Cuando la música se convierte en inspiración

Cuando la música se convierte en inspiración y la inspiración se transforma en historias es cuando nace Non-Girly Blue.

Somos un experimento literario conformado por mujeres amantes de las letras y la música. Cada quince días nos alternamos para recomendar una canción sobre la cual las demás non-girly blues soltamos la imaginación y nos inspiramos para escribir... escribir relatos, historias, cuentos, personajes y a veces hasta poemas. ¿Y por qué no pues?

[Publicaciones y canciones nuevas cada quince días]

20160331

La Señorita Isabel


















Relato inspirado en Heart of Glass de Blondie.


Entre todas las monjas y las demás maestras, la señorita Isabel caminaba con sus faldas vaporosas y pañuelito de colores amarrado al cuello. Era linda de pies a cabeza, con el pelo negro amarrado al cuello en un moño. Yo se lo había visto suelto, era negro, brillante y largo, ninguna de mis compañeras podía creerme, el pelo le llegaba hasta la cintura y si el sol le daba de frente, le brillaba como nunca he visto. Su sonrisa le brillaba también en la cara. Su sonrisa nos hacía el día más lindo y divertido mientras hablaba de continentes y países, mientras nos contaba de Alejandro Magno y sus viajes, mientras sumábamos un cuarto más tres octavos. El sol se paraba a verla, como decía la Madre Paula. Les puedo asegurar que el sol se detenía para dejarla pasar y no hacerle daño. Así era la señorita Isabel y por eso nunca me extrañó que Jaime, mi hermano se enamorara de ella. Fue casi un flechazo como de esos que veíamos esos días en el cine Regis, envueltos en oscuridad, olor a encierro y palomitas. Él me llegó a traer ese día porque Amelia, la empleada, estaba preparando la cena para la recepción de no sé qué embajador. Jaime se paró al otro lado de la calle en medio del mar de niñas, maestras, papás y mamás que llenaban la salida, me hizo así con la mano y en eso la vio, a la señorita Isabel a la par mía, llevándome de la mano, cruzándose la calle conmigo para entregarme.

Nunca supe con certeza cuántos años tenía la señorita Isabel, por eso no podía calcular cuántos le llevaba a Jaime que, por entonces, tenía veintiuno y se acababa de graduar de abogado en la Nacional. Algunas compañeras decían que tenía casi treinta, algunas otras, que veinticinco... La cosa es que nos empezamos a ver de escondidas con la señorita Isabel. Jaime iba por mí al colegio por lo menos una vez a la semana, caminábamos toda la Calle Arce para abajo hasta llegar a la Fuente de Sodas. Cuando llegábamos siempre estaba ella esperándonos primero. Y a saber qué hizo, pero se miraba más linda que nunca, no solo le brillaba la sonrisa, sino que también los ojos, las manos, el pañuelito anudado en el cuello. Podría jurar, además, que Jaime no me quiso más en ninguna época de nuestras vidas. En esos días se desvivía por mí, me compraba todas las sodas que quisiera, después de su cita me llevaba al Torreón a escoger alguna cosa linda para mí, que casi siempre eran pañuelos de colores para regalarle a la Señorita Isabel, que, por entonces, ya era como mi hermana, ¿verdad? Y ella también me daba toda clase de atenciones, me hacía trenzas en los recreos, me compartía alguna de sus frutas de la merienda, me ensañaba cómo anudarse el pañuelo. Éramos una pequeña familia con un gran secreto.

Yo apenas tenía ocho años y qué iba a saber de todo eso.

De repente yo ya no los acompañaba porque Jaime había alquilado el segundo piso de una casa allí por el parque Bolivar, me había dado cuenta porque fuimos por algunos muebles y adornos, compramos flores frescas y las pusimos en una mesita de centro. Habían pocos muebles y todo era sencillo. Habían pasado seis meses desde la primera vez que se habían visto y ya era vacación escolar. Yo nos estrañaba a los tres juntos mientras los vientos elevaban piscuchas y hojas muertas y polvo. Y miraba por la ventana pasar los días muertos y tristes. Y en eso fue mi mamá me llevó al hospital a verla. Que las monjas le habían avisado y que era de caridad visitar a los enfermos. Ya no brillaba y el pelo le caía en la almohada como que era mar negro. Me sonrió bonito al verme y le llevamos manzanas. Nadie quería hablar de su enfermedad, ni siquiera ella. No quiso decirme qué tenía y solo me agarraba las manos, me hacía trenzas, me sonreía. Fuimos varias veces al hospital con mamá. A veces le llevábamos melocotones o peras que la Amelia había pasado comprando en el mercado. A veces mamá se iba por allí a pedir unas sábanas limpias o un pichel con agua y hablábamos de cosas, pero nunca de su enfermedad o Jaime.

