Cuando la música se convierte en inspiración

Cuando la música se convierte en inspiración y la inspiración se transforma en historias es cuando nace Non-Girly Blue.

Somos un experimento literario conformado por mujeres amantes de las letras y la música. Cada quince días nos alternamos para recomendar una canción sobre la cual las demás non-girly blues soltamos la imaginación y nos inspiramos para escribir... escribir relatos, historias, cuentos, personajes y a veces hasta poemas. ¿Y por qué no pues?

[Publicaciones y canciones nuevas cada quince días]

20150424

1999


Relato inspirado en Ostatnie Lato XX Weiku de Komety




A Melanie y Radka


Siempre he pensado que el lenguaje es un virus, entra por los oídos y sale por los poros o la boca. Infecta a quien lo escuche o tenga cerca y no siempre se sabe quién es el portador y quién es el sintomático. Vaga por las calles, siempre errante, salta de nube en nube y se cuela por todas las rendijas. Ha viajado al espacio, navegado en el aire y vibrado en mil bocas, justo antes o después de algún beso, una cachetada infame o un estrecho abrazo. Es contagioso, incoloro, invisible o visible, cambiante. No siempre se escucha, a veces solamente se ve. De todas las formas de lenguaje, de todas sus caras, la que más me interesa es la conversación. Eso no lo pude hacer bien al principio contigo.


Nacemos acostumbrados al ruido de todo: los llantos, las risas, las palabras. Yo, nunca me acostumbré al ruido ni a la palabrería hueca siempre presente a mi alrededor, pero a lo que sí me acostumbré fue al sonido de tu voz. Aun sin comprender bien que me decías, me gustaba oírte.


Lo primero que escuché fue tu risa, sin ver tu cara ni tu espalda. Tuve que voltear a ver, esa risa contenía todo en una nota.  En un segundo, el pánico me invadió porque escuché tu voz en un ronroneo tirarme a la cara un Wie geht's? Bist du die Austauschschülerin? y no supe qué responderte. Recuerdo cómo te quedaste esperando una respuesta: me mirabas mientras yo me congelaba de terror. En ese momento no supe si te habías burlado de mí, pero ví tus ojos líquidos clavados en mí y me dí cuenta que honestamente estabas preguntándome algo, no sabía qué. Me defendí con un tímido Jawohl y te reíste de nuevo. (Después me enteré que eso solo lo decían los militares, debí haber parecido muy estúpida).


El cerebro me daba vueltas.
 

Qué le digo, si tengo la respuesta en la punta de la lengua, era der die o das, el libro decía esto, todos se van a burlar, que no, que sí, me quedo callada, allí va, luego espero, no, mejor no hablo, y si muevo la cabeza, de nada me sirvió aprender esta mierda, por que no me sale nada, que me pasa, tengo que decir algo, si llevo más de diez años en esto, no puede ser... se fue.


Con una sonrisa, intentaste hablarme en inglés y yo reaccioné. Estaba todavía oxidada y era mi primer día en ese lugar. Mi pelo oscuro y baja estatura me delataban como extranjera, mi cara desorientada me marcaba como la nueva del grupo. Me preguntaron por el paisito de dónde venía, para asegurarse que no andábamos en taparrabos, si las calles eran de tierra y piedra o concreto y si no vivíamos en los árboles. Les contaba en mi media lengua de las frutas de colores imposibles y nombres impronunciables que teníamos todo el año, de nuestras temporadas de lluvia de varios días y de los animales que se miraban cada vez menos pero que existían y eran diferentes a los que ellos tenían. Me maravillaron con quesos, pan de diferentes clases y hasta vino especiado que temía probar pero resultó ser delicioso. Así pasaron las horas hasta que terminó la jornada de clase y me llevaste a caminar para conocer el pueblo. Me contaste que tenías una familia repartida en diferentes ciudades, de tus padres divorciados y de tu único hermano. Creo que en ese momento, decidiste adoptarme como hermana postiza para enseñarme todo lo que hubieras querido compartir con alguien deseosa de escuchar. Procuraba no distraerme, me divertía tu plática y me encantaba el paisaje. Después de haber pasado por la lechería, la iglesia, el supermercado, la oficina de correos y un buen número de pastos, llegamos a la casa en donde pasaría esos cuatro meses y nos despedimos con un abrazo. No podía creer mi enorme suerte de conocer gente tan cálida en un país tan frío, especialmente la suerte increíble de conocerte, tan única. No lo sabía en ese momento, pero acababa de conocer a una amiga para toda la vida.


