Cuando la música se convierte en inspiración

Cuando la música se convierte en inspiración y la inspiración se transforma en historias es cuando nace Non-Girly Blue.

Somos un experimento literario conformado por mujeres amantes de las letras y la música. Cada quince días nos alternamos para recomendar una canción sobre la cual las demás non-girly blues soltamos la imaginación y nos inspiramos para escribir... escribir relatos, historias, cuentos, personajes y a veces hasta poemas. ¿Y por qué no pues?

[Publicaciones y canciones nuevas cada quince días]

20150126

"Red Right Hand" - Nick Cave & The Bad Seeds


          Catorce diamantes. Catorce putos diamantes repartidos en una carta de 6 y otra de 8. Quizá. Quizá tenga juego. Es una mano para rechazar, pero aún así no lo hago, no sé porqué no le hago caso a ese gusano en los intestinos que salta cuando ve cartas como esas y me recuerda que retirarse es también parte del juego. Esta vez no le hago caso y le subo el doble al juego.

          “Ocho trébol”
          “Cinco diamantes” 

          Doscientos mil dólares revueltos por toda la mesa entre fichas, cheques y bloques de billetes de a cien… De todo ese desorden, son esos billetes los que me hipnotizan y me seducen… Hay algo en ellos que hace que me gusten más que las fichas negras, más que las rojas y las azules… esos billetes son tan… verdes, tan… livianamente irreales… 

          “Reina de corazón” 

          El corazón se me detiene al ver a ese corazón en la mesa latiendo amenazante. Siempre he salido corriendo ante la posibilidad del riesgo, mi instinto me llama a huir, pero esta vez ¿para qué?. Ya me cansé de figuritas “aceptables” y “partiditas o.k.”, ya estoy harto de “salir tablas” en el mejor de los escenarios después de 13 horas de juego. No, no esta vez, no saldré corriendo como nena primeriza. O lo gano todo o lo pierdo todo.

          “All in” 

          No dice nada. Es un experto pokerface disfrazado de humor y jovialidad entre cigarro y tragos de whisky. Es genial, realmente genial el cabrón. Mientras yo por dentro me vuelvo estatua, congelado por los nervios, Rodrigo es el perfecto anfitrión que sabe derrochar entusiasmo. Me mira incrédulo, sonríe de lado y coloca todas sus fichas restantes en la mesa en un ademán casi solemne y respetuoso. Se reclina sobre la silla, toma su vaso de whisky y bebe con la confianza del que avanza sin prisas.

          “Cuatro diamantes” 

          Las cartas caen tan lento que parecen una burla descarada a mi impaciencia. Trato de controlar la ansiedad detrás del desdén, de la indiferencia. Prendo un cigarrillo, miro el reloj y de reojo trato de contar cuánta plata hay en la mesa… no sé, pero es mucho, demasiado dinero para mis matemáticas mentales. 

          Un ruido detrás de la puerta de entrada me saca del trance. Un destello en la mirada de mi anfitrión. Me sobresalto viendo hacia todos lados del salón.

          “¡Mierda!”

          Me encerré tanto en el juego que olvidé prestar atención al lugar. Más ruidos detrás en la puerta de salida. Me pongo de pie en señal de alerta, de repente, un golpe por detrás y una luz en mi cara, directamente en mis ojos.

          “¡Mierda! ¡Maldito Rodrigo hijo de pu— ”

          Una lluvia de fichas y de billetes cae por todo el salón. Caigo al suelo, las manos detrás de la espalda. Sin poder hablar, sin poder decir nada. Rodrigo se agacha a  mi lado y sonríe mientras me muestra la última carta: Una placa de policía. Resoplo de resignación. 

Una carta cae a mi lado derecho, la última que necesitaba para ganar en un straight flush: un siete de diamantes.



--

NGB.DA20150126

Apetito

Decidió que haría solo aquello que le gustara de verdad. Era su forma de vivir en libertad. 

El reloj marcaba las 11:45 y la mañana se le había ido en adorarse así misma, se había bañado y con malicia íntima había untado crema en su piel. Con esa frescura propia de las mujeres amadas se dispuso a cocinar.

Mario llegaría pronto y traería hambre. Ella tenía hambre también.

Encendió el horno para que se fuera calentando, en algún lugar había leído que debía estar a 180°C, no hizo caso a la indicación y lo puso a 200°, era una forma de rebeldía, nunca seguía al pie da la letra las recetas que encontraba en los vericuetos de los libros y del internet. Nunca le había gustado seguir recetas y reglas. 

