Cuando la música se convierte en inspiración

Cuando la música se convierte en inspiración y la inspiración se transforma en historias es cuando nace Non-Girly Blue.

Somos un experimento literario conformado por mujeres amantes de las letras y la música. Cada quince días nos alternamos para recomendar una canción sobre la cual las demás non-girly blues soltamos la imaginación y nos inspiramos para escribir... escribir relatos, historias, cuentos, personajes y a veces hasta poemas. ¿Y por qué no pues?

[Publicaciones y canciones nuevas cada quince días]

20140328

Promesas

Relato inspirado en Promises, de Fugazi





Entró con cuidado, para no hacer mucho ruido. Las miradas se fijaron en ella. Seis jóvenes, casi niños, con el miedo flotando entre las cejas. Caminó en el pasillo frente a ellos y se sentó al fondo, con las otras chicas, casi niñas también, que habían llegado para "la despedida" del grupo.

Ahora está allí, esperando. Una a una, las meretrices son escogidas por los niños-cadetes y se retiran a sus respectivos privados, autorizados especialmente para la ocasión. Assenne queda última, revisa el galpón con la vista y sus ojos se detienen en las pupilas dilatadas de un veinteañero moreno, encorvado sobre su litera, y que la mira con tristeza.

Assenne se estremece por dentro. El cadete es grande, muy grande, parece ser fuerte y no tiene el miedo a flor de piel que caracteriza a otros antes de la primera misión. Corta edad y miedo eran dos ventajas que esperaba tener para esta, la que había decidido sería su última encomienda. Olen es todo lo contrario a lo que ella había esperado encontrar.

Él, sentado, la observa con sorpresa y tristeza. Esta chica que le ha tocado en suerte parece una mala broma. "Es casi idéntica", piensa, y decide retirarle la vista.

Pero Assenne está decidida y no ha llegado hasta allí, hasta ese día específico en su vida, hasta esa noche, para no hacer nada. Se levanta y le ofrece su mano a Olen. "Deberíamos comenzar, pronto se terminará el tiempo y sonará la sirena", le dice, con la voz más dulce que logra fingir.

Olen no contesta. Baja la mirada y se lleva una mano al rostro. "¿Te importa si solo fingimos que hemos terminado con esto? Puedes escanear mi CR para que pruebes que has cumplido", le dice. Assenne está sorprendida, nunca le había pasado antes. Estos cadetes, llevados al extremo en sus entrenamientos previos a las misiones, eran bombas de hormonas que solo lograban descargarse la noche antes de la partida.

De pie, estupefacta, lo observa.

—¿Tienes miedo?

—¿Eh?

—Miedo, a morir.

—No. No... no estés allí de pie, por favor, siéntate.

—¿Qué es, entonces?­

—Olen, soy Olen Ref.

­—Assenne.

—Assenne. No es miedo a la muerte, Assenne. No. Supongo que tú puedes entenderlo. ¿Te gusta la vida que llevas?

Ella lo observa sorprendida. Mueve la cabeza hacia los lados, incapaz de pronunciar el "no" con la boca.

—A mí tampoco. Verás, yo no quería enlistarme. Mi padre murió en la batalla de 2134 y a mis hermanos y a mí se nos asignó el rol siendo aún pequeños... no sé, he escuchado con ustedes es igual.

Assenne asiente con un nuevo gesto de su cabeza.

—El punto es que no temo a la muerte. La muerte, en mis circunstancias, sería una consecuencia lógica, una pérdida previsible, y para mí, una liberación. Sabes que los Ahdalls se han vuelto más fuertes, tienen armas nuevas y no tardarán en sitiar esta ciudad. El bosque ya no es seguro tampoco, he escuchado que comienzan a poner bombas y nadie se lo explica porque no son detectados por los módulos de vigilancia...

Lo escucha en silencio, fascinada. También ha soñado con tomar las armas y pelear esa guerra que van perdiendo, que la dejó huérfana y la convirtió en lo que ahora es. Esa guerra que los había vuelto una sociedad automatizada y en las que la vida valía cada vez menos. Esa guerra en la que no le importaría morir.

—... y es ahora, justo ahora que salgo a mi primera misión, que me doy cuenta de que no es esto lo que quiero. De pronto me doy cuenta de que quiero vivir.