Eso fue hace dieciseis años. Volví a verte hace siete apenas. Sigues impresionándome con lo que haces, con la enorme fuerza con que enfrentas a la vida, con la delicadeza que tienes al dedicarle tu cariño a otra persona. Pasamos cuatro meses yendo a buscar panecillos, a recolectar hongos en esas alfombras de hojas doradas camino a la escuela, pintando con todos los colores que teníamos a la mano, contándonos historias que escribiríamos después. Sigo viéndote desde lejos, sigues enviando cartas que suenan a poemas y sigues siendo esa valkiria salvadora con sensibilidad de artista que aun a la distancia me hace sentir apreciada. Poco ha cambiado a pesar del océano que literalmente nos separa.


Ese virus del cual me contagiaste a unos días de estar contigo, me permitió conocerte, entenderte aunque fuera un poco para poder entrar a tu mundo. Y aunque al principio me diera lo mismo que me dijeras Friend en lugar de Freundin, entiendo que era tu forma de alcanzarme. Me enseñaste qué querían decir Wanderlust y Fernweh y desde que lo supe, entendí qué era ese dolor que me quedaba por una patria ajena.


Sé que algún día volveremos a vernos. Simplemente lo sé.


20150421

Mówisz po Polsku?



El Salvador! Oh, El Salvador! —respondían en un inglés medio masticado y ojos de interrogación al no poder ubicar ese país en su globo terráqueo mental.

Los ojos de sorpresa y las expresiones de admiración, que nunca entendí cómo se pronunciaban ni mucho menos como se escribían, formaban parte de las conversaciones con los amigos del centro budista en Gdańsk, quienes luego de un recorrido por el sitio y una meditación, nos recibieron con una parrillada al aire libre. El recorrido en carretera, las impresiones del país, la arquitectura, el clima, la política, el comunismo, el trabajo, la inmigración, la economía… fueron de los temas que entre cervezas, chorizos, carne, mostaza y cebollas asadas intercambiamos, aprovechando la oportunidad de practicar ese mal logrado inglés que conectaba la curiosidad del visitante, del residente.

Fue quizás entre cigarro y cigarro bajo ese arbolito que estrenaba hojas en un verano de 20 grados centígrados que llegamos a la música. ¿Cómo es posible que alguien que hable español y que viva del otro lado del mundo, en un país de Centroamérica (“perdón, pero ¿dónde queda eso?”) supiera de una banda llamada Komety?

I dont really know! —respondía abriendo los ojos igual que ellos, como queriendo ser un espejo. Y la verdad es que ya ni recuerdo como llegue a Komety. Supongo que los encontré de la misma forma en que llegamos a todos lados, con curiosidad.

Este fin de abril me encuentra pasando fotografías, recordando esa visita a la ciudad del ámbar mientras “Ostatnie Lato XX Weiku” me susurra emociones al oído. Nunca supe que dicen y nunca me tomé la molestia de buscar las letras para darle copy-paste en el traductor de Google. Hoy tampoco será ese día. Me sucede últimamente que las letras me estorban.

Quizás sea mejor así: no saber nunca y simplemente dejarse llevar. Dejar que sea la melodía la que hable, la que inunde mi cuerpo y la que suelte mis dedos en un desenfreno mental de palabras, para que finalmente vea las emociones, para que finalmente las comprenda.

Dziękuję za przeczytanie!

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NGB.DA20150421

“Hung Up” - Madonna



          No. No era yo quien esperaba en esa esquina. Tampoco era la de medias caladas y tacones estilizados. Era la de la ventana de arriba, en el edificio al otro lado de la calle, la que con el telefoto te observa caminar rumbo al farol que cuelga, como tú.