Preparó la tabla de picar y el cuchillo, sabía que su sable estaba desafilado, el uso lo tenía gastado, pasó cuidadosamente la yema del dedo sobre el filo y pensó "todavía aguanta", acarició la superficie de la tabla de picar, sintió las marcas de tantas batallas, sus dedos le dibujaron muchas historias de almuerzos y cenas preparadas. Una forma de amar es cocinar. Amor a sí misma, amor a los que se sientan en su mesa.

Sacó de su refrigeradora unos zuccinnis, queso y huevos. Picó los primeros y cuando estaban en un plato hondo quebró los huevos, sintió fascinación ante el crujido de las cáscaras quebrándose, pensó que así se ha de oír cuando un alma deja su cuerpo físico, una forma de muerte, una forma de vida también. 

Mezcló todo aquello, los colores brillantes uniéndose, luego puso sal y pimienta, porque la vida es así, hay que ponerle algo para que los sabores resalten, para que de gusto vivirla. El horno estaba caliente, untó mantequilla en un molde, justo como se había untado crema minutos antes, con la misma malicia, con el mismo candor. Puso la mezcla en el molde y lo metió al horno.

Debía apresurarse, Mario estaba de camino, hacía calor. Los sábados se estaban haciendo demasiado cortos, o sería que ella extrañaba tanto al hombre que dormía con ella ocasionalmente, que las esperas se habían transformado en pequeñas torturas. Ella no entiende, no entiende muchas cosas. 

Sacó unos tomates y albahaca, abrió una salsa tenía todo preparado, cuando la mezcla se empezó a dorar la sacó del horno, humeaba y a ella le pareció que el humo la invitaba a bailar. Mientras enfriaba un poco, hizo rodajas con los tomates y despenicó las hojas de albahaca, todo olía a sol. Puso la salsa de tomates sobre la base dorada luego los tomates, albahaca y más queso. Metió de nuevo el molde al horno y se quedó viendo la incandescente prisa del horno por transformar todo eso en algo comestible.

Silencio. Eso es lo que más le gusta a ella de cocinar... el silencio en el que puede distinguir el tiempo, los procesos y las transformaciones. Ese silencio que es capaz de saludar con el leve crujir de las cosas al cocinarse. 

Silencio. Una llave se desliza en la primera cerradura, es el portoncillo del pasillo, sabe que es Mario que va llegando, En los breves segundos que tarda él en abrir la puerta del apartamento, ella abre la puerta del horno y Mario la encuentra enfundado en su vestidito azul, las piernas desnudas y descalza, sacando lo que ha preparado para el almuerzo. No se dicen nada, ella le da la espalda mientras hace equilibrio para no botar el molde que pone en la tabla de picar, cierra el horno y para entonces él está parado justo detrás de ella, pone sus manos en la cintura de ella y se sumerge en el olor fresco de su cabello recién lavado. Ella cierra los ojos y coloca su mano tibia en el cuello de él, exponiendo su cuello a su beso. No dicen nada.

Silencio.

La pizza de vegetales se enfría, mientras ellos van al cuarto. Ambos tienen hambre. 

  

20150123

Carlos calmado con Carmen

Relato inspirado en Red Right Hand de Nick Cave & The Bad Seeds y en Cuentos del Alfabeto de José María Méndez 
Cayó cantando canciones cubanas cuando Carmen comía colmillos. Carlos cantaba cauteloso, Carmen cedía cordura. Caricias, con calma, clamaban cuerdas. Caían canciones como canales con Carlos, Carlos con Carmen. ¿Cuáles castigos callados callaban cuentos cocidos?

Cuentos de castillos caídos cenaban con Carlos, comían con Carmen; con cuaresma cuerda cuidandera. Callaban cuadros cuidadosos, cuidando corazonadas cuyos cuernos corren.

Cerdos camisudos, carros cabrones, Chambrosos ciudadanas, caimanes cutos, cantaba Carlos, con canales cardíacos calientes.

Calentura creciente y calor colapsado, ¿cómo Carmen carcomía callos cazados? Cenizas como calcio carecen colmo. Con clavos conclusos, Carlos con Carmen, calmaba compulsiones. Caen callados cantos carnosos, calvos celos cesan.


602













(Relato inspirado en Red Right Hand de Nick Cave)

La habitación es la 602 y llueve.

El agua golpea las ventanas como queriendo entrar de tanto miedo, o soplo, o solo de ganas por querer estar allí adentro.

Con ellos dos.

Que solo se miran. Sin decir nada. Como dos cuerpos aflojándose o desarmándose ante la inevitable parsimonia de aquellos que saben que ya no tienen que intercambiar palabras.

