Relato inspirado en Shine On Your Crazy Diamond de Pink Floyd
I. Primera impresión de Estela.
Estela llegó esa noche como una de esas olas que te caen de golpe.
Estela vino y se fue, vino y se fue, vino y se fue de mi vida como una marea
para la que nunca estuve preparado. Me golpeó con toda la fuerza que era capaz
desde el primer segundo que mis ojos se fijaron en ella, y quién sabe por qué
nunca supe decírselo, nunca supe cómo, ni cuando tenía veinticinco años, ni
cuando tenía treinta y cinco, ni cuando tenía más de cuarenta. Ni ahora.
Mi primera impresión de ella es verla allí, bailando como la ráfaga
de viento que era, bailando sola en la pista sola de baile, brillando como un
diamante, el pelo rojo enloquecido, los ojos cerrados, la camiseta morada, las
manos abiertas, el jeans demasiado desteñido, los tenis blancos con cintas de
colores. La veo allí, así, y ahora me doy cuenta de que era un presagio. Estaba
entrando para siempre en la monotonía de nuestros días para darles vuelta de
una manera que ninguno de los tres podía sospechar en ese momento. Sí, los
mismos tres que habíamos sido desde los quince años, los que estábamos allí,
enamorándonos de ella, supongo, enamorándonos con amores diferentes, pero amor,
de ese que dura toda la vida, por el cual podés hacer cualquier cosa por
alguien, de ese amor, porque era imposible no querer a Estela, no querer hacer
todo por ella, no querer perseguirla a donde fuera. Estela era como un imán.
Cuando la canción terminó –no me pregunten cuál era- salió de su
trance, así de fácil como había entrado, nos miró a los tres como se mira a una
silla o un mueble o un objeto cualquiera y salió al patio por una cerveza. Era
julio y llovía. Regresó medio mojada, riéndose por quién sabe que cosa que le contó
en secreto a Alberto, que era quien la había traído a la fiesta. Carlos y yo no
dejábamos de ver alelados el colochero rojo que le caía casi hasta la cintura,
los ojos –de color extraño- que se convertían en una adorable línea cada vez
que se reía. Creo que esa fue la noche en que los tres, sin decírnoslo,
decidimos que de alguna manera se tenía que quedar en nuestras vidas.
De alguna manera.
Desde ese día dejamos de ser el trío para convertirnos en cuarteto.
Estela se convirtió en la mascota del equipo, como ella misma decía, iba a
todos lados con los tres, una noche pasaba yo por ella y la regresaba Alberto, a
la siguiente Carlos la llevaba y la regresaba yo, y así las noches se iban en
verla salir delgada y apurada con un vestido mínimo, algún jeans desgastado,
alguna idea rondándole la mente y el típico comentario acerca de la vecina
treintona y casada que siempre le vigilaba los pasos de salida y entrada para
luego tener de qué hablar en el vecindario.
II. Estela en el pozo.
Siempre dijo que no le importaba lo que la gente dijera o pensara de
ella, se reía tanto de eso, se burlaba de todas las señoras casadas de la
colonia, sin vida propia, aburridas dentro de una rutina que no pasaba de
cuidar niños y tener feliz al marido. “Mujeres que han tenido que casarse
porque ese es el fin último de su existencia”, decía Estela, pegándole otro
jalón al cigarro, haciendo coronitas con el humo. Pero siempre supe que sí le
importaba, siempre vivió luchando con ella misma para complacer a la gente,
para hacer lo que se esperaba de ella, luchando, porque tenía esa mala
costumbre de la que siempre renegó de no pensar en las consecuencias de sus palabras
y sus actos. Y entonces caía en esos pozos profundos, como ella misma solía
llamarlos. No contestaba el teléfono por días, no quería salir ni saber nada de
nosotros. “Estoy en el pozo”, decía, que no nos quería meter en él, que era
bien feo, profundo y oscuro. A los días aparecía como si nada, radiante y fresca.