          Metros adelante, sus tacones incandescentes describieron historias en pasos rojos como tu deseo mientras abrías sus piernas como una cortina gastada de gamuza color amarillo y te escurrías en tediosos flagelos y un placer fingido. Ella lo sabe y también lo sé yo.

          Iguales son todos estos rincones, llenos de silenciosas estatuillas, de espirales de alquitrán y plásticas pasiones recicladas. No. No fui yo quien imaginó tu emoción. Fue el telefoto el que capturó tu orgasmo y su ficción. Nadie parece molestarse, solo tú.


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DA2008. editado para NGB.20150420


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Salsa Perris

Relato inspirado en Hung up de Madonna



Eran las 4 de la tarde y sonaban "Los Temerarios" cerca de la cocina... Hacía calor y sonaban vasos con hielo por la casa mientras se oía una voz que gritaba: "¡Fiiiiiiiide! ¡Tráigame por favor más limonada!" - seguido de un "¡Ya voy, Niña Yolan!"


Era la hora de planchar, de las tareas, de la novela, del "ya va a venir a cenar el señor de trabajar, péreme que estoy haciendo la cena y tengo que ir a planchar, niña". La niña hacía su lista de palabras indígenas que le habían dejado en "Idioma Nacional" y la pequeña de la casa se dedicaba a molestar a la Fide, la había amarrado con una de las dichosas "pitas" para colgar la ropa y le decía que no se preocupara, que ella haría la limpieza ese día. La pobre Fide no hallaba como quitársela de encima: "¡Mire, Niña Conchi, la niña no me deja ir a cocinar!".

La abuela miraba las noticias, mamá hablaba por teléfono y la chiquita seguía molestando a la Fide. Tenía unos 21 años cuando llegó a la casa, venía de Santa Elena, Usulután y decía que vivía en el Cantón El Nisperal. Nunca se supo que fue de ella, dijo que se iba a "acompañar" y que se iba de regreso a su casa, a vivir con su "peor es nada". Nunca se supo si se quedó trabajando en maquila, si tuvo mil hijos como todos imaginaron que le tocaría, o si se lanzó al estrellato y se fue a los "Yunais", como ella decía.


Por ella sonaban "Variedades del Seis" con Davys Rosales en las mañanas de los domingos, junto con las noticias de la farándula nacional: que si los de Algodón necesitaban bailarina nueva, que si las de Carey le copiaban a las nenas del grupo Caña o al grupo Mandarina, que si el maratón del Zangolote tenía finalistas, que si el baile del sapito era mejor o peor que el baile del atol de elote, que cuantas canciones tenían nombre de comidas (sopa de caracol, sopa de frijoles, las pupusas, el atol de elote, etc), que si la Máquina competía con la Fuerza Band que era imitación de la Raza Band o si el grupo Compacto era totalmente nuevo y venía a revolucionar el sonido de la cumbia. Era entonces que sonaban los Bukis o Los Temerarios o los Fantasmas del Caribe y la Selena se murió. La niña se enteró de la noticia mientras jugaba en su piscina inflable del patio, la misma Fide llego contándolo entre lágrimas y con una cara de pánico que nos hizo pensar lo peor.


Cocinaba lo que ella llamaba "souffle de espárragos", que no era más que un plato de su invención, improvisado que era un capeado de güisquiles con crema Maggi de espárragos de sobre muy espesa, quesillo y crema. Quedaba tan consistente que se le podía cortar como a un pastel. De ella eran también los purés de papa con "Salsa Perris" y salchichas refritas que le daba a la abuela con su café de la tarde acompañado de dos panes quemados a los que les raspaba la ceniza. Y la abuela se lo comía feliz, así le gustaba. Cuando hacía las listas para las compras que ella le pedía, la Fide (entre otras cosas) ponía:


·         2 botellas de salsa dulce
·         Tomatinas
·         Gelatinas para las niñas
·         Mostaza para el señor
·         Veneno para zompopos
·         papelaluminio
·         Salsa Perris
·         Sopa Magui
·         Jelatina
·         Cubitos (entiéndase, jamás fueron de res, sólo de pollo)
·         Crema y queso para chancletas



Era atrevida ("Niña Conchi... ¿Me presta diez pesos para el pasaje?", "¡Ay este hombre! Mire me dijo que me veía pura puta con la permanente y yo, mire... ¡Lo putié! ¿Vacrer?"), tenía novios a cada rato (los vigilantes o los policías le llamaban la atención, la chiquita platicaba con ellos cuando llamaban a la casa, les preguntaba el nombre o se equivocaba, diciéndoles a veces el nombre del Ex en lugar del de ellos) y creía que la niña sería la nueva genio del diseño de modas ("Mire que chulo el vestido que me dibujó la niña...  ¡Allá a la niña Moncha le vuá decir que me lo cosa!", "¡En el Carnaval voy a ser la envidia!")... No bromeaba, se mandó a hacer dos con la misma hechura pero de distinto color y de distinta tela, tenía uno hecho de pana y otro de cáscara de huevo con detalles de lino y otra tela tornasol a la que jamás le supimos el nombre). Cuando regresó nos contó que con el calor de Usulután, el vestido la ahogaba y que se le había derretido el pastel del "Pocs" con el que pensaba impresionar a toda la familia. Uno de sus mayores orgullos fue llegar a una Casa Comercial de Oriente a comprar un "chifonier" y pagarlo "caish" para llevárselo a su casa, que vieran que ella solita se compraba sus muebles y ayudaba a la familia además. Jamás se puso uniforme y tampoco se lo pidieron, como en otras casas.

La Fide tenía su propio sentido de la moda, no se ponía nada plateado o dorado ni nada de "licras" pero adoraba las telas nacaradas y los esmaltes de uñas rosado chillón o los tules... mientras oía a Vilma Palma e Vampiros.


Lloraron cuando la Fide se fue. Ni la Tita, Adelita, Marta, Mari, Inés, Rosa o la Ña Chave hicieron la vida en esa casa tan divertida como ella.


En muchas casas hubo una chacha, aquella mujer (joven, viejita, no importaba) que se levantaba antes que los dueños de la casa y se dormía después de todos, que salía con permiso cada quince días y se perfumaba los sábados y regresaba el domingo por la tarde. No comía en la mesa, sino en la cocina y algunas hasta llevaban sus hijos a la casa. En la repisa de su cuarto, el más frío o caluroso de la casa, se veían todos sus menjurjes, pero los más notables eran el Ralco, la crema de tortuga, la Romance, Ponds o Aquamarine, el spray AquaNet para las más modernas, la "brillantina", la crema de serpiente Apretadora, el aceite de Sapuyulo para la caída del pelo, un peine fino, esmaltes de uñas Lolita o Darosa con su respectivo bote de acetona, perfume "Charlie" de Revlon y un "Pino Silvestre" de regalo para el novio o el papá, un peine redondo, shampoo Palmolive o sin marca y las cuchillas Gillette. No se sabía mayor cosa de ellas y podían pasar toda una vida trabajando en la misma casa, cuidando hijos ajenos, cocinando la misma comida de todos los días y haciendo la limpieza por un sueldo que ahora no es ni el mínimo. Aun así, la Fide con eso pagó muebles para su cuarto, mandó a poner azulejos en su casa, encargaba vestidos con telas que ella misma compraba en almacenes de señoronas y se compró un reloj de pulsera para su cumpleaños.


Se oían toda clase de historias raras. Una que trabajaba con una amiga de la señora salía por las noches con la ropa interior "prestada" a bailar a saber dónde... una que metió a un hombre a la casa de su patrona y lo tuvo encerrado en su cuarto dos noches hasta que el esposo de la señora se dio cuenta... otra se fue porque dijo que le salía mejor "acompañarse con un cabo de la Escuela Militar porque no la iba a hacer trabajar" y una última que se escapó un día con el jardinero.