Porque ya está todo dicho.

– Que sí quiero
– Y yo también
– Y lo demás ya no importa

No importa. Dijeron. Y de seguro para ambos importa mucho, pero saben disimularlo bien. Esconderlo entre las comisuras de las sonrisas, alteradas un poco por los cuatro vasos de whisky.

(Cada uno, mirada, sorbo, sonrisa)

La cama está blanca. Blanca de sábanas, cobertor, almohadas, almohadones y cojines. El, sentado en la orilla. Ella, enfrente en el sofá, de espaldas a la ventana, que se derrite de agua deslizándose y de abismos absurdos.

Solo la luz de una lámpara ilumina su cara. La de ella.

– Me voy a quitar la ropa
– ¿Es una amenaza?

Es un aviso. Dice. Y deja caer su vestido gris y sin vida sobre la alfombra. El vaso de él también cae formando una mancha deforme que se expande sobre el azul arabesco del suelo.

Se acercan y se miden. Se miran y sonríen.

Sus cuerpos, curvas, líneas, abismos, vacíos; se desdibujan sobre la cama roja de sábanas, cobertor, almohadas, almohadones y cojines.

Sigue lloviendo.

20150116

Cuentas claras


Relato inspirado en Red Right Hand de Nick Cave & The Bad Seeds

~ A Dave Hope 



Era una lástima haber ensuciado ese suelo de mármol. Tan brillante, impecable. De las cosas que menos me gustan de este oficio es eso: tener que dejar tanto desorden atrás. Me gustan las cosas limpias.




Me levanté temprano, con el sol. Como tiene que ser. Nada de holgazanerías. Cuando se trabaja como yo, hay que ser puntual. Le hago un servicio a la comunidad: cuando se acumula la basura, aparezco yo a encargarme de todo, a espulgar los parásitos y a desechar lo que no sirve a nadie. Se requiere algo de encanto para esto, no es lo mismo tener a alguien que trabaje con elegancia que contratar a cualquier bruto que sepa moverse. La juventud no es garantía de talento en esto, sino al contrario. Entre más canas y años tenga quien lo haga, más sabrá acerca de cómo es que se hacen bien las cosas. Estos niñitos de hoy confían más en su bola de músculos que en su cabeza. Pobres. Piensan con la otra cabeza, inútiles. No saben cómo se hacen las cosas, se les olvida que otros como yo tenemos muchos años más en esto. Si me pongo a pensar, al principio era como ellos, pero prefiero no pensarlo.


Ya ni me acuerdo cuando comencé, fue algo que salió de repente: me ofrecieron dinero, dije que sí y lo hice. En esa época tenía pocas opciones para trabajos 'honorables'. Habían muchas manos listas, pero todos los de mi edad querían lo mismo: ser doctores, abogados, contadores, profesores. Hubiera podido hacerlo, sería uno del montón y hubiera podido tener una maldita casa con jardín abierto, petunias en el césped y un perro faldero que me recibiera al llegar. En realidad no vivo tan mal con mi espacio en el condominio y un gran piso para mí, en lo alto de la ciudad con luces en mis ventanas todas las noches, rodeado de rascacielos y tiendas de lujo. Puede que no tenga quien me espere todas las noches, excepto el portero que me hace sentir jodidamente especial. Buenas noches señor, pase adelante señor, gusto en verlo señor, si el señor tiene la gracia de acompañarme por acá: trato de rey, mejor que el que me pudiera dar un perro faldero babeando sobre mi alfombra. Y puedo vestirme como yo quiera, no tengo a nadie a quien impresionar, lo tengo todo para tener lo que quiera. Con los años se aprecia el lujo de la soledad y tranquilidad, sin nadie que llegue a interrumpir la comodidad propia ni fastidiar la rutina.


Este trabajo tiene grandes beneficios, viajo mucho y conozco personas nuevas todos los días; aunque eso realmente no dura más que unos momentos en verdad. Olvidemos eso último, no es realmente un beneficio. En los trabajos formales, firman las dos  partes involucradas. Eso fue diferente en mi caso. No hubo ceremonias formales, ni contratos, sólo un apretón de manos y una promesa de caballeros, eso fue suficiente. Todos ahorran, hasta las palabras.  ¿Para qué ahorrar algo que nadie valora? No sé por qué ya nadie da su palabra para cumplirla. La palabra de nadie no vale nada, pero eso ya es polvo, estoy chocheando.


