a eso y una maestría en Politics (Doble
¡wow!). Así que ya se imaginarán qué placer le causó a una "intelectual de pacotilla", como yo, entablar conversación con semejante ejemplar. Simón no era solo un hombre muy
“estudiado”, también sabía de música, tocaba la guitarra, escribía de vez en
cuando sus propias letras (¡El colmo!) y hasta escribía una columna en un
periódico.
No me enamoré de él, como se hubiera
esperado. No me explico por qué, tenía todas las características necesarias.
Ahora que lo pienso: ni siquiera me gustaba, de gustarme físicamente, me
encantaba estar con él y pasar interminables horas hablando de temas
inesperados, insospechados y desconocidos. Y eso fue lo que pasó durante su
larga estadía de un mes. Nos ibamos (ya sin la prima y su novio de turno) a
repasar todos los posibles lugares que típicamente visitaban los “Hermanos
Lejanos”. También ibamos al apartamentito en el que se quedaba con un amigo.
Estaba en la segunda planta de una casa en la Centroamérica. Que no era una
segunda planta de verdad, sino que, un cuartito que habían construído sobre
la cochera y que tenía su acceso privado por una gradas de metal que subían
desde la calle. En fin. Allí me cantaba con su guitarra las canciones que había
escrito y otras, como “Usted es la culpable”. Yo no era la culpable de nada. El
tampoco estaba enamorado de mí. Ya saben… Uno presiente esas cosas.
A estas alturas se estarán preguntando
si era casado o algo por el estilo. Yo también me lo pregunté y se lo pregunté
la segunda vez que salimos. No era casado, pero si "algo por el estilo". Vivía "rejuntado" con una gringa, lo que a mí no me impidió seguir saliendo con él,
y, según me contó, tampoco a la gringa le importaba que saliera conmigo. Bien
para todos. Después del mes de estar saliendo todos
los fines de semana, se borró por un tiempo. Como se imaginarán, no lo busque ni
pregunté a dónde estaba, me imaginé que en Washington haciendo su vida con la
gringa. A esa edad quién se clava en esas cosas. Yo no. Tenía mi vidita, con
familia sobreprotectora, estudios universitarios y ensayos de grupo de teatro
(si, quería ser actriz).
Apareció otra vez como a los seis meses. Me llamo un sábado por la mañana y al medío día ya estabamos sentados
platicando en el peñón más alto de la Puerta del Diablo. Debe haber sido
octubre, porque estaba haciendo un vientecito bien rico que hacía que todo el
monte de abajo se mecieran al unísono y me hiciera pensar en el poema de
Alfredo Espino “Eran mares los cañales que yo contemplaba un día…” Los que yo
contemplaba ese día no eran cañales, pero se movían como mares y pensé que algo
así había visto el Alfredo. La cuestión es que el momento era como para
enamorarse o para estar enamorado, no para estar hablando de la doble moral de
los salvadoreños y la sexualidad a finales de los ochentas. Sí, de eso
estábamos hablando. Esos eran nuestros temas.
Estabamos allí sentados los dos solos y sonrió con esa sonrisa de lado a lado con perfectos
dientes blancos, por un momento lo vi hasta guapo y derrepente sentí que él
también había sentido que era un momento como para estar enamorado o enamorarse.
Pero me equivoqué. Nunca hablamos de amor. No en el sentido romántico. Sí
hablamos de hacer el amor, o mas bien: él habló o sugirió que “porqué no
haciamos el amor”. Le dije
que sí, que estaba bien, pero que el asunto no podía ser así nada más (sí, dije
asunto), que primero tenía que domesticarme (sí, dije domesticarme) como hizo
el Principito con el zorro. ¿Cómo así?, preguntó Simón. Y entonces le conté la
metáfora del niño que quería jugar con el zorro, pero el zorro le dijo que no
se le podía acercar, que primero debía domesticarlo, es decir, acercarse a él cada
día un poquito más hasta que ya se hubiera acostumbrado a él y pudieran estar
cerca. Al final el zorro le suplica “Domestícame”. O algo así. Así que allí
mismo, en la peña más alta de la Puerta del Diablo con viento de octubre que
nos mecía el pelo, montes que parecían mares, un sol cálido y amable en un
momento que hubiera podido ser para estar enamorado o enamorarse; me besó por
primera vez.