Brillando como el sol.
No sé cuanto tiempo pasé tratando de analizar cómo la quería, de qué
forma. Porque a veces no lo entendía, yo apenas tenía veintiseis años y a esa
edad uno piensa que lo sabe todo, pero no sabe nada. Y yo no sabía, no entendía
cómo la quería. Obvio que cada vez que decía una de sus frases retorcidas y sin
sentido, riéndose con los ojos de color extraño, me entraban unas ganas locas
de abrazarla y besarla y quitarle el vestido mínimo y bueno... Hacer lo que
había que hacer. Pero también estaba ese asunto de que los tres la queríamos y
ella nos quería, y a veces en las noches de cervezas y risas enloquecidas por
la marihuana, era como un chero más con el que te podías quedar doblado de ya
no poder más, o como un chero más con el que te podías quedar hablando mierdas
hasta ver salir el sol. Y amanecíamos, enroscados los cuatro, como cuatro gatos
de la calle.
III. Estela con un pájaro muerto en la cabeza.
Nunca supe cómo Estela me quería, tampoco. Porque la primera vez no tuve tiempo de preguntárselo. Pasaron dos
años, llegó mayo y llovía. Estela, como estatua, deteniendo un cigarro
encendido en la mano derecha y una copa de champaña en la otra, mientras le
hacían un moño descomunal que más bien parecía un pajaro muerto sobre su
cabeza. Que eso no le iba arruinar el día, que ninguna lluvia iba a hacer que
las cosas no fueran cómo se las había imaginado, nos decía a Carlos a mí, que
éramos los encargados de aprobar que el maquillaje y el peinado le fueran bien
con el vestido. Nunca tuvo amigas, por lo menos no por entonces. Odiaba a las
mujeres, nos decía, que no hablaban más que de ropa, de hombres y de niños,
pero que en un momento como ese, no le habría venido mal una. Que nosotros qué
íbamos a saber de vestidos de novia y peinados y esas cosas. Pero nos dejó
mirarla. Admirarla. Aprobar el resultado final. Estela, vestida de blanco y con
un pájaro rojo anidando en su cabeza. Estela caminando hacia el altar como la
única certeza del amor. Brillando, como siempre. Estela, sonriendo, con la copa
de champán escondida entre las flores del ramo.
Alberto y Estela fueron una pareja feliz los
primero años. O siempre se veían felices. O siempre parecían felices. Tenían
una maña para que les pasaran cosas extraordinarias, como la madrugada que
subían de una boda del Puerto y se les quedó el carro en plena soledad y
tuvieron que esperar a que amaneciera y pasara el primer bus. Tenían una gracia
para contar el momento en el que se subieron completamente vestidos de gala, se
atropellaban las palabras mientras hacían grandes gestos imitando las caras de
los pasajeros al verles la facha. Se reían. Y nos hacían reír. Nos hacían
felices con su felicidad. Al menos a mí. Como dije, era la certeza más cercana
que tenía del amor. De lo que podía ser o pudo haber sido. Hacían fiestas
descomunales con cualquier cantidad de güaro y marihuana y comida e invitados.
Conocíamos mucha gente allí. Gente rara de todas las especies: escritores,
pintores, ilustradores, arquitectos, publicistas; siempre había gente diferente,
siempre sus fiestas terminaban en una locura, en un amasijo de cuerpos
bailando, brincando, gritando enardecidos. Y siempre Estela allí, pasando y
paseándose como si nada pasara, como si nada pudiera tocarla o alcanzarla,
destacando con ese brillo particular, con esa manera de sonreír sin mover si
quiera los labios, con esa forma en la que se le iluminaba la mirada. Estela
cantando come on you stranger, you
legend, you martyr, and shine y acercándose tanto a mí que podía sentir su
olor tan parecido a como podría oler la luz.
Pero sí, de vez en cuando volvía a caer en el pozo.