A mi edad no me gusta recordar la juventud más que para reírme de mis idioteces. Sí, cuando tenía veinte años menos daba pena. Es vergonzoso. Era un asco, no sabía lo que hacía y dejaba todo mal. Nada de la limpieza de ahora con mis zapatos bien lustrados, traje impecable y mis guantes. ¿Cómo pude haber trabajado sin guantes antes? Es de principiantes dejar rastro. Tuve suerte: no tenían forma de saber quién pasaba y cómo. Tenía también que cuidarme, no podía exponer mis manos a tanta suciedad. Claro que cuando se es joven no se piensa en uno mismo de esa manera. Si no me hubiera cuidado lo suficiente después, no estuviera aquí todavía pensando en esto, pensando en el mármol y casi lamentando que esa casa y ese piso no fueran míos. ¿Saben qué es lo mejor de este trabajo? No sólo la paga, sino la satisfacción. Saber que nadie lo puede hacer mejor que yo, que los demás sólo lo hacen por salir del paso y cobrar pero yo lo hago mejor que nadie. Es esa pequeña gran diferencia la que me hace querer seguir haciendo esto hasta que se terminen mis días.


Regreso a lo de hoy. Terminé de guardar todo, cerré las persianas y escuché, mis herramientas listas en la mano derecha y el trapo en la izquierda, mi sombra en el piso y estaba listo. Subí los escalones despacio, no se oía más que el viento afuera. Abrí la puerta con cuidado, pasando el trapo por el pomo, con una caricia. Estas cosas se hacen bien. Esperé hasta que lo oí venir. Se sentó en el sofá, alcancé a oír cómo cayó en los cojines, apagó la luz y se dispuso a ver la televisión. Desde ese momento dejó de ser una persona a un trabajo más. ¿Por qué no leía como la gente? No, prefería quedarse como idiota mirando la caja mágica. Mejor para mí. 


Un gato gordo y gris (como su dueño) pasó cerca del sofá y tuve que esconderme aun más para que no me viera. En silencio, saqué del bolsillo una tira de carne seca (sirve bien para los perros, gatos y otras mascotas que hagan estorbo). El gato sintió el olor y a los pocos segundos vino hacia mí, fue entonces cuando tiré la carne un poco más lejos para que se fuera. Cerré la puerta con el trapo para evitar el ruido y seguí esperando. Pasaron varios minutos y luego una hora... El fofo del sofá seguía viendo una película asquerosamente aburrida. Esperé hasta que comenzó a roncar.  Le dí unos minutos para que estuviera del todo dormido y supe que era el momento perfecto para terminar lo que había comenzado.



El infeliz no se lo esperaba: bastó un segundo para que terminara todo. Saqué el silenciador, lo puse con toda calma en su lugar y disparé. Salpicó mi guante ese desgraciado. Iba a tener que volver a dejar todo limpio. Pero no importaba. Había terminado y era un trabajo bien hecho. 

20150115

Esta semana... "Red Right Hand"



         La música es emoción hecha canción, y así como hay variedad de emociones, hay variedad de canciones. Nick Cave me parece un hombre extremadamente sensual: su voz profunda, su mirada de psicótico y su esqueleto largo y flaco me parecen irresistibles... “Red Right Hand” es de esa música que me hace sentir sexy, malvadamente sexy... porque la música, para que sea buena, también tiene que prender esa llama sexual. 

         Por esta semana dejaremos las canciones emocionales de amores, de pasiones y traiciones... y nos vamos a tonadas un poco psycho-sexy-noir. Espero que esta canción les encienda a ustedes también un poco de esa malicia y despierte su lado psicótico y malvado.

— 
NGB.DA20150118

El exterminio

Para Jacinta,
porque se lo debía.

- Relato inspirado en "Jeremy" de Pearl Jam -

Luego del estruendo tan propio de los desastres, vino el silencio.

El chico tenía 17 años, estaba terminando bachillerato e iniciado muchas cosas que le prodigarían un buen futuro.Como todos, tenía una madre, como pocas veces también tenía un padre responsable, algo mandón y regañón, pero al final, un buen padre... dos hermanos y mariposas en el estómago.

Para efectos de reconocimiento, digamos que se llama Ernesto, podría llamarse de cualquier forma, en la bastedad de seres humanos que poblamos este San Salvador telúrico, te podes llamar de cualquier forma y jamás, a excepción de tu círculo cercano, nadie te recordará. En este caso, el círculo cercano de Ernesto son su familia y dos amigos.