Jaime no se aparecía.

También fuimos al funeral con mamá, como era de esperar, ya por entonces era más el chambre que el acto de caridad. Todas las mamás de mis compañeras fueron, todas mis compañeras también. El lugar estaba lleno de flores blancas y olor a café. Yo la vi en el ataúd y es la única vez que he visto a un muerto-muerta como ella, con el pelo suelto bajando por sus hombros hasta la cintura sobre un vestido azul de manga larga. Obviamente no brillaba su pelo ni su sonrisa, pero se seguía viendo linda como siempre y parecía que me iba a voltear a ver recitándome algún poema de Rubén Darío de esos que le gustaban, "Y en una tarde triste de los más dulces días, la Muerte, la celosa, por ver si me querías, ¡como a una margarita de amor, te deshojó!" Y entonces Jaime se apareció, me abrazó junto al altar con flores blancas por largo rato.


Lloré como nunca en la vida. 

Tenía el corazón demasiado grande, me dijo. Demasiado grande y no era una metáfora. Su cuerpo no lo había aguantado, le había explotado en pedazos, me dijo, como pedacitos de cristal. Y eso sí era una metáfora.  


20160330

Adicta







This state altering taste leaves me wanting another hit of you.



Parte de ella es incapaz de relajarse, debe admitirlo. Eso de andar viajando no era algo que la hacía bajar la guarda. Al contrario: encuentra más tiempo para pensar, repensar, mover cosas, ordenar, tachar, limpiar. Y uno entre más limpia su alrededor, más siente la necesidad de bañarse. ¡Quién sabe cuánta mugre acumulan las sábanas de hotel! Y eso él ya se lo había escuchado decir. No, de verdad, Alex, uno creería que con el tiempo habría dejado mis viejas manías de orden y limpieza, que ya para este momento me hubiera calado, no sé, algo, pero no: sigo siendo impecable. Y Alex rió, porque ese adjetivo de impecable se lo atribuía a la compulsión por el aseo que caracterizaba a Anna, que los habían acompañado a lo largo de tantos años que pasaron juntos… pero no dejaba de ser a la vez un descriptivo de cómo lucía. Anna, con su pelo ordenado (ordenadísimo) y su paleta de colores que se mantiene oscilando entre el blanco y el negro, el beige y el gris. ¿Seguís teniendo solo eso en tu clóset, cierto Anna? Y nadie se fijó en la manera en la que él ya no acortaba su nombre, desaparecidos los diminutivos; ni en la distancia que se había trazado, trazada por los años transcurridos desde su separación.

Pues, no, no era así: eso ya había cambiado.

–Ahora uso celeste muy a menudo, dejame decirte.

–Tú panama hat no dice lo mismo, querida.

–Dejame. Cuando me vaya de Buenos Aires, vas a poder odiarme de nuevo desde tu estoicismo. Ahora no: ahora debes ser indulgente.

–Ah, ¿soy yo el estoico? Yo siempre creí que tu obsesión con la limpieza y el orden (y el control de todo lo que sientes) era una expresión de estoicismo. ¿Qué paso con la chica que refutaba la exaltación de la pasión? Cómplice de Descartes, ¿no era así?

Reían sin reír y Anna aseguró que eso sí había cambiado. De pronto, por más que crecía este afán por controlar todo, Anna había aprendido a dejarse ir en muchos otros aspectos. Vos no fuiste mi última ruptura, ya sé lo que es llorar de la cólera en un trabajo y lamentarme por acciones dictadas por mis emociones, acciones de las grandotas que se pasan llevando a gente. No, pues me imagino, habrá dicho él. Y lo acepto: no dejarse llevar te deja sintiéndote truncada, limitada, casi irracional. “Uno es más racional en cuánto más busca cómo optimizar sus recursos” y otras patrañas neoliberales. Debe existir un balance, de algún modo, en algún lugar.