Olen se voltea y la mira fijo a los ojos. Le explica que hay una cadete muy parecida a ella. Son los mismos ojos, le dice, la nariz, sólo las distingue el hecho de que tienen diferentes complexiones físicas. Él ha quedado prendado de los ojos de la cadete desde que la conoció, le dice. Le explica que siente no merecerla, que se siente un cobarde porque ella le ha propuesto muchas veces escapar y él no ha tenido el valor para someterla a semejante riesgo. Que ella tiene todo un plan de escape que incluye arrancarse los chips de roles con cuchillos, de modo que no puedan rastrearlos, que ella le ha prometido que no importa si viven poco, que ese poco tiempo compensaría toda una vida de conformidad si no lo hacen. Ahora se irá a su primera misión mientras ella aún está en entrenamiento, y posiblemente muera y nunca logre cumplirle su deseo de escaparse juntos a las aldeas de las montañas occidentales y vivir allí marginados, pobres y felices. Quizá merezca morir, le dice, como un pobre infeliz que simplemente tiene demasiado miedo de perderla.

—Desertar, quieren desertar.

—¡Cállate! No sé por qué te he dicho todo esto. Por favor, por favor sal ya.

Olen se arremanga el uniforme para dejar su chip de rol a la vista, de modo que ella pueda escanearlo e irse. A Assenne se le ilumina el rostro, lo toma del brazo desnudo y le pide que salgan juntos hasta las barracas de las mujeres. Le explica con prisas un plan disparatado que lo termina de asustar, pero aún así la sigue y salen juntos, entre las sombras, con los corazones acelerados, hacia la sección de mujeres del campamento.


---


Por la mañana suenan las alarmas. Falta un cadete. Presumen que se ha fugado con una de las meretrices que ha llegado la noche anterior. No salen a buscarlos porque es momento de preparar el lanzamiento de las unidades que deben ir a misión.

En las barracas de mujeres todas están alistándose para una nueva jornada de entrenamiento. Entre las cadetes-niñas que se alistan, solo una lo hace con una sonrisa amplia. Se ajusta un vendaje en el antebrazo con el CR recién cambiado, y se pone la chaqueta con su nombre, su nuevo nombre: Adalli Sekhian.

20140326

Cenizas

Relato inspirado en Promises de Fugazi





El día había amanecido claro, limpio y nuevo muy a su pesar. Era el centésimo día de su ausencia, otro día sin su risa y pelo revuelto por las mañanas. Aunque pensándolo bien, podía ser el primero, lo habría sentido igual. Cada minuto dolía como una quemadura. Se recibían noticias de fuegos ajenos, cenizas distantes... alarmas. Nada tenía sentido. No había recibido noticias, ni anuncios. Ni siquiera un telegrama.

El día en que se marchó, le ofreció una nota en sobre cerrado que puso en sus manos. Creyó ver sus labios diciendo algo sin hablar que no comprendió:  "... eré." Una vaga sonrisa se dibujó frente a ella. Creyó también ver un par de ojos vidriosos que se negaban a dejar de verla. "Volveré". Se lo repitió a sí misma para no olvidar. Sí, seguro eso había dicho.

Los días seguían pasando. Se oían rumores de fuegos, incontables pérdidas y eventos que simplemente no se atrevía a reconocer. Todo era murallas rotas, escombros, puro ruido.

Recordó los días largos de verano cuando volaban con las nubes, el silabario que resolvieron juntos, su media lengua cuando aprendió a decir su nombre. Volvieron a ella los amaneceres llenos de angustia, cuando moría de miedo pensando en qué pasaría si lo perdiera así, tan pequeño y tan frágil. Revivió todo eso y más. Y el terror comenzó a consumirla. ¿A quién engañaba? Aquel que se había ido, no era más que un niño jugando a ser hombre.

Más días pasaban y ya ni siquiera le quedaban palabras para decir qué sentía. Fue entonces que se acordó de la nota.

Seca y quebradiza como piel de cebolla, esperaba en un rincón de la  gaveta cerca de su cama. Temblorosa, abrió el sobre arrugado. Habían escritas sólo dos líneas.

"Moriré. No me llores."