Pero no la Fide. Ella se concentraba en lo que llamaba "la visión de tener mejor vida como fuera" y pensamos que hasta la fecha la sigue buscando, sea en una maquila, sea en los "Yunais" o sea como la mamá de dos niñas (como dijo que tendría) a las que les ha de haber puesto Hazel Veralis y Joanna Elizabeth, sus nombres favoritos.

Seguramente las mandó a la escuela para que "no fueran brutas como ella" y a lo mejor les enseñó que no se hicieran la permanente porque "no vaya a ser que en la calle les digan que parecen putas".

20150420

Fecha de vencimiento

Relato inspirado en Hung Up de Madonna

– Tal vez así la realidad deje de ser mentira y se vuelva PERFECTA.

Dijo.

– Tal vez.

Contestó.

Y el tal vez, como tantas otras cosas, se quedó colgado en alguna parte. Como todo lo que ya había pasado. Como toda esa historia que ella había empezado a abandonar por voluntad propia desde hace varios días. Por poquitos. Y tal vez ya no importaba que el tiempo, sí, pasara tan despacio. Los finales llegan de todos modos. Si ella seguía dándole vueltas, era solamente por la palabra que había dado de estar toda la vida.

Esa palabra que siempre le gustó cumplir, pero ahora, al parecer, no tenía eco, mucho menos respuesta. Y así, el "toda la vida", parece acortarse a unos cuantos meses o semanas o días.

Tal vez.

Dichosofuí

Relato inspirado en Hung Up de Madonna.

El tiempo pasa tan despacio cuando se está colgado de una estrella. Todo es más lento, el movimiento de mis manos cuando las muevo para decir adiós, con tal de no olvidarme de las despedidas, el movimiento de mis piernas cuando las estiro para cambiar de posición, o para hacer las veces de una larga caminata.

No quiero olvidar muchas cosas.

Pero supongo que es inevitable. Olvidar algunas palabras, las sonrisas, como llorar, el sabor de una cerveza fría. Podría decir que aquí tampoco hay tiempo, o tal vez porque no tengo manera de contarlo; dejé tirado mi reloj en algún techo, mi teléfono celular lo perdí en uno de los tantos intentos de llamar a Sara, mi mujer, mientras me trataba de convencer que tal vez sí, que tal vez la señal llegaba hasta aquí. Se me soltó de las manos. Lo vi caer dando giros y giros. Era mi último contacto con la realidad... No me pregunten cómo vine a parar aquí. Da vergüenza contarlo.

Lo que sí les puedo decir es que todo fue a causa de Sara, un gato y un dichosofuí.

Sara, qué quieren que les diga, fue una tipa (o es, no sé si lo sigue siendo, no sé cuánto tiempo ha pasado, no sé nada) bastante decidida desde el primer día en que la conocí. De hecho, ella decidió conocerme ese sábado en la fiesta de unos amigos, ella me habló primero, lo decidió. Y claro, si lo pensamos bien, esa decisión primera de hablarme, es la que me tiene aquí, no tanto el gato o el pájaro ese. Y también la historia del gato y el pájaro tienen que ver con ella.

Así que digamos que la culpa de todo la tiene Sara.

Sara, esa mujercita menuda y escurridiza, quiso que tuviéramos un hijo desde el primer momento. Desde el primer día ella quería un hijo y batalló y batalló y batalló por conseguirlo durante un año, hasta dejarme exhausto, se imaginarán. No hubo tregua. Hasta que en el consultorio de aquel doctor, después de varios exámenes y análisis nos lo confirmaron: no podríamos tener hijos. No quisimos saber cuál de los dos era el responsable. Simplemente no podíamos.

Y nos sumimos en una ola interminable de "mea culpa" por varios meses.

Hasta que Sara, pequeña y decidida, decidió salir del letargo y se le ocurrió la idea de adoptar al gato. Gata. Lucrecia se llamó, y era una cosa peluda y divertida incapaz de no quererse. Durante incontables días nos dedicamos a consentir a esa pequeña bola de pelos, que además de suave, nos hacía la vida más divertida. Nunca había visto a Sara sonreír y querer de esa manera. No exagero. Creo que ni siquiera a mí me quiso de esa forma. Ya saben lo que dicen, los gatos tienen ese tipo de poderes especiales.