Alex sugirió otra ronda, porque el equilibrio lo pueden buscar en otro momento. La noche pasó tan rápido como se habían sentido esos últimos (2) años. Había sido mucho, muchísimo, para seguir así como estaban. Embriagaba, más que los shots que venían en fila buscando las bocas, como un grupo de amigos que llega buscando diversión, la idea de estar tan cerca a Alex, así de nuevo. ¿Será que va a ser distinto esta vez? Las manos se acercaban y nadie podían separarlas, la pregunta “¿qué va a decir tu esposa?” fue solo dialéctica entrecortada por suspiro.

Él se quedó dormido, pero ella no logro dormir. Se le bajó la adrenalina y el efecto arrullador de esa piel conocida, y sus ojos quedaron abiertos en la penumbra del cuarto de hotel. Olía a cuarto de hotel. No olía al apartamento que ella había conocido. ¿Qué será ese ruido de afuera? Y pesan las sábanas, pero pesa más esta cosa en el pecho. Esta cosa que reconozco. Anna pensaba más lento que de costumbre, a un ritmo condicionado por el desvelo. El cambio de horario. El susto de estar tan cerca, de nuevo, de alguien tan peligroso.


relato inspirado en Heart of Glass - Blondie

20160320

Mi Heart of Glass



En mi vida pasada, bailé disco. Salí a estsos ambientes neuyorkinos a bailar, conectar, hablar y bailar más. Algunos dicen que el impacto vino de los clubes franceses, que ellos lo empezaron todo con Serge Gainsbourg, que eso migró y mutó. Descubrieron los gemidos de Donna Summer y los de Diana Ross en la versión larga de Donna Summer no se quedaron atrás. Era música que te hacía vibrar y dejarte ir, en la que resonaba este funk, el nuevo vehículo del soul y el r&b, vértigos de emociones universales en us letra al son de beats hechos para moverte. Vinieron los Bee Gees y the Village People, y el grupo Le Chic, peleando por entrar a Studio 54 un 31 de diciembre, se identificó como "Somos los que tocan esta canción!" cuando empezó a sonar Good times. Hubo una sucesión de momentos eufóricos que juntaron a un montón de artistas, de todo tipo de disciplinas. "Everyone was doing disco" y se juntó el punk con el disco, y surgió Heart of Glass, mi heart of glass, que bailo, que bailé cuando me sorprendieron en un cumpleaños y también cuando se casó una amiga. Tiene la energía de toda la banda con los giros bailables propios del disco, de bailar toda la noche, de dejarse llevar porque todo es frágil. Yo bailo aún, cuando suena a Disco, a funk y a Heart of glass.

20160317

"Miss Sarajevo" —U2 ft. Luciano Pavarotti


     Los ojos de la señorita eran de un color azul amargo. Los recuerdo muy bien porque cada vez que su mirada se fijaba en la mía era como morder la semilla de un mango tierno. Pero esta primera descripción es solamente una distracción. Bien sabré yo que las primeras impresiones son solamente espejos de las locuras que guardamos en la mente y en el corazón. Era tan profundos ese par de ojos que tuve que entrenarme durante varias noches para poder adentrarme en ese azul profundo. Cuando por fin logré mantener la mirada firme, no encontré nada de amargura. Encontré un misterio gigantesco y ululante. Cada abrir y cerrar de ojos era como el aleteo de un búho. Una persecución voraz donde siempre que perdía la batalla, en lugar de demostrarme débil y bajar mi mirada tal como ella lo deseaba, yo estallaba en carcajadas. “Es imposible hacer un serio contigo”,  reprochaba y como un cielo atormentado, cerraba esa fuente maravillosa de vida y de misterio que eran sus magnificos ojos. Por más que intentaba hacerla reír con cuentos tontos, chistes y alguna que otra cosquilla, una vez se encerraba en su capricho no lograba adentrarme en esas fuentes azules de vida hasta que ella me lo permitiera. No sé como lo hacía pero lo que una vez parecían cálidas lagunas de agua viva se convertían en una férrea bóveda oscura, privándome de los más amables tesoros que tan pocas veces compartía conmigo. Aún así, la amaba. Amaba sus caprichos. Amaba su silencio. Amaba esa locura de hablar con la mirada en lugar de las palabras. Amaba los secretos que sus ojos resguardaban.