20140321

el artista 3


Llegué a un punto en donde creía cosas extrañas, pendejas y lejanas. Por una noche entera, en claro-oscuro y sublime, en donde círculos de colores me abrazaron y los roces de mi piel contra el lienzo me acariciaron, alimentando mi sueño... Creía estar viviendo un mundo de óleo, que pincelazos cobraron vida, me abrazaban, y que esto es lo que hay que perseguir. Que mi energía, mis colores se mezclaban con los colores de él, fusión el morado con el verde, y pasión que venía de sus manos tocando mi espalda, abrazándome toda, deseándome... Era una pintura a la que yo aportaba, pues sensaciones fueron sentidas y provocadas, y emociones compartidas, esos azules de la madrugada del producto final.

Hicimos un cuadro casi perfecto, lleno del desorden del arte de la pasión, algo que no dejó de decirme que esa noche era adonde yo quería permanecer, que las estrellas que nos veían no nos iban a dejar de perseguir. Los días que siguieron con la ausencia de esa noche me persiguió el recuerdo de la euforia de haber pintado con él, y no volvimos a compartir sino que chocamos y nos dejamos, a pesar de las promesas que me hice esa noche. 

20140316

"Still" - Alanis Morrisette



          Tenía siete años cuando surgieron demasiadas preguntas que nadie en su casa podía responder. Veinte años después, muchas de esas preguntas infantiles seguían sin respuesta, y no porque no hubiera intentado encontrarlas, todo lo contrario. Había  conocido tantas personas, viajado lo suficiente, cometido tantos errores y tantos aciertos, había buscado a Dios y lo había dejado a un lado, había leído todo eso que parecía inteligente y lo que era absurdamente banal, había creído y dejado de creer, había meditado y experimentado, y aún así, no encontraba alivio a esa curiosidad que la carcomía por dentro como una picazón eterna, como una sed insaciable, como un fuego inextinguible. 

          “Veintisiete años no es una edad para tener las respuestas de la vida” se consolaba a ella misma, pero aún así, Ellen llegaba a la conclusión que quizás era demasiado estúpida como para no ver las respuestas en frente de ella, o simplemente eran preguntas que no tenían respuesta. Preguntas que no deberían tener respuesta.


          “Es necesario encontrar los orígenes de las cosas.” se repetía a sí misma cada vez que chocaba contra el muro de la ignorancia. “Las respuestas se encuentran en lo sencillo, no en lo complicado” era su mantra cuando la frustración le hacía rodar lágrimas por su rostro pálido y cansado por el desvelo. Ese desvelo que cubre la vida de los científicos, de los exploradores, de los detectives que no encuentran paz hasta que encuentran toda la evidencia para cerrar el caso, o el experimento, o el descubrimiento de alguna nueva tierra prometida, o sencillamente la curiosidad infantil que, en este caso, le motivaba a seguir cometiendo errores dentro de lo seguro y aciertos dentro de lo inesperado, solo para encontrar nuevas preguntas al final del día.


          Era una complicada, lo sabía. Era una de esas chicas que se sientan a ver a su alrededor intentando encontrarle significado a las cosas. Había hecho de su mundo una tierra de fantasía, donde todo tenía y debía tener significado. Hacía de lo cotidiano un simbolísmo casi alquímico, que combinado de la forma correcta, en las proporciones correctas, todo podía convertirse en oro, o dicho en otras palabras, todo tenía un valor más allá de lo que sus ojos podía ver. Todo tenía propósito y significado más allá de lo funcional. Más que una pragmática, era una romántica. Y lo sabía. Sabía que las cosas no eran del todo como ella lo percibía, sabía que las cosas eran sencillamente cosas, que la poesía jamás reemplazaría la utilidad, que el significado lo dictaba un diccionario, algún libro sagrado y la sabiduría popular. Sabía que los sueños no eran más que una fantasía personal y que habían preguntas que eran mejor no preguntar. Repasaba la historia. Repasaba la cantidad de nombres que habían intentado borrar, sin éxito.


          “Algún día” suspiraba. “Algún día las preguntas de ahora tendrán respuesta sin censura”.


--

NGB. DA20140316


20140304

Ella y Él


Relato inspirado en Still de Alanis Morisette.

Durante tres mil seiscientos noventa y dos días se miraron a los ojos y sus corazones sonrieron sin parar. Era una extraña condición, por cierto, ya que por alguna razón poderosa aquellos dos corazones intercambiaban emociones incapaces de salir al exterior, de convertirse en sonrisas verdaderas en los labios verdaderos de sus rostros.

Él, podría llamarse Narciso. De hecho, ese era su nombre; pero antes de que esta historia continuase, algún lector docto y conocedor de la mínima parte de la mitología griega y su posterior relación con algunas condiciones de la sicología moderna, estaría haciendo análisis muy adelantados de nuestro personaje, encasillándolo en ciertos rasgos de personalidad ya conocidos por media humanidad. Así que nos limitaremos a llamarlo Él. Ella podría llamarse de cualquier manera, Carmen, Eugenia, Concepción, Olga, Esperanza, y daría la mismo; ya que aquella mujer andaba suelta por el mundo sin un nombre que pudiera definir su presencia. Así que nos limitaremos a llamarla Ella.

El primer día de los tres mil seiscientos noventa y dos días llovía suave, con gotas casi dibujadas, tan leves que parecía que se las llevaba el viento. Ella caminaba por una esquina cualquiera mirando para abajo como siempre, como si buscara algo que se le había caído al suelo, como si nunca lo encontrara. El frío le hizo cruzar los brazos y el suéter sobre el pecho y buscar en el café más cercano un chocolate con leche y malvaviscos flotantes y esponjosos. Atrás del chocolate se lo encontró a Él, que la miró por primera vez con sus profundos ojos de playa caribeña.

– Tenés un bigote de chocolate– dijo Él, sonriendo cada vez más para adentro.
– ¿De qué más podría ser?– contestó Ella, lamiendo cualquier rastro de sonrisa en sus labios.
– Parecés del tipo que sabe cómo y cuando disfrutar un buen chocolate caliente y distinguir el olor del café recién hecho– dijo Él, sin saber que estaba pactando un contrato de trabajo que duraría tantas miradas, cafés recién hechos, pasteles de queso con jalea de fresa, pastelitos de guayaba, matrimonios hasta que la muerte los separe, abrazos sinceros, hijos queriendo y sin querer, lágrimas de mentira y de verdad, escaramuzas de separación y de odio; y en medio de todo, tanta sonrisa del corazón.

Los primeros trescientos sesenta y cinco días se fueron entre miradas y el nuevo nombre del café que ahora se llamaba Arkadia. “El lugar donde se reúnen los poetas”, dijo Ella sin tanta ceremonia, colocando el rótulo en un lugar más visible que el anterior y dejándose envolver por el abrazo reconfortante del primer café de la mañana.

– No entiendo eso del lugar en donde se reunen los poetas–, dijo Él a la mañana siguiente, porque de verdad era muy lento para procesar y pensar en las cosas que consideraba irrelevantes. – ¿Nuestro café es solo para poetas o qué? ¿Vamos a hacer recitales los viernes y sábados por la noche o qué? ¿Vamos a competir con Los Tacos de Paco o qué? No conozco muchos poetas, sabes...

Ella lo miró despacio y sin prejuicios, como solía verlo cada vez que Él no la seguía en alguna de sus ideas, que era casi siempre. Como cuando le dijo que el cielo estaba morado y Él lo seguía viendo azul-celeste, como cuando lo besó esa noche porque le dio la gana y Él se arrepintió -al contar hasta diez- de corresponderle y bajar la mano por la espalda descubierta, como cuando Ella le dijo que estaba llegando demasiada gente y que tenían que ampliar el local o irse a otro lugar y Él le contestó que no era necesario que la gente se iba a acomodar a donde fuera.

– La poesía puede estar en cualquier parte,– le dijo, haciendo de lado la boca y apretando los ojos como cuando pensaba mucho, – incluso en la forma en la que cerrás los ojos cuando querés olvidar, o en la forma en que la luz cae sobre ese afiche tonto del Louvre que has puesto en esa esquina–.

Él sonrío por dentro, porque la misma luz que Ella mencionaba caía sobre su pelo y destacaba-subrayaba un par de canas salvajes y sin remedio entre su pelo. Y pensó que eso también era poesía.

– Quiero informarte que creo que me voy a casar–, anunció Él, el día ochocientos veinticuatro.
– ¿Con la pobre boba niña nice de colores pastel o con aquella vieja cargada de imitaciones de pieles de gatos?–  Pregunó Ella, apurando una tercera cucharada de azúcar al chocolate.
– Espero que no creás que espero tu aprobación…
– Y yo espero que vos no creás que tengo que dártela…
– Entonces… ¿Está bien?
– Ni siquiera me has dicho con cual de las dos…
– La de las pieles de gato…
– Me imaginé–, dijo Ella terminando el chocolate en un solo trago grande. – Aunque seás un cursi sin remedio no te podrías quedar con la pobre boba niña nice.. La de las pieles de gato tampoco me parece, ocho años de diferencia es demasiado, pero como no estás esperando mi aprobación, no importa.

Decidieron que la despedida de soltero la harían ellos dos solos. Ellos dos solos como particpantes, pues. Él no tenía muchos amigos. De hecho, no tenía amigos. Ella siempre se lo dijo: era un narciso sin clemencia, por eso no tenía amigos hombres, no le gustaba la competencia de ninguna forma.

– No esperés que hayan mujeres chulonas bailando y cosas como esas–, le dijo ella cuando lo pasó a traer a su casa para la despedida. Él pensó que a la única mujer chulona bailando que le gustaría ver sería a ella, pero no se lo dijo, la mayoría de las veces nunca le decía las cosas que pensaba, porque siempre creía que no podía soportar que ella se burlara o no pensara igual o lo mandara por allá.
– No espero mujeres chulonas–, le dijo en cambio. – ¿Qué vamos a hacer?
– Vamos a bailar, nos vamos a emborrachar, nos vamos a drogar, vamos a ir un puterío si querés, traje este libro para leer mientras te espero, mirá– Él miró: Salvajes de Jon Winslow. – y finalmente podemos ver el amanecer en el cuarto que tengo en el Hilton. Un cuarto que da al amanecer, entendés... Tu último amanecer soltero.

La boda fue un día de diciembre. Ella se encargó de todos los detalles de la comida, tragos, cafés, música, chocolates y demás. Fue la madrina de lazo, Ella lo pidió, Ella quería.

– Te quiero recordar la metáfora de ese acto tan descabellado. Te voy a amarrar tan fuerte que nunca te vas a soltar–, le dijo. Él solo la miraba con su estómago retorciéndose de dolores secretos como esos que les llaman cólicos y cosas por el estilo. Y así fue: lo amarró fuerte a la mujer de pieles de gato que esta vez no las llevaba, aunque en el ensayo le hayan repetido varias veces que no lo tenía que amarrar, que solo era un símbolo, que solo tenía que “colocar” el lazo alrededor de ellos. No, ella los amarró. Mientras Él se quería reír y ella desparramaba su olor a cítricos, café, chocolates y azúcar alrededor de Él, que solo podía recordar ese mismo aroma –el de Ella- la madrugada anterior junto a Él en la cama, que no miraba el amanecer, sino a Ella dormida sobre los pedazos de la carta que había escrito para el acto de despedida –como Ella le había llamado- y que nunca leyó, porque en un arrebato de borrachera extrema le contó la historia de la carta mientras la rompía en piezas simétricas de aproximadamente media pulgada, antes de expulsar en el inodoro toda la cena y el alcohol que había entrado a su cuerpo por más de nueve horas y quedar cuajada sin aviso en el piso del baño.

En el día mil quinientos noventa y ocho, Ella tuvo un hijo. – De padre desconocido–, repitió durante los más de ocho meses en que su panza fue creciendo al calor del chocolate con leche y los pastelitos de guayaba que Él se encargaba de tostar en el horno. Él, a pesar de las quejas y rabietas de la mujer de las pieles de gato, la acompañó al parto, le secó el sudor, le detuvo la mano, se aguantó todos los gritos y maldiciones que le calleron al Padre Desconocido, pero que, por la manera que le estrujaba los dedos, parecía que eran para Él. Sonrió con ella cuando el niño pegó el primer grito, se fue detrás del pediatra para comprobar que tuviera todos los dedos y pestañas, se sintió orgulloso al verlo por primera vez, ya sin todas las tripas, sangre e inmundicias del primer momento y fue el segundo en cargarlo, después de Ella. la foto del nene acostado en la cunita de hospital, envuelto como cigarro en frazadas de ositos amarillos, fue lo primero en decorar el escritorio de Él en su nueva oficina en la sucursal 4 de Arkadia, que recién acababa de abrir en esos días. Él y Ella ya ni necesitaban hacerse cargo, sin mucho esfuerzo el negocio se había vuelto tan rentable que ahora se dedicaban más bien a pensar en qué hacer con todo el dinero que entraba a sus cuentas de ahorro.

–Invertir en fincas de café– Decía ella emocionada por la idea de producir su propio café...
–Abrir un prostíbulo o motel de lujo, eso da mucho dinero, comprobado,– sugería Él.
–¿Un café-guardería para madres sin oficio? Todas las mujeres con hijos se quieren ir a tomar un café decentemente.–
–Hoteles temáticos en todas las playas de El Salvador–
–Calzonetas desechables para esos casos de emergencia–
–¿Qué casos de emergencia?–
–Como cuando se te olvida...–
–¿Un hotel nudista cinco estrellas en una playa exclusiva del país?–
–Una línea de paletas de sopa de gallina, mondongo, arroz aguado; y diferentes sopas criollas, camisetas hechas del bagaso de la caña, uñas acrílicas con pinturas de Fernando Llort o el Aleph, aire de las montañas de Apaneca para exportar, arena de las playas de la Libertad para exportar, yuca con pepescas para exportar, el olor a la Navidad salvadoreña para exportar...

Los productos para exportar eran los que tenían más éxito en sus brainstormings, podían pasar horas pensando en productos nostálgicos para mandar a los yunais y así se les iban los días en una calma aparente. Hasta que, exactamente en el día dos mil quinientos, la mujer de las pieles de gato anunció que se iba con un hombre que bien podría ser su hijo, al que solo llamó “conejito” y, según contó, había conocido en una despedida de soltera... Conejito tenía un gran talento para quitarse la ropa mientras bailaba, según relató, y había decido convertirse en su “manager”. Así que sin más anuncios ni aspavientos se fueron a Las Vegas a buscar fama y fortuna. Por supuesto que el divorcio tuvo que ser apresurado y con todas las peticiones y exigencias le costaron a Él más de una sucursal de Arkadia. Así que ahora eran Él, sus dos hijos, Ella, su hijo y el Amante Desconocido que había aparecido unos meses atrás en conversaciones y los – hoy me tengo que ir antes porque tengo algo que hacer en la noche–, de Ella que cada vez se hacían más frecuentes. Por lo menos tres veces a la semana. Eso, sin incluir los sábados y domingos que desaparecía por completo, a veces incluídos algunos lunes, a veces incluído también el nene.

El día dos mil quinientos noventa y siete Ella le anunció a Él que se iba a ir a vivir con el Amante Desconocido, que habían alquilado una casa con patio amplio y vistas al atardecer, en donde, además del nene, iban a tener un lindo cachorro y algunos pajaritos en una jaula.

– No esperaras que te haga una despedida de soltera con “conejitos” desvistiéndonse–, preguntó Él mientras le ayudaba a meter sus libros en cajas para la mudanza.

– No esperarás que a estas alturas de la vida yo espere algo de vos... Además no, no creo que hoy, ni nunca, vaya a despedirme de mi soltería, digamos que esto solo es una prueba...

– ¿Querés que te escriba una carta y después la rompa sin leértela?

– No quiero nada, ya te dije.– Concluyó, aunque en el fondo esperara a que hubiese algún tipo de objeción de parte de Él.

Le estaba administrando el negocio, organizándole la vida, escogiéndole la ropa para esta o aquella reunión, acompañándolo cuando se sentía solo, como siempre; y ahora, además, criándole a los hijos. Lo menos que se podía esperar es que fuera Él con quien se fuera a vivir y no con un Amante Desconocido al cual conocía apenas de unos meses. Claro, no se lo dijo. No iba a ser Ella quien lo sugiriera. Sonrió para afuera con una sonrisa de esas fingidas, sonrió para adentro con tristeza.

–¿Querés que vayamos a ver el amanecer?–

–...



El día tres mil doscientos veinticuatro Él tuvo que aceptar que ella se estaba dejando ir de su vida, de la vida de todos al parecer... No le interesaban los pastelitos de guayaba ni el chocolate con leche y malvaviscos, ni hacer planes de qué hacer con todas las ganancias de Arkadia, ni le parecía divertida la idea de la línea de minutas de tiste con alguashte que Él sugería para invertir. Ya no quería sonreír, ni para dentro ni para afuera. Algo faltaba en el color de sus ojos, en la forma cómo miraba hacia un lado cada vez que pensaba en algo importante, algo faltaba en la comisura de sus labios cuando trataba de hacer esa mueca de aburrimiento, algo faltaba en su pelo cada vez que el sol caía oblicuo sobre él con la primer luz de la mañana. Él no entendía exactamente qué, pero algo faltaba. Y Ella empezó a faltar también. Primero unas horas, luego toda la mañana, toda la mañana con algunos momentos de la tarde. Una tarde completa. Hasta que las horas de su ausencia se convirtieron en días, dos días sin verla, tres días y luego aparecía con el nene de la mano, pidiendo un frozen de sandía para él, comentando el calor de esa mañana como si nada de eso estuviera pasando, como si no tuviera que justificar su ausencia, su desaparecimiento. Él no iba a preguntarle. No iba.

– Mañana tenemos que empezar con el plan de mercadeo para el próximo año–, le dijo un día de esos, solo para hacerla regresar, para detenerla de ese desaparecimiento sin tregua.

–No me necesitás para eso,– contestó Ella. –Nunca me has necesitado–.

Y salía con el nene de la mano tal cual había entrado, sin avisar cuándo iba a volver o si iba a volver y no volvía por largos días, hasta semanas. Y entonces volvía a aparecer con el pelo corto y de otro color, entraba a regar las plantas de la terraza y Él le preguntaba que qué tal le iba en su vida con el Amante Desconocido. Y Ella contestaba con un parco bien, que bien, que todo bien. Y volvía a desaparecer.

Días.
Semanas.
Meses.

El día tres mil seiscientos noventa y dos, Él decidió que era necesario ir a visitarla. Hacerla volver. Sí, estaba dispuesto a pedirle que volviera, a decirle cuánto la necesitaba y quería, si era necesario. Sí, podría hacer eso si fuera necesario. Podría decirle, incluso, que toda esa idea del Amante Desconocido siempre le había parecido absurda, que qué hacía con un hombre que no quería tanto al nene como Él. Sí, Él amaba al nene y eso era obvio. Sí, amaba al nene.

Llamó a la puerta de la casa varias veces. Cuatro veces. Solo a la quinta llamada se dio cuenta del pequeño sobre colgando a su izquierda de una maceta. Esta dirigido a Él... “Por si algún día venís”, decía.

Adentro habían dos cartas y una llave.

La casa olía a Ella, esa mezcla extraña, pero deliciosa, entre café, chocolate y cítricos. Todo estaba limpio e intacto, como si recién se hubiera ido. Entró a su habitación, la habitación de Ella con el Amante Desconocido, ese turista-intruso de sus vidas, ese pobre idiota que nunca la conocería como Él, que nunca la habrá contemplado dormir como Él lo hizo esa noche, la noche de su despedida. Horas enteras solo mirándola respirar, darse vuelta, hablar entre sueños, verla amanecer entre papeles y palabras rotas, verla abrir los ojos y mirarlo. Mirarlo como siempre. Sonreír desde adentro.

Querido Él:

No estoy segura si algún día vas a venir. Nunca estuve segura de nada. Como te darás cuenta cuando ya estés adentro y curioseando todas mis cosas como sé que lo harás –si es que algún día venís- nunca existió ningún Amante Desconocido. Esta es mi casa, mi vida solitaria. Mi vida.

En este sobre encontrarás la carta que te iba a leer el día de tu despedida. Sí, recogi los pedazos y volví a juntarlos. Sí, así era, así soy y así hubiera querido haber sido.

Too late.

Sacó la otra carta con una mano temblorosa. La otra carta, la carta Frankenstein, hecha pedazos y remendada, volando por el espacio en silencio del cuarto del hotel, cayendo sobre la frazada blanca y la mirada apagada de Ella, tratando de sonreír, siguiendo el trayecto de los papeles por el aire.

Esperar toda una vida. Y cuando digo vida no me refiero a vivir como respirar o ver o sentir o simplemente ser, me refiero a vida como eso que se esconde en las esquinas de las canciones o los poemas o en los reflejos de una mirada sobre otra o en los blancos de los grices o azules. Esperar toda una vida, digo, por las mañanas con estrellas que todavía se resisten a desaparecer, por el olor a café recién hecho, por las risas y el chocolate y la espuma, esperar toda una vida por la mirada, por la sonrisa que se resiste a salir, por la sonrisa que lucha, por la sonrisa que de desata como gota de agua sobre el agua. Esperar como quien espera la utopía, esperar en silencio y entre sombras... Esperar por mirarte y que me mirés de regreso...

Esperar por el abrazo y las risas.
Esperar.
Porque no quedaba más que eso.

Esperar y allí estás.
Como un oasis.
Un hechizo.

20140303

Amor con olor a amistad

Relato inspirado en "Still" - Alanis Morissette 

Había mucha gente invitada a esa fiesta o al menos así parecía, cuando ellos llegaron. Pues sí, uno no llega así como tan temprano a la fiesta de cumpleaños de un compañero mas no amigo-amigo, amigo-de-verdad. Sus amigos-de-verdad son los que llegan temprano, pero Clara y Sam llegaron tarde, formando parte de otro grupito, con sus amigos de verdad. De hecho, se sirvieron algo de tomar y se sentaron por allá. Quienes iban pasando, a veces, se unían y los sacaban de la anti-sociabilidad... no mucho, eso sí. Clara y sus amigos se la estaban pasando bien pero de manera muy diferente al resto, según lo percibía ella: ellos habían fumado marijuana, un porro había bastado; y nadie más compartía este "hobby". Sam se preocupaba por estos ataques de risa imposibles de disimular, mientras que Clara escondía su mirada. A nadie se le ponen tan rojos los ojos como a Clara después de fumar marijuana, peor que si hubiera nadado en piscina llena de cloro y químicos por horas. Los demás fumadores parecían lidiar muy bien con sus sentidos alterados, dejando a Clara y a Sam solos en su paranoia que lejos de espantarlos les daba más risa. Terminaban sus frases, se perdían encontrándole sentido a lo que no tenía ningún sentido aparente, mezclando percepciones con sensaciones y comprensión mutua.

Más o menos así fue que se dieron cuenta estos amigos de 18 años que se gustaban. No era 100% seguro, pero valía la pena por lo menos hacerse la pregunta, que si era o no era atracción más allá de la amistad. Estas dudas y preguntas los acompañaron los meses que siguieron, meses compuestos por intercambio de risas y apoyo que fortalecía la amistad. ¿Y acaso no es también amor lo que se siente por los amigos? Las cosquillas en la panza y las muestras de cariño, sin embargo, era algo nuevo. Algo que fue evolucionando hasta que tomó la forma de la expresión de una atracción más grande, de una química entre dos cuerpos, sin que ellos supieran bien qué hacían. Se escondían, más bien, detrás del alcohol y la distancia, pues ya no vivían en la misma ciudad. ¿Será que el romance viene también en presentaciones tan confusas? Ese formato ambiguo que al público incluso le cuesta definir si es o no, si son amigos o qué, pero lo que sí es que era problema de ellos.

Quisieron convertirse en pareja. Lo que él sentía por ella no es lo que te provoca una amiga, o quizás era tan fuerte la amistad que lo enamoró, y ella sentía algo parecido. Habían pasado ratos en este estado que no habían aclarado, y al decirlo pasaron al siguiente, ese en el que estaban juntos. Todo era igual, pero diferente; no les fue bien. Se pronunciaron las grietas de la diferencia entre lo que ella sentía y el quería, lo que él decía y no hacía, y lo que ella no decía. 19 años y más confundida que nunca, sofocada, ella lo acabó y él lo permitió, no sin aquella tristeza que hasta pasó a ira, todo viniendo de esa amistad perfumada con humo de marijuana.

Le siguieron muchos episodios igual de ambiguos: por años la dinámica e interacción entre Clara y Sam tenía componentes de exes, amigos, amantes, amores. Sam no la quiso dejar ir, Clara no dejaba ir los altos y bajos que hacían de él, por veces, todo lo que ella quería, hasta que un día abandonó todo lo innecesario, el peso que la mantenía dudando. En esos años, a veces había inocencia y amistad, a veces indiferencia endulzada con educación. Otras veces había amargura y rencor, otras veces un imposible amor. En el transcurso de años variaron los sentimientos, el trato y el maltrato, pero había algo que no cambió: cuánto se conocían, cómo se llevaban. Al final de cuentas, ellos se hacen reír, se entienden, se escuchan y conocen los defectos y cualidades como nadie más los conoce. Eso y los recuerdos, componentes incondicionales que nunca van a perder a pesar de que ya dejaron de joderse la vida mutuamente y ya sus episodios sólo contienen el aroma de su amistad.