Algunas veces por días. Algunas otras veces la perdíamos por meses. Se acababan
las fiestas bulliciosas, deambulaba por la casa, las pocas veces que la
veíamos, como una sombra, como algo fugaz. Alberto se cansaba de tratar de
encenderla, de sacarla, de avivarla, como él mismo decía, y se perdía él
también por días o semanas. Y siempre le quedaba yo. Porque esa era mi misión
en la vida, decía Estela. Quedar. Estar. Soportarla. Acompañarla en el pozo, en
el que entonces sí me dejaba entrar. Mirábamos películas. Nos emborrachábamos
en silencio. Fumábamos sin perder la compostura. Yo la acompañaba y ella, la
mayoría de veces, lloraba, y yo la dejaba, porque esa era mi misión en la vida,
la única a la que le encontraba sentido, era un imán, ya lo dije, y yo quería
estar pegado a ella, verla dormirse con los ojos hinchados, abrazando un cojín
peludo de los sillones. Verla dormir con el colochero rojo enredándosele en los
sueños. Hubiera querido que fuera feliz. Nada más. Pero en esos momentos me
daba cuenta que para ella no existía la
felicidad. Ni siquiera la tranquilidad mediana que todos buscamos.
IV. Cargando a Estela.
Carlos y yo tuvimos que cargarla cuando ella y
Alberto se separaron luego de seis años de un matrimonio que no daba para más. Volvimos
a ser los tres y a ratos los cuatro, porque Carlos ya tenía casa con patio y
mujer y un hijo por venir. Volvimos a ser los tres a veces y antes de que
Estella le dijera adiós para siempre al colochero rojo y se dejara el pelo casi
a la altura de las orejas y del color natural, que por entonces supimos que era
castaño oscuro, con algunos reflejos más claros que brillaban con el sol. Con
ese sol que se le metió entonces otra vez en la vida y abrió todas las ventanas
de un apartamento pequeño con vista a un San Salvador rugiente y enfadado, como
ella, que quería recuperar el tiempo, la carrera de artes a medias, que quería
pintar, que quería escribir, ¿qué era lo que no quería? Bajábamos al mar y quería piedras, conchas, caracoles, quería pareos de todos
los colores, quería tenderse al sol, olvidarse de sí misma por horas, olvidarse
de mí, supongo, sentado junto a ella con un libro que nunca leía, con una
cerveza que se calentaba de tanto olvido, solo quería vivir, decía, yo solo
quería vivir junto a ella. Quedar. Estar. Soportarla. Cargarla todas las veces
que fuera necesario. Y entonces, tampoco tuve tiempo de saber o entender o
preguntarle cómo me quería, porque una mañana de octubre, unos días antes de su
cumpleaños número treinta y cuatro, desapareció con toda su vida sin decir
adiós. No la busqué. No estaba para eso. Además, como ya dije, ni yo estaba
seguro de cómo me quería y hacer un drama de persecución por un aeropuerto o
país o ciudad, tal vez hubiera sido demasiado. No iba conmigo. No quería caer
en la escena que tal vez, como me lo confesó muchos años después, ella hubiera
esperado. Me casé algunos años después. No es que lo hubiera buscado. Claro,
haber vivido contemplando la vida de Estela por más de diez años no me había
permitido la más mínima oportunidad de conocer otras mujeres y tener alguna
relación normal. Supongo que a esas alturas de la vida ya no se tiene todas
aquellas expectativas de un amor que te vuelva loco o enloquecer por alguien o
querer hacer todo por alguien, o anularse por una persona que sabés que te
quiere, pero no le de la forma en que vos quisieras que te quiera de regreso.
Vayan a saber. La verdad es que me casé sin grandes alborotos y sin aquella
infatuación necesaria para llevar a alguien a vivir con vos. La verdad que todo
era tan tranquilo que a veces me despertaba a media madrugada esperando que
Elsa estuviera convulsionando en histeria y llanto, esperando que no pudiera
dormir, esperando al menos un asomo de insomnio en su cara, dormida. Pero no.