     Los secretos que la señorita escondía los supe seis meses después de nuestro último juego a las escondidas. “Serios”, diría ella. “Escondidas”, diría yo. ¿Cómo iban a ser serios si siempre me estaba riendo? Nunca me dio la razón y tampoco anhelaba tenerla. Para ese entonces ya había entendido yo que es imposible razonar con cierto tipo de mujeres cuando creen firmemente tener la razón. La señorita  era una de ellas. Luego de haber comprendido —y aprendido—muchas cosas sobre la señorita, como que sus pestañas no eran pelos sino que alas gigantescas de búhos legendarios, que su hermetismo no era del todo un capricho sino que resultado de un misterio inalcanzable, que su color favorito para pintarse las uñas era el rosado Barbie y que tomaba té de manzanilla con media cucharadita de azúcar, siempre lograba perderme en la profundidad de sus ojos azules. Tan claros, tan frescos, tan… transparentes. Ella nunca lo supo. Yo nunca se lo dije. Pensé que era parte de un juego, ya saben, como parte de una amistad de esas que se consolidan en el silencio de las cosas no dichas, de esas que se atragantan con besos reprimidos y suspiros en la cama vacía mientras las noches, ya saben, incitan a auto saciarse el sofocante calor del deseo. Una de esas noches, luego de una vana conversación por Messenger, terminaron todos los juegos, los serios y los secretos.
     “Me voy a casar”, escribió en un mensaje amargo. 
     Si, amargo, como esa primera impresión que por tanto tiempo tuve de ella y de su mirada. Letra a letra me voy dando cuenta que cuando la vida me golpea de forma inesperada, el mundo se me vuelve amargo. 
     ¿Por qué?, me revolcaron internamente las tripas. ¿Por qué después de tantos silencios tiene que quebrarlo de esa forma tan siniestra e impersonal? 

(   (  (  ( ( M e v o y a c a s a r ) )  )  )   ) 

     Así, una por una se separaron las palabras como garras de una bestia rapaz, destrozando cada fibra de mi fragilidad. Todavía ningún emoticon logra expresar ese sabor amargo que explotó en mi corazón. 

     “?” 

     …la señorita está escribiendo un mensaje…

     …la señorita está escribiendo…
      …la señorita está…
      …la señorita…

La señorita jamás volvió a escribir mensajes.






DA20160316



      

20160314

Playa La Concha

relato inspirado en Miss Sarajevo, de Passengers (Bono y Pavarotti).

Parecía normal que se dieran las cosas cómo se dieron. Un mensaje inocente, una cita no muy prometedora, apatía general que disfrazaba el morbo y la melancolía. ¿Por qué debieron haberse dado las cosas como se dieron? Mi querida gitana, mi pequeño amor tropical. Esas palabras Raúl se las había tragado y enterrado; la promesa de volverse a ver no era más que un súbito incidente que había interrumpido la agenda laboral de ella y, por consecuencia, el día a día de él. La sorpresa no era el mensaje tecleado, porque sabía que había idas y regreso a Sarajevo que la hacían deambular por ciudades, rara vez pero sí. Alguna foto en Facebook que trataba de olvidar e ignorar. Menos mal nunca se propuso a olvidarla, esa tarea no habría sido fácil con las nuevas tecnologías del 2006 para acá. Un mensaje inocente, ajá, un “cancelaron mi vuelo de París a Madrid, debo llegar a Madrid en bús. Llego primero a San Sebastián. ¿Nos vemos?” 

Sin mayor preámbulo, sin hablar de todo el tiempo que tenían de no verse, del elefante rosado de que desaparecieron todos y cada uno de los cuadernos que ella dejó aventados en San Sebastián; viendo en las nubes del ocaso las imágenes de ella despidiéndose. No se querían, no se quisieron, no como él ahora quería a su esposa, pero estaba eso. ¿Qué era? Intriga perpetua, deseo que nunca se disipa. La única manera, quizás, de acabarlo, fuera, quizás, si ella, esta gitana, se hubiera presentado como una oportunidad tanto finita como eterna, y no una alma libre; que la segunda esposa fuera esta alma brasileña, piel brasileña, piel mulata, identidad dividida en secreto, buscando llenarse sola antes de que alguien la llene; mulata que pasó por las playas del Norte de España. La oportunidad había sido, pensaba Raúl mientras se ponía el corbatín  que si no probaba, ella se iría y él nunca sabría lo que sabe hoy: el placer de su compañía, placer recluido y perdido. ¿Lo estaría recuperando? Ana estaba muy cansada cuando se vieron en el aeropuerto, con sus inconfundibles ojos vidriosos. No, no había llorado, era solo el desvelo. ¿Quién hace eso? La aerolínea no se había hecho carga de nada, además. Y, no gracias, reservé un hotel cerca del Casco, no hará falta que me recibas en tu casa. ¿Además qué va a decir tu esposa? Vamos a la playa. La brisa les iba a hacer bien a ambos, con los Beatles sonando y disimulando ese nudo en la garganta de una invitación solo por compromiso, porque Raúl no debía estar allí. Estaba allí justamente porque sabía que no debía estar allí. 

Nunca lo decía, pero seguía atormentado por el misterio de qué pasó entre ellos. Cuando Raúl preguntó que si había habido alguien más, ella solo lo volvió a ver y aspiró humo del cigarrillo, con ojos parcos y una cortina de privacidad. No importaba, porque el problema era que estaba muy joven, muy dudosa, muy ella. Ahora era mayor, pero los dos coincidían con que no había necesidad de tener hijos, no ahorita. Demasiadas cosas ocupan mi mente y me absorben, me amarran; es un laberinto y no me pierdo, decía. Era necesario hacer esos recuentos, verse a los ojos, y adivinar qué había detrás de las palabras que se daban. La proximidad se había perdido, pero no la comodidad, o al menos eso parecía. Subyacía la atracción, debajo de esas palabras. El mar parecía arrullar el deseo.

Confesó, de repente, como si Raúl fuera la única persona en el planeta, como si él fuera un espejo que refleja esa parte con la que ella habla siempre a través de sus monólogos con promesas malditas, que aún se odiaba. No dejaba de existir esta especie de autoamenaza que envuelve su interior de color azul, Raúl, azul como este mar, profundo como la melancolía. Me odio, me recuerdo de mis defectos contra los cuales lucho y veo que todos logran superar el pasado hasta alcanzar la felicidad. Yo no, decía conmovida y triste; yo me divido y me fragmento y… cansa. Y perdón, no era más que el cansancio de estos viajes. El desequilibrio físico siempre termina por confrontarme y entra el peso de mis cosas, las que no he resuelto sin resolver. La última vez había sido la semana de insomnio y migraña; la última vez que él recordaba fue aún aquí en esta ciudad playera, la semana antes de las vacaciones que todo parecía venírsele encima. Irse, y dejar todos esos cuadernos tirados, había sido precisamente un mecanismo de defensa. Huye, corre, cae. (Si esto fuera una película de Almodóvar, alguien los estuviera viendo de lejos, siluetas nocturnas, diminutas en la playa; podía adivinar que eso pensaba.) Raúl se hubiera cansado de ella, pero esta frase no era algo que ninguno se creía, no del todo. Esta frase era coquetería clásica, pulida por la diplomacia de la edad en la que se encontraban y perfectamente sincronizada con la marea que subía.

Miss Barrio Concepción

Relato inspirado en "Miss Sarajevo" de U2 y Luciano Pavarotti

A la inocencia,
que se nos muere sin darnos cuenta.

La escena era dantesca, las llamas salían por las ventanas, arrasando todo a su paso, todo lo que estaba en el edificio sería destruido sin nada que pudiera evitarlo. Era desolador.

Abajo, todas las personas que habían logrado salir a tiempo miraban estupefactas el alcance del desastre. Nadie decía nada, el rechinar de las llamas en contacto con el cemento, con las telas, con la madera y con todo tipo de materiales se hacía escuchar a muchas cuadras, la luz en los rostros tilosos y entristecidos de la gente doraba no solo planes rotos, sino también la desesperanza. ¿Qué les quedaría luego de ese día de infamia?

- ¿Han visto a la Adelita? - se escuchó la voz de un hombre joven. Al instante todos salieron del hipnotismo de lo nefasto. Un rumor empezó a escucharse mientras unos se veía a otros. La respuesta era una sola, nadie la había visto desde antes de que la alarma los despertara y salieran en estampida rescatando lo único que tenían puesto y las ganas de vivir. 

A lo lejos se empezaron a escuchar las sirenas, alguien al fin había llamado a los bomberos, alguien al fin se apiadó de los adultos mayores y los separó del cordón humano al rededor de lo que quedaría de sus hogares, inmediatamente llegaron bomberos, paramédicos y el alcalde con su tropa de gente falsamente piadosa municipal, protegieron a los niños, dieron mantas a los ancianos y otorgaron oxigeno a los asmáticos, nadie sabía donde estaba la Adelita y aunque todos se preguntaban por ella, nadie se miraba ofuscado buscándola, con la desesperación del amor. 

Alguien le dijo al jefe de bomberos que faltaba, en el censo de seres humanos y máscotas, la loquita del barrio. La Adelita. Se dio la voz de alarma. Ella siempre dormía en el sótano abandonado del edificio, siempre con primor guardaba sus pocas pertenencias, tan protegidas que nadie sabía de qué se trataba su tesoro envuelto en trapos chucos.

El siniestro fue apagándose poco a poco, los bombero fueron combatiendo a las furiosas llamas, arrancaron de sus brazos pocas pertenencias de algunos inquilinos, fueron despacio y con cuidado abriendo habitaciones, hicieron censo de pérdidas, revisaron posibles causas del inicio del incendio, recuperaron fotografías a medio quemar, juguetes rotos, cuadros quebrados, cada habitante del edificio agradeció la entrega de un pequeño escombro, era lo que quedaba, eso y la vida, ese pedazo carbonizado de su vivienda y la vida. 

Cuando ya solo quedaba humo y carbón y las llamas se habían apagado, volvieron a decirlo, la Adelita no aparecía, ya era preocupante, alguno de los cuerdos presentía algo malo y lo contagió, los bomberos, los paramédicos y la gente de la alcaldía se dedicaron a buscarla entre las ruinas. La encontraron en su antiguo refugio; calcinada.

Sus manos de anciana estaban pegadas a su tesoro: la corona de latón, la que le dieron cuando la proclamaron reina del barrio, allá por mil novecientos cuarenta y siete.

Séptima Calle Oriente


Relato inspirado en
Miss Sarajevo de Passengers y Luciano Pavarotti




Me pasé toda la tarde mirando esos zapatos. Tenía zapatillas, botas, tacones... linduras que me habían costado en su tiempo mucho dinero. Cerré la caja polvosa y tiré a la basura todos esos pares que ya no me servían, los que se habían pelado y los que ya estaban por deshacerse. ¿Te acordás cuando  fuimos a comprar esos que llevaban piedras? Me insistías que llevara algo cuando en realidad no lo necesitaba. Nunca me ponía tacones ni nada parecido. Eso fue así hasta que aparecieron tus ansias de felicidad y grandeza. Eran delirios apresurados que se volvieron una desesperación por aferrarse a una vida que se escapaba como niebla.


Sigo sin entender cuál era la gana tuya de gastar dinero como si no hubiera un mañana. ¿Cómo iba a saber yo que en realidad no lo iba a haber? Ya venías pensando en cómo iba a terminar todo esto, de seguro. Quizás ya lo sabías o lo habías visto y no me habías querido decir nada por no querer matarme la ilusión. ¿Cuántos años pasaron? Unos ocho o diez, ya no me acuerdo. El juez desaparecía por días y te ibas a los tribunales a ver qué había pasado. A los días, te volvía a ver con la misma cara gris de meses anteriores y entendía que no habíamos tenido avances. Parecía que íbamos a tener una vida nueva sin realmente salir de la que teníamos. ¡Todo lo bueno se nos venía encima y no lo sabíamos! O al menos eso pensábamos. Esas salidas de noche a restaurantes donde te saludaban por tu nombre y donde eras Don Fulano de tal, los viajes en vacaciones y las tardes horneando pollo con hierbas en la casa con jardín de dos pisos... Todo se ve ahora tan lejano. Parece que fue ayer. Ponías el tocadiscos y la sala se llenaba de voces dulces, aterciopeladas y a veces graves y cremosas. Podía ser ópera, new wave, clásica... cualquier cosa. Me gustaba verte sentado en la sala bajo el óleo enorme que teníamos allí, en el sofá rosa viejo con madera clara, justo al lado del enorme armario que tenía los discos que con tanto amor habíamos pasado coleccionando todos durante décadas. Sentía que no me iba a pasar nada mientras estuvieras allí, cuidando de todos nosotros. Casi puedo oler el polvo, el olor a años acumulados entre las tapas. A veces cierro los ojos y puedo sentirlo todavía.



Paso a veces frente a la casa y la veo con nostalgia: se ha convertido en un flamante consultorio de uno de esos doctores con injusta fama de guapos que ven a señoronas de apellidos largos para cobrarles facturas largas. Pudo haber sido nuestra casa. Pudimos habernos quedado en esa zona de árboles viejos y casas con techos de tejas, pero no. No era para nosotros. Todo había sido un espejismo. Fue algo pasajero para hacernos apreciar lo que venía después. De una noche a otra nos dijeron que teníamos una noche para salir de esa casa porque ya tenía otro dueño. De repente la definición de "amigo" cambió a "persona que desinteresadamente te pueda dar cajas vacías sin importar que sean altas horas de la noche". Hasta risa me da ahora, pero en el momento fue todo lo contrario. Nunca voy a entenderlo. Le doy vueltas todos los días a esto y sigo sin entenderlo. De un día para otro, toda nuestra vida se vio resumida a dos camiones llenos de cajas. Tuvimos que vender la mitad de los muebles a los pocos amigos de buen bolsillo que les quedaban a ustedes, llamar a los que alguna vez habían sido ordenanzas o jardineros en la casa y pedirles que nos ayudaran a mover las cosas. Todavía los unía un sentimiento de lealtad a quienes habían tenido como sus patrones por tanto tiempo. Insistimos en pagarles y no nos cobraron. Pude ver que les dimos lástima. "Pobrecita la niña", alcancé a oír los susurros detrás de la columna de la cochera. Nunca te lo dije. No quise aplastarte más el orgullo. No más de lo que ya estaba.




La mente nos juega mal. Yo me acuerdo todavía de los detalles. Trato de domarlos en mi mente, intento manternerlos a raya para que no me coman viva en un momento de silencio. Porque en esos momentos donde no había explicación a nada, estaba el silencio. Y las remolachas. ¿Todavía te gustan las remolachas? Me dijiste un día que eran dulces porque encapsulaban azúcar de la tierra, que el sol las pasaba cociendo a fuego lento para que supieran así, para que yo me las pudiera comer en la ensalada y me hicieran fuerte. Tenías una forma curiosa de decir las cosas: suaves para que me gustara oírlas y directas para que las entendiera. No he encontrado todavía a nadie que hable así. Unos son melosos y asquerosamente poéticos y otros son tan directos que resultan aburridos. Creo que me voy a morir sin encontrar a nadie que me explique el mundo de esa forma. Las remolachas son ahora una forma muy morada para mí de describir al mundo. Siempre las ocupo de ejemplo con quien me quiera escuchar y tenga la paciencia de descubrir conmigo lo poco que le queda de poesía a lo cotidiano. Me aferro a ellas porque son el último símbolo que me queda de tu lucidez. Porque fueron lo último que comí en una mesa sola, pensando qué había sido de aquellos días en esa casa enorme que limpiábamos entre cinco personas mientras sonaba el tocadiscos.

20160302

“Vladivostok 2000” —Mumiy Troll





     Miles ahead from the frozen land, Alexandr witnesses movement: an endless ocean flowing relentlessly towards the sun. “Where does it go?” Where does it end?,” he whispers ashore.

     Flags in the air. Ships in the docks. The city is a living museum where history is carved in the walls, yearning the glory of old days. Shells, anchors, and boats fade with the setting sun. At the Central Square, darkness covers the face of the copper statue once built to challenge the brave to defend the Motherland. Years of battle went by before the white winter decided to rule, imposing punishment indefinitely. “Thou shall not move,” it confined boats in frozen water, preventing men and dreams, to sail away. 

     Not from bravery but from the desperation confined souls suffer from, few men dare to escape sailing away into the world’s end. Ashore, it is known that for each sunset a beloved one vanishes from the stream of life. From the ocean's side, sunrise reminds sailors of the defenseless love left behind.

     Standing under the centennial statue, Alexandr loses sight of the horizon. In the dark water, ship lights blend with the stars. “Is there anybody out there?,” the question his mother refused to answer when he was five still roams in his mind.

     After a short walk, Alexandr arrives to his house. It is the same house he has lived his entire life. Inside, he takes off his coat. With shaky hands, he lights a candle. Home is nothing but humid walls and broken fixtures. A wooden table. A broken stove. Old furniture in rags. He looks around wondering if it is time for him to pursue change. He thinks of the flowing ocean. He thinks of the vanishing sun. He tries to imagine new places he could call home, none to be found.

     He approaches the small altar his mother installed by the window. The last reminder of her wishes for life and love. What life? What love? All Alexandr knows is journeys with no returns. The father sailing away. The mother dying before her time. There are no reasons to remain in that frozen land. 

     He sees the icon his mother used to pray to, now covered with dust and mold. What is life but fragmented memory? Pieces of mind for others to recollect? With all these feelings in his heart exploding like hand grenades, he burns down the altar. No more pain to remember. No more time to waste. He finally smiles.

     Outside, the night begins to fade. The copper statue's left index finger points at the unknown horizon. A new day is born. Shells, anchors, and flags glimmer under the soft golden sunbeams. The ice melts slowly. Drop after drop, the water returns to the currents of an moving ocean, dissolving the story of a man ready to sail away.


—DA20160304


20160301

Distancia borrosa

relato inspirado en Vladivostok 2000 - Mummy troll


Nunca entendí qué pasó allí. Suelo ver todo de una manera tan cuadriculada, en la que no caben cosas muy fuera de lo común, no cuando hay diferencias tan distinguibles. Él estaba en el colegio aún. Mayor que sus compañeritos, sí; pero aún así menor y sin experiencia.   Más alto también, me acuerdo. Era de esas personas de pocas palabras y con eso sabías, un poco, cuando te saludaba distante, que el tipo acumulaba cierto tipo de experiencias, pero permanecía reservado e inexperto en materia interpersonal y afectiva. Y era más alto que ella. Con ella, parecía más cómodo: se le acercaba sin esa aparente timidez que le aportaba a otras conversaciones. Ciertas conexiones se manifiestan con desbloqueos y soltura, dicen. Ella, en cambio, era mucho mayor, pero no parecía.  Tenía años de estar en la UCA y lo de Comunicación Social, pero lucía igual que cuando recién regresaba de estudiar afuera.


En presencia de él, no dejaba de verse mayor, pero perdía la severidad de su mirada, aquella que sus alumnos reconocían. Se veía igual de relajada que cuando toma, pero a veces no era que hubiera tomado: era que estaba en medio de todos, hablando con nadie, hablando con él. No hay que tener la misma trayectoria para entrar en un universo común, ¿no? Nunca iban a coincidir además: él estaba en un camino mucho más científico-matemático que el de esta cumbiera intelectual. Yo escuché, cuando me acerqué a servirme agua mineral con limón y sal, que reían de lo que ambos no sabían y se deslizaban en sus paladares, en movimientos circulares, promesas que se decían entre líneas.

¿Cómo hace la gente para envejecer también? Cada nueva arruga que me sale me lanza en una búsqueda perpetua de nuevos remedios caseros y exfoliaciones en YouTube. A lo mejor ella, Marianna L., tenía algún secreto: elixirs quema grasa o mascarillas DIY de colágeno. La verdad es que no sé, pero sé que pasaban los años y ella permanecía bien finita, esbelta; su piel, impecable. No fuma ya, pero en mi cabeza siempre fuma. (Se me quedó grabada la imagen de ella y su cigarrillo hablando en privado con este muchachito, en medio un evento social en el que ella no tenía nada que estar haciendo allí.) O, ahora que lo pienso, este niño menor fue lo que la hizo empezar a envejecer, después de que dejó de fumar y pasó largo rato sin que yo la viera hablar así.

Quizás otros, con una manera más flexible de ver las cosas, “como todas las cosas están llenas de mi alma”, pueden ver lo que no veía yo, que es que a pesar de los límites bien trazados de la edad y las cosas en común, Marianna y su amiguito podían ser más que solo amigos. ¿Hay algo controversial allí? Los cigarros se iban consumiendo, deben haber tenido mucho de qué hablar; yo no sé. No solo no era problema mío: no era problema de nadie más, entonces ¿qué importa? People don’t have to understand, it’s only between you and me. Y de lo poco que vi, vi mucha admiración. Mutua. “Tiene que ser alguien que podás respetar, men, no cualquiera.”

Yo los dejé de ver y dejé de especular como todos acerca de cuán seguido se veían ellos, sin nosotros. Me hacía la loca, asumía demencia y leía solo lo explícito: son personas separadas por años, por profesiones, por intereses (una distancia invisible, marcada únicamente cuando Marianna llegaba acompañada de alguien más; las veces que Marianna tenía novio). Nadie lo vio, nunca fue público, pero me imagino que se enamoraron y que eso explica la voluntad de él comprometer su libertad, tan joven. Teniendo todo por delante, fue hasta perderla que se sintió libre. Libre, quería alcanzar y recorrer los 9 años que los separan. Marianna se había graduado hace mucho, mucho y él, pues, hizo lo que tenía que hacer después de graduarse: alejarse, crecer y cambiar. No sé si Marianna sabía ya para ese entonces que el final que tuvieron es el mismo que le espera a todas las parejas, independientemente de las edades o cosas o cómo vemos las cosas. Lo común a todos es que nos acercamos a quienes no conocemos y nos separamos cuando ya nos conocemos. Nunca me lo dijo, eso sí. Me dijo nada más que sí le había importado mucho ese muchachito.