Relato de Otto Meza,
Insipirado en "Still" de Alanis Morrisete.
"Tienen una sola vida, gástenla en algo que valga la pena"
Chiara Luce Badano
Afuera de la tienda se podía ver el rótulo de letras raras y para nada inteligibles. Un aroma a éter, mezclado con el perfume sepia de viejas fotos te daba la bienvenida invitándote a pasar. Al abrir la puerta, parecía que el silencio se tragaba el espantoso ruido del mundo. Era un oasis de calma, un segundo robado al universo entero y conservado en alcanfor y cosas viejas.
En el inmenso caos de cosas dispuestas sin orden aparente, sobresalía el único objeto que cada tanto se movía: la figura turca del tío Nael. Delgado, ojos hundidos en una cara de huesos y de la que solo sobresalía una nariz desproporcionadamente grande. Sus manos de dedos largos trenzados. Los brazos delgados atados (por una vieja bufanda verde) a ese cuerpo siempre encorvado sobre su mesa de trabajo, desde donde "rescataba el alma de los recuerdos", como le gustaba decir, aunque para mí solo era un simple vendedor de antigüedades limpiando objetos para ofrecerlo a algún turista. Alto como las paredes de su tienda, de movimientos lentos, parecía sostenido por los andamios de la nostalgia.
-¿Por qué trabajas tanto en esas cosas viejas?- le preguntaba mi madre sin esperar respuesta. Yo que me quedaba un rato más le escuchaba mascar algunas palabras de forma lenta: no son cosas, son recuerdos...
-Sabes, Mateo - me dijo un día- La realidad de los humanos defrauda de tal manera que solo la nostalgia nos salva de hacernos insensibles. La nostalgia y la luna.
Nunca se casó, nunca le conocí pareja, o deseos de descendencia. Nada, ni un desliz, ningún arrebato. Pero si tenía una viejo amor: la luna, en quien refugiaba sus noches enteras. Se sentaba por horas a verla y parecía convertirse en un objeto más de su tienda, inerte, embebido en la belleza del círculo blanco. Cada tanto, mamá iba a verlo, quizá para cerciorarse que no hubiese muerto. Lo veía por un momento y dejaba escapar una leve sonrisa al notar que el tío Nael movía su cabeza al compás de la danza astral de su musa. La luna parecía la pupila insomne que aún amaba al mundo entero gracias a la mirada perdida de un viejo octogenario.
Me contaba que las lunas más hermosas las vio durante su servicio militar, nunca habló de esos dolorosos días de inútil guerra, más que para reconocer sus antológicas memorias lunares. Como si ese "amor" lo salvara de daños colaterales.
Una noche parecía inquieto, nervioso mientras fumaba su pipa de agua. Pequeño Mateo - me dijo- hoy he visto llorar la luna. Derramó tres lágrimas de diamantes que surcaron la bóveda oscura que encierra al mar. He buscado pistas y señales en cada recuerdo que viene a mi tienda con el objetivo de entender a la luna. Y creo saber lo que busca. Sé que es lo que ella necesita, Mateo - repetía una y otra vez.
A la mañana siguiente mientras regresaba de la escuela vimos una muchedumbre en el muelle. Casi todos en silencio. Un sollozo, daba sentido de dolor a la escena, era mi madre que sostenía la bufanda verde del tío Nael. Según algunos pescadores, durante la madrugada, una figura delgada, con una pequeña bolsa al hombro, cantaba, sonreía y se adentraba al mar diciendo cosas en lengua hindi.
No lo encontraron nunca, ni un rastro más que su bufanda. No hubo nota de despedida. Daba la sensación que el tío Nael se había diluido en las aguas. La tristeza inundó su tienda y mamá remató en venta de domingo todo lo que había. No se habló del tema en casa, aunque en el pueblo comentaran que la locura de vivir tantos años oliendo alcanfor lo había llevado al suicidio. Mi tío era mejor que esa teoría. Por eso, cuando vengo de noche al mar, creo advertir que cuando la luna se refleja en las aguas, lo hace para bajar al océano, perdiéndose y arañando las profundidades; buscándolo para bailar con él y corresponderle las noches de devoto silencio frente a la ventana. Esas noches cuyos recuerdos y nostalgias me salvan a mí de ser insensible y rescatan la luna de su soledad.
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