El segundo beso nos lo dimos en el pick
up azul que le prestaba su amigo mientras se quedaba en San Salvador. Estábamos
parqueados en el boulevard Constitución, cuando estaba recién abierto y
estrenado. Creo que no imaginamos que por alli pudiera pasar nadie, no en esa
época. Y de no haber sido por la patrulla que se estacionó adelante, el policía
que se bajó y nos pidió la identificación y que nos retiraramos de ese lugar,
este beso sí hubiera sido apasionado, sin llegar a ser de película. De vez en cuando saliamos con mi prima
y su novio de turno. A veces ibamos al cine, a veces a tomarnos algo, a veces
solo a sentarnos en el apartamentito a ver tele, a veces a oir a Simón tocar la
guitarra, a veces cantabamos con él. A veces cuando ellos se iban, seguíamos
con la domesticación y nos besabamos en el único sillón que había. Después de
varias sesiones de domesticación, como diez en realidad, Simón volvió a
desaparecer. Esta vez me llamó para despedirse, le habían llamado de Washington
para un asunto de un papeleo o algo así, me dijo que todavía no sabía cuando
iba a regresar, pero en cuanto volviera se iba a comunicar conmigo.
Siguieron los vientos de octubre, participamos en el festival de teatro universitario y
ganamos el segundo lugar, celebré la Navidad con mi familia sobreprotectora, se
acabó ese año, empezó otro, comencé mi penúltimo ciclo de universidad,
empezaron los primeros parciales y Simón volvió a comunicarse conmigo. Me
saludó como si se hubiera ido el día anterior y me dijo que ya era suficiente
domesticación, que no tenía tiempo para eso, que iba a pasar a traerme, ibamos a ir a cenar y a tomar vino en algún lugar
bonito y después podíamos ir a la casa en la que se estaba
quedando, que ya no era el apartamentito, sino una casa de verdad, que compartía como con cuatro o cinco personas más. Nos fuimos por allí, tomamos vino y hablamos de
todo, menos de la domesticación y del asunto que nos competía esa noche. Nos
reimos bastante. Tal vez si no hubiera disfrutado tanto la compañía de Simón,
la relación –o lo que haya sido- no hubiera llegado hasta allí, y si él hubiera
puesto un mínimo esfuerzo de su parte, hasta me hubiera enamorado, pero todo
fue demasiado directo y simple como eramos los dos. La velada (como dicen en las películas)
pasó más rápido de lo que me imaginaba, entre conversaciones triviales y
nuestras típicas charlas tratando de componer el mundo; al rato ya estabamos en
la casa saludando a todos los “roomates” y sus amigos, que eran
como diez personas en total, desparramadas por toda la sala en los sillones, el
suelo y una que otra silla del comedor. Había uno con una guitarra tocando alguna canción lejana. El cuarto de Simón quedaba pasando
el patio, que era pequeño, con una jardinera al centro que le daba vida a un
arbolito de limón y algunas hierbas que lo rodeaban a la altura del suelo.