Elsa no cuestionaba nada, no hacía aspavientos para hablar, y su locura o
indecisiones más grandes eran seleccionar la película que quería ver. Y así fue.
Una vida tranquila fue hecha para mí. Ella la construyó sin mucha dificultad,
con una paz que era casi imposible que viniera de un humano. Pero venía de ella
que siempre tenía todo bajo control. Un control que no molestaba, saben, un
control que le salía tan natural y del alma que parecía que estaba hecha para
eso. Y yo me acomodé, como solo un hombre que viene de tratar de encontrarle
explicaciones a las cosas, podía hacerlo.
V. Estela en tres etapas.
Nunca me gustó Nueva York y esa primavera hacía
mucho frío. Demasiado como para caminar como otro transeúnte más que trata de
confundirse entre la gente. Esas calles tan anchas y difusas, tan quién sabe
para dónde van, siempre me dieron el pavor típico de un latino acostumbrado a
las calles estrechas y desordenadas. Pero allí estaba, tratando de encontrar el
número de línea adecuada del metro para estar a la hora indicada en la 42. “A
unos pasos del MoMA”, me había dicho en perfecto español la recepcionista o lo
que fuera de la nueva editorial con la que de alguna forma la franquicia que yo representaba quería hacer alianza o negocios. Sí, negocios, esa palabra tan
intimidante para alguien que como yo solo sabía de libros y literatura. Pero alguien tenía que hacerlo, me
había dicho mi jefe, que solo sabía de números y estadísticas. Resulta que soy
malo para las direcciones, para las ubicaciones, para eso siempre tuve a la
controlada Elsa, mi capitán, oh, mi capitán, en todos esos asuntos de ubicarse.
Y ese día. Ese día de esa primavera demasiado fría, lo único que podía
encontrar era la famosísima fachada del MoMA con sus vidrieras y banners. Una
vuelta a la calle, y el museo otra vez. Otra vuelta y las vidrieras con el
anuncio de la nueva exhibición. Otra vuelta y la nueva exhibición otra vez. La
hora convenida para la reunión eran las cuatro de la tarde, y faltaba más de
treinta minutos, así que decidí entrar al museo para calmar mi ansiedad y el
frío que a esas alturas se colaba por mis pulmones como un dolor demasiado
anticipado para mi edad. Ya había estado allí una vez antes y lo que más me
había gustado era todo el salón dedicado a Pollock así que allí me dirigí,
necesitaba su descontrol para controlarme. Me fui directo a esa pintura,
la 502 o algo así, esa manía del hombre de nombrar sus pinturas solo con
números. Esa, la que esta llena de corcholatas, colillas de cigarros; esa,
colgada como si nada de la pared con su brochazos sin límites y su desorden
prominente. Siempre me gustó el desorden, pensaba, mientras pensaba si tocarla
o no, si poner mis dedos sobre los chispazos que el hombre alguna vez lanzó y el
vigilante apropiado y correcto me anunciaba “no se puede tocar”. Y fue entonces, en ese momento,
mientras mi mirada y mis dedos avergonzados buscaban en dónde posarse, que mi
mirada se posó en ella. Ella, con el pelo castaño más corto que el mío, con un
cuello largo, con las manos cómodamente descansando sobre la banca de madera.
Ella, Estela, no podía ser otra aunque estuviera de espaldas. Ella, Estela,
aunque su abrigo, guantes, pantalón y botas, no dejaran ver nada más que su
silencio frente al gran cuadro. Estela, dije, parado a tan pocos centímetros
que podía sentir su olor, tan parecido a como podría oler la luz.
La mirada de
Estela, reconociéndome en un museo. En tres etapas.
Etapa I:
Escucha mi voz, su nombre, y vuelve a ver como quien mira un horizonte
desértico que nunca termina. Duración: algunos segundos.
Etapa II: Sus
ojos se detienen, suspendidos en algún recuerdo, en muchos recuerdos y
palabras, sus ojos se clavan en los míos con una chispa que se va encendiendo
en cámara lenta. Lentísima. Duración: treinta y nueve segundos.
Etapa III: La
mirada le brilla, finalmente. Sonríe con los labios, los ojos y todo el cuerpo.
Me abraza. Me duele el corazón. Duración: alrededor de cinco minutos)
VI. Veinte horas con Estela.
Estela en primavera, aunque hiciera frío, caminaba
por las calles de Nueva York como si hubiera nacido allí. Que el destino era
una cosa tan caprichosa, repetía sin sacar las manos de su abrigo, que siempre
había odiado a Pollock, que no lo entendía, pero no sabía qué la había llevado
a sentarse en esa banca, que tenía más de media hora de estar allí viendo los
splashes de pintura, qué quién iba a saber qué hacía allí, pero seguramente
esperándome. Esperándome, repetía.
Habíamos caminado no sé cuántos minutos,
probablemente mucho más de una hora, luego de que, guiada por ella misma al
lugar, hubiera salido de mi reunión con la editorial, que al final había
resultado un éxito. Nos sentamos en una banca en Riverside, bastante cerca de
la 104, que era donde estaba ubicado su apartamento, me dijo. El Hudson lucía
bastante poético a esa hora en que el sol iba desapareciendo en el horizonte
casi como un objeto que ya no quiere estorbar más. Las olas del agua brillaban
con la última luz y Estela se empeñaba en seguir queriendo saber de mí, qué
había hecho, qué hacía, si me había casado, si tenía hijos. Hablaba y reía como
siempre, haciendo grandes gestos con las manos, avivando cada vez más su ojos
de color extraño. Que sí, que me había casado, que no, no tenía hijos... Y me
detenía un poco hablando de Elsa y nuestra vida sin sobresaltos. “¿Pero sos feliz?”, preguntaba y sin dejarme
responder seguía, “decime que sos feliz...” Y la palabra feliz se quedaba
resonando en mi cabeza cada vez que la mencionaba, como un eco sordo y lejano.
No, no soy
feliz.
La noche parecía eterna y al parecer Estela no
quería hablar de sí misma. Le huía a mis palabras cada vez que quería
escudriñar en su vida. Nos conducíamos
sin mucho preámbulo a su apartamento luego de varias horas de caminar,
sentarnos en alguna banca, caminar, mirar alguna vitrina, caminar, volvernos a
sentar, mirar el río apagarse entre las últimas luces del día. Su edificio era
bastante antiguo, con corredores estrechos y oscuros. Su apartamento estaba en
el piso siete, pero no había querido usar el ascensor. Que siempre le había
dado miedo y desconfianza, me dijo, que el edificio siempre parecía estar
abandonado y en ocasiones tenía la sensación de que algún alma en pena se le
iba a aparecer por allí, dentro del ascensor, al salir de él. Prefería las
escaleras. Además hacía el ejercicio que nunca llegaba a hacer.