- ¿Quién se tomó el jugo y no sacó la botella de la refri? - pregunta la madre.
(inserte silencio sepulcral acá)

Pensó que ha de haber sido uno de los tres hijos propios o uno de los dos hijos postizos que siempre invadían el apartamento. Aunque renegara, la señora estaba feliz que pasaran ahí. "Es mejor" pensaba cuando recordaba los altos índices de delincuencia que asolaba la ciudad, prefería que sus hijos (los propios) y los amigos (los hijos postizos les llama ella) pasaran ahí, donde nada los dañaría. Entonces, le pasó la molestia por el jugo tomado y la ingratitud de no sacar la botella vacía. Cerró la puerta de la refri y anotó, con su caligrafía de maestra, en la libreta que estaba colgada en la refri, un mensaje: "Si se terminan el jugo, saquen las botellas vacías". Quizá pensaba que el recurso funcionaría.

Aquella mañana de sábado Ernesto había quedado de reunirse con sus cheros a ver una de esas trilogías geeks, era su forma de apoyo mutuo ante los enamoramientos de las cipotas del edificio de al lado... unas hermanitas, más o menos de la misma edad que ellos y que siempre les otorgan las mejores sonrisitas pícaras y cómplices cuando ellos tres pasaban a comprar el pan o cuando iban para el colegio.

Suena el timbre y Ernesto sale a abrir la puerta, al abrir, el rostro rojizo y lleno de acné de Rodrigo apareció y el protocolario "qué ondas, cerote" no se hizo esperar. Solo faltaba que llegara Gerardo y darían rienda suelta a la hueva. Para mientras, Rodrigo y Ernesto se fueron a la cocina a saquear la refri y empezaron a preparar el botín alimenticio para 9 horas de criaturas mitológicas y fantásticas, tanta hermosas como extraordinarias... tan parecidas a las cipotas del edificio de al lado. Por supuesto, ninguno de los tres adolescentes hablaría abiertamente de ellas, pero todos harían referencias a todo eso extraño que sienten y sangran al verlas o recordarlas.

Luego del estruendo tan propio de los desastres, vino el silencio.

Ernesto alcanzó a ver la libreta que colgaba de la refri justo a su lado. No sabía si saldría vivo de aquello, Rodrigo no lo había logrado y yacía a unos cuantos metros, con la mirada perdida en la muerte que le llegó demasiado temprano. Sabía que Gerardo iba de camino y que al ver el edificio derrumbado suplicaría ayuda para buscar a sus amigos. Lo malo es que no sabía cuánto se tardarían su amigo y su familia en encontrarlo, le dolía todo y tanto que si aquello no pasaba en una media hora máximo, moriría. Lo sabía. Se lo confirmaba la sangre que manaba de su pecho.

Tomó la libreta y pensó en dejar un último mensaje, algo que le perdurara a alguien para siempre. No a sus padres, no a sus hermanos... a Gerardo, su gran amigo desde kinder 5, el hijo postizo de su familia.

"Caele", decía el papelito que tenía entre sus manos Ernesto cuando lo encontraron. Tenía tres días de estar soterrado entre concreto y hierros torcidos. Lo había escrito con su propia sangre. Gerardo tenía destrozadas las manos, como tantas otras personas, que también buscaban a los suyos para darles sepultura digna, nadie esperaba encontrar a nadie vivo de los que sabían que estaban soterrados. Fue precisamente Gerardo quien encontró a los dos amigos, primero a Rodrigo a quien tuvo el hermoso gesto de darle descanso a sus ojos abiertos y luego a Ernesto, que sostenía fuerte aquel papelito, supo que era para él y supo a qué se refería. Lo guardó en sus bolsillos mientras se quitaba las lágrimas de los ojos, mientras atrás de él, se abrazaban un par de buenos padres y unos hermanos desconsolados.

20150114

"Jeremy" - Pearl Jam


          Su primer recuerdo de terror fue cuando descubrió esas construcciones monumentales reverenciadas como catedrales donde la humanidad encarcelaba palabras impresas en celdas llamadas “libros”. Su segundo recuerdo, el descubrir el holocausto de árboles para producir ese papel, donde día tras día, nuevas palabras serían encarceladas y sentenciadas a cumplir la condena eterna de actuar como verdades a través de tratados, discursos y versiones oficiales de una historia que conformarían la realidad de un mañana.

          Era un ateo de las palabras. No confiaba en ellas, por lo tanto, tampoco creía en ellas. Lamentaba no haber nacido mudo pues la única imposición sobre él era la de usarlas todos los días como vocero oficial del Parlamento de la Razón. Procuraba hacer del silencio su única moneda: administrar su discurso, distinguirse únicamente por la economía de sus palabras y la impecable capacidad para desarmar cualquier argumento, desvarío y locura con un monosilábico, a veces dos.

          No tenía miedo de las palabras ni las odiaba, tampoco las respetaba, lo único que respetaba era a aquellos que sabían utilizarlas: los religiosos; los políticos; los publicistas; los escritores; los poetas; los trovadores; los voceros, que como él, reconocían a las palabras como un chorro de verdades incompletas de sesgada interpretación volando hacia el olvido con el viento en un torbellino confuso, pero que hechas canción, eran un arma poderosa disparando al subconsciente transformando la opinión. 

          Con el paso del tiempo, había aprendido a reconocer el uso de las palabras. La primera técnica que desarrolló fue “la elaboración”: a más pulcra y correcta gramática, más oculta la intención. La segunda técnica desarrollada fue “la medición”: la cantidad de palabras utilizadas determina la veracidad del discurso y es inversamente proporcional, a mayor uso de palabras, menor credibilidad. La tercera técnica, la más difícil de perfeccionar, fue la de “desarmar”: lograr que otros silenciosos como él, hablaran para aplicar los dos métodos anteriores.

          Sin embargo, a pesar de todas esas técnicas, Jeremías no sabía reconocer mentiras. Lo único que sabía era reconocer verdades. Verdades carentes de palabras. Verdades repletas de acciones. 





--
NGB.DA20150114

20150113

Mentiras

relato inspirado en "Jeremy" de Pearl Jam 

–¿Me vas a apoyar siempre?–lo dijo con una sonrisa de lado que escondía felicidad.
–¿Qué querés decir?
– A las madres hay que apoyarlas siempre. Yo a mi mamá la apoyé, pese todo lo que hacía.
–¿Qué pasa, mami?
– Nada. Solo que ahora que ustedes ya están más grandes, es diferente todo. Y si decido divorciarme de tu papá, quiero que me apoyen.
–¿Sí? ¿Apoyo para qué, exactamente?
– Que estén de mi lado. Ustedes son mis hijas, chís; y nana solo hay una. No sabés, Laura, por lo que he pasado, lo que he aguantado. Si yo por ustedes he seguido. Pero, ya están grandes.


Laura veía su comida, sin saber qué pensar, o qué responder. ¿Qué la llevó exactamente a decir esto? De todas las personas, no esperaba esto de su madre… hasta que empezó a atar cabos y contempló la posibilidad de que hayan razones legítimas para divorciarse después de 25 años y de las cuales Ester, madre de 4, debía hacerse responsable. Todo estaba pasando muy rápido, y no iba por un buen camino.

–Vas a ser un desastre cuando todo termine, mamá.–dijo Laura, mordiéndose los dientes y aguantándose las lágrimas de cólera.
– Ya voy a ver qué hacer. He trabajado mucho en este matrimonio, y me lo tienen que reconocer. No digás eso, ¿oíste Laura? Que todo lo que hago es por ustedes. Lo que se hace en un matrimonio termina siendo de las hijas.
– Adiós, má. Yo no tengo nada que ver aquí. Es entre vos, mi papá y un abogado, si mucho.
– No te pongás así, Laura. Y no me hablés así, tampoco. Soy tu nana.

Laura se terminó lo que le quedaba de su té helado en un solo trago, tragándose más de su cólera. Dejó a su madre con la cuenta, ahí que ella vea qué hace, pero ¿cómo era posible que esta señora estuviera cometiendo las acciones mismas que tanto le prohibía a Laura? ¿De qué sirve, entonces, la presión por actuar correctamente y así reprimir los impulsos adolescentes? Los castigos en vano por errores pequeños que Laura cometió sin encontrarse jamás en medio de los compromisos y promesas como las de un matrimonio.


Las cervezas y las pláticas amenas con Javier y Marisol ayudaron a Laura a poner todo detrás, casi que como si nada hubiese pasado. ¿Qué importa, cuando están recordando esos incidentes incómodos con los profesores del colegio? Cómo la vez que el profe de historia los calló a todos y, a punto de exclamar el regaño, se resbaló y cayó de cara frente al salón entero, y....

Laura siguió tomando y riendo, desde que se acercaron a la mesa Gabriel y Carlos, la compañía original de Laura sabían que la iban a perder. Se separaron, puesto que Laura cedió a la tentación de otra noche con Gabriel, con quien todavía jugaban a que no eran nada. El alcohol alborota las palabras, y daba paso para confesiones tropezadas como “Yo sí te quiero cuidar…” u otras cosas que pierden su significado en el contexto de humo, brazos y la música de la discoteca.

Eran las 3 de la madrugada cuando al final Laura contestó su celular. Era su madre, que había insistido y dejado 13 llamadas perdidas. Que adonde estaba, que si ya vio que horas, eran, que con quien estaba, si no era Javier el amigo que la fue a traer en un prinicipio.

–Sos una farsante, mentirosa– escuchó de un lado del teléfono, una frase que hizo que Laura dejara disimular su borrachera y tartamudeara que la farsante no era ella.

20150106

Un gusto por la fiesta

Relato inspirado en Al lado del camino de Fito Paez
Esto puede parecer un discurso aburrido, un testimonio más de una cartera amargada. Pero, viendo hacia atrás, quizás sea momento de poner en papel la historia de aquella cartera de fiesta que alguno quizás hasta conocieron (muy) de cerca. Yo siempre fui igual, por fuera. Nunca he cambiado de aspecto, pues la vida de una cartera de fiesta te condiciona a un cuidado y salidas contadas. Como dice el dicho, "las carteras que mejor envejecen son las de fiesta, pero las que menos viven." Y, pues, está bien: ¿qué tiene de malo vivir poco? Nunca me afligió pensar que yo, apodada La De Charol, estaba destinada a graduaciones, cocteles, bodas... ¡Y eso que dependía mucho de la sociabilidad de mi dueña! Y mi aburría en dichos eventos. La primera graduación a la que fui en el 2005 –gran fiesta, todos estaban borrachos– me la pasé tan mal que me escapé a ir a la casa temprano con la mamá de una de las graduadas. En eso, mi dueña me agarró. Muy astuta ella, no podía dejar ir a sus cigarrillos.

Pequeña, como de sobre; y de charol negro, brillante. Ahora, quizás me veo más opaca. Quizás es porque por dentro sí cambié. Mi carácter antisocial combina con el negro, y eso me hacía sentir bien dentro de la comodidad del closet o de las maletas, depende donde me guardaran, y pasaba echada, envuelta en ocio. No conocía en ese momento nada acerca de preocupaciones, dudas, deseos ni frustraciones. No me tardé mucho, tampoco, en aprender de las de ellos y del comfort de salir de mi zona de confort.

¿Qué diablos estamos haciendo en la calle un jueves por la noche? Encendiendo cigarros y sacando cervezas, simulando 3 o 4 años más de madurez de los que de verdad tenían, el grupo de jóvenes discutía el plan. Allá estaba aquel bar, pero había gente en el depa de no-sé-quién (alguien cuyo nombre sonaba a falso)... Yo no sabía quienes eran todos ellos, pero creo que todos ellos tampoco lo tenían muy claro. ¿Qué estaba haciendo yo aquí? Empezaba a desaparecer mi característico olor a perfume y manos me hurgaban para encontrar chicles, tabaco, labiales. Me fui embriagando yo también, con el pasar de las horas y de los bares. 

Muy elegante, muy pequeña... pero experta en trasnochar. Desarrollé un gusto por las malas decisiones y la piel eriza. Viví (aunque no parezca pues no ha cambiado mi look de fiesta elegante) entre madrugadas y mañanas incómodas. La seducción es un juego cuyas reglas se aprenden muy de malas; nadie te las enseña. Es probando que aprendes a ceder el control, porque tu mente embriagada no distingue la seda del costal. Probando aprender a exigir, a rechazar, a retroceder, a perder y a ganar. 

Al salir el sol, solo me sacaba si es que combinaba aún con la ropa de la noche anterior encogida por el descuido. El sol era mi momento de descanso, de pausa, de momentos en los que mi paladar dormido anhelaba más humo, alcohol y piel eriza. 

20150105

Hay carteras que envejecen mal

Relato inspirado en "Rock and Roll Dreams Come Through" - Meatloaf
Se me traba la lengua, no sé cómo empezar... Digo, es primera vez que cuento esta historia, mi historia, la historia de una cartera rockera que nadie conoce. ¿Le importara a alguien el sencillo relato de una corta vida llevada al son del rock y los vicios? Escribo desde mi exilio, mi jubilo. Que el público decida si es o no es relevante el testimonio de un accesorio como yo.