Simón puso todo de su parte para que el asunto se
desarrollara lo más normal posible: me
enseñó el cuarto, su aparato de sonido, el baño (por si quería darme una ducha
o algo) y lo más importante: la cama. Puso un casette de Silvio Rodríguez y se sentó sobre la
cama. Yo hice lo que parecía mas lógico y me senté junto a él, nos besamos
despacito mientras pasaba su mano detrás de mi cuello, esta vez si como en las
películas. No cerré los ojos, los deje abiertos mirando un punto fijo en el
cielo falso, precisamente en una mancha de humedad que casi tenía la forma de
un corazón (¡sí, qué cursi!). Entonces el beso dejó de ser despacito, empezó a
desabotonar mi blusa blanca y caimos horizontalmente sobre la cama, su
horizonte sobre el mio. Se quitó la camisa, lo que dejo entrever dos bien
marcadas cicatrices: una en el brazo izquierdo, otra a un lado del pecho. (Al
fondo seguia Silvio “Yo fui una vez al monte, yo fui una vez lucero, yo fui una vez sinsonte, yo fui una vez lo nuevo.”) Y entonces,
cuando su mano iba entrando por debajo de mi falda, sonaron los primeros disparos, ráfagas, primero lejanas y que luego se iban acercando. Más disparos, golpes en las puertas, vidrios que se quebraban al parecer en la casa de la par. Simón solo me tiró al suelo, jaló el colchón y me lo echó encima. Me quedé allí largos minutos, horas, quizás, hasta que algunas de las cheras que estaban en la sala al entrar vinieron a sacarme, nos subimos a un Toyota viejísimo y me llevaron a mi casa.
Volvimos a Simón unos meses después, ya
con la prima y el novio de turno. Nos vimos en el Chantilly, el que quedaba
atrás del Camino Real (¿se acuerdan?). No hablamos nunca del asunto, de su desaparición, ni de lo que pudo haber sido. Entre tlo poco que hablamos,
solo se me quedó grabada su sonrisa perfecta de dientes blancos de lado a lado
y su comentario de (“aquella noche en que salimos, aquella noche tan surrealista,
¿te acordás?”) Al día siguiente desapareció así como había aparecido.
El dieciséis de enero de mil
novecientos noventa y dos se celebró el resultado final de la firma de los
acuerdos de paz. Hubo una misa en San Jose de la Montaña, todo mundo estaba
feliz y eufórico. Luego de casi doce años de guerra, de miles de muertos, de
varios pueblos desaparecidos, de cientos de hijos, nietos, hermanos, amigos
desaparecidos; al fin estabamos en paz. Las celebraciones se dieron por todas
partes. Y nosotros (mi novio de turno, dos amigas y mi hermano) quisimos
constatar y dar fe de esa realidad que parecia mentira y nos fuimos a la
celebración abierta y democrática de los clandestinos, que según decían, nunca
más volverían a serlo. El Parque Barrios era una feria, con casetes, libros y
souvenirs de la guerrilla. Había vinchas, gorras, pasarrios, calcomanías y
camisetas con el nuevo color rojo que hasta entonces había sido prohibido.
Había toda clase de libros expuestos a la luz del sol y al público, todos aquellos
que hasta entonces tenían que haber estado escondidos en algún desván. El
Palacio Nacional y la Catedral no se podían ver con tantas pancartas, mantas y
gente que después de tanto tiempo reconocían sus caras y su ideología en
público. Luego de mi asombro, de la
gente moviendo las banderas en la asotea del Palacio, de la gente caminando
soprendida como despertando, pude reparar en el improvisado escenario que había
sobre las gradas de la Catedral, en donde un descubierto y emocionado lider ex - guerrillero
proclamaba a todo pulmón su nueva arenga política. Avancé como pude entre aquel
gentío de seguidores y curiosos que se arremolinaban sobre las gradas,
siguiendo el tono conocido de aquella voz que sonaba en altoparlantes por toda
la plaza… Y sí, era él (lo adivinaron). Simón que era el primo de una prima,
pero que no era mi primo, el que me había domesticado y me había cantado usted
es la culpable y con quien casi pierdo mi virginidad, estaba encaramado en la
tarima vociferando con tal propiedad, que por un momento me olvidé que habiamos
estado tan cerca que no cabía un alfiler entre los dos y llegué a creer que era
ese nuevo hombre allí arriba, el exclandestino, hoy llamado Comandante Aurelio.
Mi sorpresa me llevó a casi cuatro gradas cerca de él, en donde por unos breves
segundos su mirada se junto con la mía y descubrí la mirada de Simón y sonrió
con sus perfectos dientes blancos de lado a lado… Yo
también sonreí y
bajé las gradas espantada de asombro.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario