Cuando la música se convierte en inspiración

Cuando la música se convierte en inspiración y la inspiración se transforma en historias es cuando nace Non-Girly Blue.

Somos un experimento literario conformado por mujeres amantes de las letras y la música. Cada quince días nos alternamos para recomendar una canción sobre la cual las demás non-girly blues soltamos la imaginación y nos inspiramos para escribir... escribir relatos, historias, cuentos, personajes y a veces hasta poemas. ¿Y por qué no pues?

[Publicaciones y canciones nuevas cada quince días]

20170220

La Domesticación












(Relato inspirado en Yo Fui Una Vez de Silvio Rodríguez)

Simón era el primo de una prima. Lo que podría verse como si él fuera mi primo, pero realmente no lo era, porque mi prima era pariente por el lado de mi papá, y Simón era primo por el lado de su mamá o algo así… En fin, no era mi primo. Todo ese análisis no lo hice ese sábado en que nos conocimos en el Chantilly que quedaba atrás del Camino Real (¿Se acuerdan?)  cuando llegó con mi prima y su novio de turno. Simón, mi prima y el novio de turno eran varios años mayores que yo, unos diez, diría. Por entonces, esas diferencias de edad me parecían fascinantes, la gente de mi edad me aburría. Sí. Así.

Simón no era guapo, ni siquiera atractivo. Tenía el típico físico de los salvadoreños natos: moreno, nariz aguileña, ojos achinados, pelo negro, liso y grueso y estatura promedio. En pocas palabras: no tenía nada de atractivo a primera vista, a excepción de su excesiva seguridad y una sonrisa de perfectos dientes blancos de lado a lado que me encantó al momento. Después de unas horas y varias cervezas, ya estabamos hablando como viejos conocidos. Lo primero que me pregunté, y obviamente le pregunté a Simón, fue que cómo, siendo pariente de mi pariente, nunca nos habiamos conocido. Resultó que vivía en Washington -el DC, no el estado- y realizaba no sé qué trabajo con las comunidades latinas de allá. Al parecer se había ido a vivir con alguna familia (que no era la mía, ya está claro) a principios de los ochentas cuando lo de la guerra y la guerrilla se empezó a poner feo y desde entonces había estado allá, yendo y viniendo cada vez que le era posible. Tenía un título universitario en International Affairs (¡Wow!) o algo parecido o algo que me sonó como a eso y una maestría en Politics (Doble ¡wow!). Así que ya se imaginarán qué placer le causó a una "intelectual de pacotilla", como yo, entablar conversación con semejante ejemplar. Simón no era solo un hombre muy “estudiado”, también sabía de música, tocaba la guitarra, escribía de vez en cuando sus propias letras (¡El colmo!) y hasta escribía una columna en un periódico.

No me enamoré de él, como se hubiera esperado. No me explico por qué, tenía todas las características necesarias. Ahora que lo pienso: ni siquiera me gustaba, de gustarme físicamente, me encantaba estar con él y pasar interminables horas hablando de temas inesperados, insospechados y desconocidos. Y eso fue lo que pasó durante su larga estadía de un mes. Nos ibamos (ya sin la prima y su novio de turno) a repasar todos los posibles lugares que típicamente visitaban los “Hermanos Lejanos”. También ibamos al apartamentito en el que se quedaba con un amigo. Estaba en la segunda planta de una casa en la Centroamérica. Que no era una segunda planta de verdad, sino que, un cuartito que habían construído sobre la cochera y que tenía su acceso privado por una gradas de metal que subían desde la calle. En fin. Allí me cantaba con su guitarra las canciones que había escrito y otras, como “Usted es la culpable”. Yo no era la culpable de nada. El tampoco estaba enamorado de mí. Ya saben… Uno presiente esas cosas.

A estas alturas se estarán preguntando si era casado o algo por el estilo. Yo también me lo pregunté y se lo pregunté la segunda vez que salimos. No era casado, pero si "algo por el estilo". Vivía "rejuntado" con una gringa, lo que a mí no me impidió seguir saliendo con él, y, según me contó, tampoco a la gringa le importaba que saliera conmigo. Bien para todos. Después del mes de estar saliendo todos los fines de semana, se borró por un tiempo. Como se imaginarán, no lo busque ni pregunté a dónde estaba, me imaginé que en Washington haciendo su vida con la gringa. A esa edad quién se clava en esas cosas. Yo no. Tenía mi vidita, con familia sobreprotectora, estudios universitarios y ensayos de grupo de teatro (si, quería ser actriz).

Apareció otra vez como a los seis meses. Me llamo un sábado por la mañana y al medío día ya estabamos sentados platicando en el peñón más alto de la Puerta del Diablo. Debe haber sido octubre, porque estaba haciendo un vientecito bien rico que hacía que todo el monte de abajo se mecieran al unísono y me hiciera pensar en el poema de Alfredo Espino “Eran mares los cañales que yo contemplaba un día…” Los que yo contemplaba ese día no eran cañales, pero se movían como mares y pensé que algo así había visto el Alfredo. La cuestión es que el momento era como para enamorarse o para estar enamorado, no para estar hablando de la doble moral de los salvadoreños y la sexualidad a finales de los ochentas. Sí, de eso estábamos hablando. Esos eran nuestros temas. 

Estabamos allí sentados los dos solos y sonrió con esa sonrisa de lado a lado con perfectos dientes blancos, por un momento lo vi hasta guapo y derrepente sentí que él también había sentido que era un momento como para estar enamorado o enamorarse. Pero me equivoqué. Nunca hablamos de amor. No en el sentido romántico. Sí hablamos de hacer el amor, o mas bien: él habló o sugirió que “porqué no haciamos el amor”. Le dije que sí, que estaba bien, pero que el asunto no podía ser así nada más (sí, dije asunto), que primero tenía que domesticarme (sí, dije domesticarme) como hizo el Principito con el zorro. ¿Cómo así?, preguntó Simón. Y entonces le conté la metáfora del niño que quería jugar con el zorro, pero el zorro le dijo que no se le podía acercar, que primero debía domesticarlo, es decir, acercarse a él cada día un poquito más hasta que ya se hubiera acostumbrado a él y pudieran estar cerca. Al final el zorro le suplica “Domestícame”. O algo así. Así que allí mismo, en la peña más alta de la Puerta del Diablo con viento de octubre que nos mecía el pelo, montes que parecían mares, un sol cálido y amable en un momento que hubiera podido ser para estar enamorado o enamorarse; me besó por primera vez. 

El segundo beso nos lo dimos en el pick up azul que le prestaba su amigo mientras se quedaba en San Salvador. Estábamos parqueados en el boulevard Constitución, cuando estaba recién abierto y estrenado. Creo que no imaginamos que por alli pudiera pasar nadie, no en esa época. Y de no haber sido por la patrulla que se estacionó adelante, el policía que se bajó y nos pidió la identificación y que nos retiraramos de ese lugar, este beso sí hubiera sido apasionado, sin llegar a ser de película. De vez en cuando saliamos con mi prima y su novio de turno. A veces ibamos al cine, a veces a tomarnos algo, a veces solo a sentarnos en el apartamentito a ver tele, a veces a oir a Simón tocar la guitarra, a veces cantabamos con él. A veces cuando ellos se iban, seguíamos con la domesticación y nos besabamos en el único sillón que había. Después de varias sesiones de domesticación, como diez en realidad, Simón volvió a desaparecer. Esta vez me llamó para despedirse, le habían llamado de Washington para un asunto de un papeleo o algo así, me dijo que todavía no sabía cuando iba a regresar, pero en cuanto volviera se iba a comunicar conmigo.

Siguieron los vientos de octubre, participamos en el festival de teatro universitario y ganamos el segundo lugar, celebré la Navidad con mi familia sobreprotectora, se acabó ese año, empezó otro, comencé mi penúltimo ciclo de universidad, empezaron los primeros parciales y Simón volvió a comunicarse conmigo. Me saludó como si se hubiera ido el día anterior y me dijo que ya era suficiente domesticación, que no tenía tiempo para eso, que iba a pasar a traerme, ibamos a ir a cenar y a tomar vino en algún lugar bonito y después podíamos ir a la casa en la que se estaba quedando, que ya no era el apartamentito, sino una casa de verdad, que compartía como con cuatro o cinco personas más. Nos fuimos por allí, tomamos vino y hablamos de todo, menos de la domesticación y del asunto que nos competía esa noche. Nos reimos bastante. Tal vez si no hubiera disfrutado tanto la compañía de Simón, la relación –o lo que haya sido- no hubiera llegado hasta allí, y si él hubiera puesto un mínimo esfuerzo de su parte, hasta me hubiera enamorado, pero todo fue demasiado directo y simple como eramos los dos. La velada (como dicen en las películas) pasó más rápido de lo que me imaginaba, entre conversaciones triviales y nuestras típicas charlas tratando de componer el mundo; al rato ya estabamos en la casa saludando a todos los “roomates” y sus amigos, que eran como diez personas en total, desparramadas por toda la sala en los sillones, el suelo y una que otra silla del comedor. Había uno con una guitarra tocando alguna canción lejana. El cuarto de Simón quedaba pasando el patio, que era pequeño, con una jardinera al centro que le daba vida a un arbolito de limón y algunas hierbas que lo rodeaban a la altura del suelo. 

Simón puso todo de su parte para que el asunto se desarrollara lo más normal posible: me enseñó el cuarto, su aparato de sonido, el baño (por si quería darme una ducha o algo) y lo más importante: la cama. Puso un casette de Silvio Rodríguez y se sentó sobre la cama. Yo hice lo que parecía mas lógico y me senté junto a él, nos besamos despacito mientras pasaba su mano detrás de mi cuello, esta vez si como en las películas. No cerré los ojos, los deje abiertos mirando un punto fijo en el cielo falso, precisamente en una mancha de humedad que casi tenía la forma de un corazón (¡sí, qué cursi!). Entonces el beso dejó de ser despacito, empezó a desabotonar mi blusa blanca y caimos horizontalmente sobre la cama, su horizonte sobre el mio. Se quitó la camisa, lo que dejo entrever dos bien marcadas cicatrices: una en el brazo izquierdo, otra a un lado del pecho. (Al fondo seguia Silvio “Yo fui una vez al monte, yo fui una vez lucero, yo fui una vez sinsonte, yo fui una vez lo nuevo.”) Y entonces, cuando su mano iba entrando por debajo de mi falda, sonaron los primeros disparos, ráfagas, primero lejanas y que luego se iban acercando. Más disparos, golpes en las puertas, vidrios que se quebraban al parecer en la casa de la par. Simón solo me tiró al suelo, jaló el colchón y me lo echó encima. Me quedé allí largos minutos, horas, quizás, hasta que algunas de las cheras que estaban en la sala al entrar vinieron a sacarme, nos subimos a un Toyota viejísimo y me llevaron a mi casa.

Volvimos a Simón unos meses después, ya con la prima y el novio de turno. Nos vimos en el Chantilly, el que quedaba atrás del Camino Real (¿se acuerdan?). No hablamos nunca del asunto, de su desaparición, ni de lo que pudo haber sido. Entre tlo poco que hablamos, solo se me quedó grabada su sonrisa perfecta de dientes blancos de lado a lado y su comentario de (“aquella noche en que salimos, aquella noche tan surrealista, ¿te acordás?”) Al día siguiente desapareció así como había aparecido.

El dieciséis de enero de mil novecientos noventa y dos se celebró el resultado final de la firma de los acuerdos de paz. Hubo una misa en San Jose de la Montaña, todo mundo estaba feliz y eufórico. Luego de casi doce años de guerra, de miles de muertos, de varios pueblos desaparecidos, de cientos de hijos, nietos, hermanos, amigos desaparecidos; al fin estabamos en paz. Las celebraciones se dieron por todas partes. Y nosotros (mi novio de turno, dos amigas y mi hermano) quisimos constatar y dar fe de esa realidad que parecia mentira y nos fuimos a la celebración abierta y democrática de los clandestinos, que según decían, nunca más volverían a serlo. El Parque Barrios era una feria, con casetes, libros y souvenirs de la guerrilla. Había vinchas, gorras, pasarrios, calcomanías y camisetas con el nuevo color rojo que hasta entonces había sido prohibido. Había toda clase de libros expuestos a la luz del sol y al público, todos aquellos que hasta entonces tenían que haber estado escondidos en algún desván. El Palacio Nacional y la Catedral no se podían ver con tantas pancartas, mantas y gente que después de tanto tiempo reconocían sus caras y su ideología en público. Luego  de mi asombro, de la gente moviendo las banderas en la asotea del Palacio, de la gente caminando soprendida como despertando, pude reparar en el improvisado escenario que había sobre las gradas de la Catedral, en donde un descubierto  y emocionado lider ex - guerrillero proclamaba a todo pulmón su nueva arenga política. Avancé como pude entre aquel gentío de seguidores y curiosos que se arremolinaban sobre las gradas, siguiendo el tono conocido de aquella voz que sonaba en altoparlantes por toda la plaza… Y sí, era él (lo adivinaron). Simón que era el primo de una prima, pero que no era mi primo, el que me había domesticado y me había cantado usted es la culpable y con quien casi pierdo mi virginidad, estaba encaramado en la tarima vociferando con tal propiedad, que por un momento me olvidé que habiamos estado tan cerca que no cabía un alfiler entre los dos y llegué a creer que era ese nuevo hombre allí arriba, el exclandestino, hoy llamado Comandante Aurelio. Mi sorpresa me llevó a casi cuatro gradas cerca de él, en donde por unos breves segundos su mirada se junto con la mía y descubrí la mirada de Simón y sonrió con sus perfectos dientes blancos de lado a lado… Yo también sonreí y bajé las gradas espantada de asombro.

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