Estela en su apartamento, que no era más grande que
el dormitorio de mi casa, se desenvolvía como el ama de casa que nunca llegó a
ser, recogiendo prendas tiradas y colgadas de cualquier parte, colocando
diferentes lápices de grafito dentro del recipiente colgado a un lado de la
mesa de dibujo, cerrando libretas con bocetos y páginas en blanco y
colocándolas una encima de la otra, buscando vasos pequeños para servir el sake
que había comprado en la licorería de la esquina, invitándome a sentarme dónde
fuera posible... La silla de la mesa de dibujo, los cojines enormes de colores,
tirados sobre la alfombra negra del espacio que parecía ser la sala, el único
sillón que daba a una ventana escasa y en donde probablemente se sentaba a
leer, porque a un lado, en el piso, se encontraban apilados varios libros; la
cama blanca, completamente blanca, separada del resto del espacio por un biombo
de madera. Me senté en el suelo, en uno de los cojines, revisando la pila de
libros, algunos en español, otros en inglés: Bradbury, Gioconda Belli, Auster,
Marcal Aquino, Woolf, Plath, Huezo Mixco (bien por El Salvador, bien por El
Salvador). Me los había leído todos, pensé, en eso trabajo, pensé, leyendo,
interesándome por esas historias de los otros, y podría ser un buen tema de
conversación para romper ese silencio que ya era demasiado largo. Ella estaba
de espaldas a mí, en el reducido espacio que servía de cocina, abriendo la
botella de un turquesa nevado que me había sorprendido desde el principio, una
botella diseñada no solo para contener su líquido, sino para ser hermosa, para
admirarla, para querer guardarla en una esquina de alguna parte de la casa. Que
era una egoísta, me dijo al voltear con los dos vasos servidos, que ni siquiera
me había preguntado si me gustaba el sake, que había decidido ella sola, que a
ella le gustaba desde hace años... Desde que llegó allí. Yo solo sonreía y
alargaba mi brazo para recibir el vaso. Ella se sentó cerca, en alguno de los
otros cojines. Tan cerca que podía presentir su aroma desmedido a luz y
estrellas.
Remember when you
were young, you shone like the sun. Habíamos oído
tantas veces esa canción... Cientos, miles de veces, que oirla una vez más ya
no era nada del otro mundo. Shine on your
crazy diamond. Nada del otro mundo menos en ese momento en que el mundo era
otro y Estela otra, convertida en todo lo que algún día tuvo que haber sido,
con la piel tan transparente y la sonrisa tan suave que daba miedo incluso
acercársele. Now there’s a look in your
eyes, like black holes in the sky. Shine on your crazy diamond. Quién iba a
decir que esa piel de tantas veces, tantas veces vista iba a ser tan suave y
que esos labios que tantas veces me habían sonreído, que tantas veces habían
pronunciado las palabras más duras y terribles y despiadadas e infames; iban a
ser tan suaves, tan blandos, tan líquidos. Estela era suave y eso nunca lo
hubiera imaginado. You were caught in
the cross fire of childhood and stardom blow on the steel breeze. Estela
era un cuerpo que había sido hecho para estar entre mis manos. Eso pensaba y no
sé qué pensaba ella. No me importaba. Porque estaba amaneciendo y de alguna
manera yo volvía a tener 26 años y ella volvía atrás borrando toda la historia
que ne ese momento ninguno de los dos quería recordar. Come on you target for faraway laughter, come on your stranger, you
legend, you martyr, and shine!!
Estela era todo lo que hubieras esperado de una mujer a
tus veintitantos años. Estela era esa sorpresa brillando a las ocho de la
mañana, haciendo café en algún lado de su diminuto apartamento, envuelta en una
camiseta blanca demasiado transparente y una luz desmedida.
VII. Estela, la luz y los finales.
Claro, me separé de Elsa esa Semana Santa. Ella se quedó
con el carro, la casa y la promesa de los hijos que nunca tuvimos. En su mente
organizada, nunca supo entender las razones, que ella era todo para mí, me
dijo, que me había ordenado la vida, seguía, sin perder la compostura y el buen
porte, hasta que, luego de cinco horas de quererme hacer entrar en razón, se le
desató el animal emocional que llevaba dentro y comenzó a lanzarme las copas y
lo vasos de los juegos que nos habían regalado algunos años atrás para nuestra
boda. Tuve que esquivar algunos, la mayoría terminaron hecho pedazos contra la
pared de la sala mientras yo huía. Solo la volví a ver el día en que firmamos
los papeles. Ecuánime y medida como siempre, sonrió algunas cuantas veces, con
pausa y parsimonia, como ella. Me deseó Buena suerte en mi vida, me estrechó la
mano al saber que me dejaba casi en la calle. La abracé de regreso sin saber
qué iba a hacer con lo que me quedaba en la vida.
Me quedaba Estela. O al menos eso era lo que yo
imaginaba.