Relato inspirado en Mr. Blue Sky
de Electric Light Orchestra
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Hacía un día perfecto para caminar, era uno de esos días hermosos en los que la suerte brillaba y la acompañaba desde la salida de su casa. Brincaba por las lozas de la acera, le encantaba ir rebotando por las ramas de los árboles que se asomaban por el concreto, oler las flores que rebosaban de los arriates de las casas vecinas y dejarse despeinar por las hojas bajas de los sauces llorones. Venía cantando y sabía que en alguna parte la escuchaban y no importaba. No le importaba porque ya había volado en sus brazos alguna vez, porque la sensación de sentirse en el aire era liberadora. Tenía pocos compañeros de canto, pocas personas que entendieran lo mucho que la hacía feliz el poder cantar. Mientras divagaba en los versos de la próxima canción que cantaría, seguía por la acera hasta llegar al portón de hierro forjado que siempre la esperaba. Antes, pasó por la tienda por su María Luisa. Le gustaban con bastante azúcar colorada encima, era su tipo de pan dulce favorito y su placer culposo. Aunque lo pensó bien y pidió su canasta de leche habitual para poderla compartir, por si acaso. Su compañero de canto no entendía dónde podía caberle tanta azúcar. No le importaba. Siguió cantando y abrió el portón.
Ya dentro, recorrió el jardín con cuidado. Saludó al romero, le recitó un verso corto al mango, acarició a las albahacas y susurró una frase de aliento para el aguacate que se estaba marchitando. Tuvo la paciencia de regar todas las plantas mientras seguía cantando. Las notas la vestían de colores y le gustaba imaginar que llenaba de esos colores al jardín con su melodía. Cualquiera que la hubiera visto hubiera pensado que estaba loca, pero no le importaba. Tenía las manos ya llenas de tierra por el trabajo y soñaba con que era Blancanieves. La única diferencia era que ella no llevaba el vestido amarillo, el suyo hubiera sido azul, como ese cielo que la acompañaba siempre que iba a buscar a quien la oyera cantar siempre. Se reía de sus ideas.
Terminó de cuidar de sus plantas y fue directo a su habitación a buscar el papel para las cartas. Ese que le habían mandado de Europa, el que olía a rosas, el que era ligero y podía usarse hasta para mandar correo aéreo. (¿Cuándo había sido la última vez que había ido a comprar estampillas o enviado una carta al otro lado del mundo? Habían pasado ya muchos años). Pensó en buscar la plumilla fina que guardaba para sus momentos de inspiración más dulces, la que usaba para practicar sus clases de caligrafía. Decía que si los reyes hubieran podido escribir, hubieran usado plumillas como esa. Solo le faltaba un sello de lacre con sus iniciales para sentir que iba a escribir la carta más hermosa del mundo. Respiró hondo y cerró los ojos, tarareando. Ya eran pasadas las cuatro, la hora en que se veía con su compañero de canto todos los días.
Justo cuando tomaba la plumilla entre sus manos, se acordó. No era tardanza de su parte, él nunca llegaba tarde. Ya no tendría compañero de canto nunca más. Le había dicho que lo mejor para ella era no estar con él. Se había despedido y ella había llorado. Había sido ayer. No entendía cómo había podido olvidar algo como eso. Había despertado esa mañana y el cielo azul la había engañado: no podía ser posible que el día estuviera tan hermoso a pesar de todo. Iba contra toda su lógica que ella fuera capaz de cantar sola. Fue entonces cuando sintió a las lágrimas anidar en sus ojos. Sintió un nudo en la garganta. Dejó la plumilla en la mesa, ya no fue a buscar la libreta de papel de arroz. Su mente le estaba jugando una mala pasada con esa amnesia temporal. Por eso sentía que nada le importaba. No estaba pensando en nada, realmente. Comprendió que el cielo seguía allí porque la vida continuaba y el planeta seguía girando, pero para ella nada sería igual. Fue la última vez que cantó.
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