Nací en una fábrica en Asia –¿Malasia? ¿Hanoi? No sé – pero crecí bajo influencias anglosajonas y occidentales. Me apellido Ralph Lauren y en mi infancia y adolescencia conocí bodegas y vitrinas que me prepararon para mi vida adulta, para mi realización profesional. Aprendí de las carteras más grandes con las que pude convivir, y también de las cosmetiqueras más pequeñas que andaban por allí  en mi vecindario, acerca de los roles y de lo que uno puede aspirar como cartera. Las grandotas de cuero, entendí yo, estaban reservadas para un tipo de vida casta y ejemplar (o por lo menos una pantalla de una vida casta y ejemplar.) ¡Cómo se vendían las beige, las café y las negras! Tan sobria, centradas y elegantes. Y otras, más pequeñas, se iban de dónde nos tenían para ir a cumplir roles menores, más marginadas del protagonismo y la vida social, como con las salidas contadas. 

Empecé entonces a reflexionar sobre mi identidad (ese elemento impalpable que los humanos pretenden "construir", como si se tratara de edificios interios; no sé). Yo, Rosada de Puntitos Ralph Lauren, ¿qué iba a lograr? No era de esas carteras hechas para reemplazar bolsones escolares en carreras universitarias, y supe desde que hablaba con mis compañeras y con las carteras que venían bailando sobre los hombros de las clientes que no estaba lista para una vida adulta y sobria. Y venían más preguntas que me aterraban, como ¿quién irá a querer a una cartera tan fea y a la vez sencilla como yo?

En diciembre 2007 me compraron. Pasé a las manos de una joven que me dejó ser libre, ser yo misma. Luego de un proceso de aprendizaje marcado por viajes a distintas esquinas de edificios y apartamentos, caídas en la intemperie, cambios climáticos, me convertí en la cartera rockera que siempre debí ser. Somos lo que vivimos, y de vivir se trata la vida. 

Me sentía desorientada recién salida de la tienda, no podía dormir bien. Fue la primera vez que experimenté el insomnio, producto de la ansiedad. ¿Qué iba a pasar después de esto? Me llenaba poco a poco, con respeto, de dinero, lapiceros, papeles, y no sabía qué hacer con esa sensación de que cosas viajaban dentro de mí todo el tiempo. Me sorprendía, también, la sensación de frío, de invierno. Temblaba, por ratitos; sentía escalofríos producto de nuevas necesidades o nuevas funciones, quizás. Era una acompañante incondicional que le hacía frente a lo que sea, donde sea que me llevaran. Me fui acostumbrando, por años, al sonido de lapiceros, basura, cigarros, cuadernos, monederos, condones, comida. En mí habitaba todo.

He estado en días calurosos llena de arena y con insolación tras haber pasado todo el día en el mar y en largas caminatas, he agarrado olor a húmedo luego de períodos de pausa y de olvido. Me he caído y detenido heridas en borracheras, he aguantado críticas de que Ay, no llevés esa cartera tan fea y me he enamorado del cariño y el cuidado de siempre estar allí para alguien. Aunque me laven, las esquinas de mis costuras se ven cafés por la suciedad de años en la que me he arrastrado. He escapado a hablar alemán e italiano, pues he pasado tiempito descubriendo a cosas y personas en el extranjero. No me duele ya las quemadas de cigarro; hoy solo son cicatrices que me decoran y hacen que de pronto me vean mal. Tengo aguante infalible, ya que paso más tiempo despierta que ustedes, lectores, y ¿saben qué? Las carteras no envejecen igual. 

Aparentemente, ustedes envejecen mejor. Pues, a quienes he conocido de cerca –con sus quejas y reclamos, reclamos y emociones, dudas existenciales, vicios, inseguridades y sin fuerza de voluntad– envejecen mejor (sí, muy a pesar de todas esas cosas tóxicas a las que se someten, humanos). Los veo, desde mi cuerpo usado y maltratado, con mucho por delante. Yo, en cambio, "ya no sirvo." Lo pongo entre paréntesis precisamente porque mi alrededor me dice que ya no sirvo. Piensan dos veces antes de voltearme a ver sino es que me cambian por completo. Me doy cuenta de las carteras nuevas, de las que no viven mi vida desordenada, de las que pasan a usar mi lugar de compañera y alera. ¿Qué será que alejo a lo que yo más quiero? ¿O será incompatible mi personalidad con una relación duradera? Yo no sé, pero sé que en la foto de mi primera salida en la que llevaba unos chicles por si acaso, un monedero con una tarjeta de débito y unas monedas, servilletas manchadas de tinta... Sí, esa noche que llegué mojada por la lluvia y con olor a bar por primera vez... Me veo más feliz que adonde me tienen ahorita, acumulando polvo junto a la maleta para el gimnasio y la cartera de charol para la fiesta.