Y así, todo estuvo relativamente bien, hasta que Lucrecia desapareció por más de tres semanas y regresó tan campante, con una panza llena de gatitos.

Para hacerles corto el cuento, que ya se está alargando más de lo imaginado, aunque, claro, no tengo otra cosa más que hacer que pensar en esta historia y su final, que soy yo aquí, como verán. Decía, para hacerles corto el cuento, que Lucrecia desapareció cuatro veces en menos de dos años, lo que nos convirtió en los flamantes dueños de nada más ni nada menos que de dieciocho gatos. Yo sé. Yo sé. Y no, Sara no quiso regalarlos. Se dedicó a cada uno de ellos como si fuera único, con nombre, comida, platos exclusivos y camitas. Y seguimos siendo relativamente felices. Al menos ella, al parecer, por su devoción a los gatos.

Al menos hasta esa madrugada en que apareció el tercer personaje crucial de esta historia: el dichosofuí.

dichosofui - dischosofui, cantaba cuando comenzaba el alba y en los primeros albores de la mañana. Era relajante oírlo y pensar que me quería decir algo, dejarme algún tipo de mensaje. Así que, digamos que Sara se dedicaba a cuidar, alimentar y a jugar con los gatos; y yo, a escuchar por horas al pájaro aquel que, de alguna forma me cantaba. A mí. Este simple mortal que lo único que quería era querer a una mujer. De verdad, se los prometo, el pájaro quería decirme algo. Algo como, la realidad no es esta. Algo como, el mundo y la gente querrá hacer pedazos de vos, pero al final, solo al final, te vas a dar cuenta de que no necesitás ni un uno por ciento de ese mundo para ser quien sos.

Eso parecía decirme. Y yo le creía.

Hasta que, ajá, sucedió que Piccicatto, el gato número nueve, se subió al techo y persiguió al dichosofuí, tratando, supongo, de hacerlo su presa. Y eso no podía ser. No podía ser, le dije a Sara. Y ella me miró como si el pájaro no importara o como si no tuviera derecho como los gatos a vivir y tener nombre y comida y cama propia y exclusiva. Y eso no podía ser. A mí me daba gusto oír al pájaro y todo eso. Así que a la tercera o cuarta madrugada en que otro gato, ya no sé cuál ni el número, se fue detrás del dichosofuí; yo me fui detrás del gato. Corriendo por techos, saltando muros, alambrados, más muros, más techos, en una madrugada que parecía noche, en una oscuridad que no tenía fin. Corrí tanto que no sé en que momento estaba aquí.

Colgado como si nada. Con el pájaro cantando sin parar.

Cantándome su historia, o la mía.

Vayan ustedes a saber. No sé cuántas historias.

El tiempo pasa tan despacio cuando se está colgado de una estrella.

La risa de Pauline

Relato inspirado en "Hung up" - Madonna

Nunca antes había yo jugado con palabras en una refri, pero pasó esa noche con los imanes amovibles que tenía palabras.

Al principio, no sabía qué hacer. La última vez que habíamos hablado lo habíamos hablado y no había sido muy bonito. Que no podemos estar juntos, que no quiero novia ahorita, que de todas formas nunca iban a vivir en la misma ciudad. ¿Y él acaso podía prever el futuro? Gracias, Antonio, por hacer esas aclaraciones. De todas formas, siempre insistí en que yo no era y nunca iba a ser su novia y los momentos de estrés –las frustraciones, las preguntas incesantes, la edificación de conclusiones a base de ladrillos de nada, de los cuales yo y los años de decepciones amorosas estaban huyendo– venía justo de eso. Se deformó, después de un rato. Mi relación informal y relajada, al final, tenía poco que envidiarle a un mutante.

A nosotros nos faltaban mis carcajadas. Nunca estuvieron allí los gradientes de mis risas que llenan el espacio. Pero la ausencia de estas, en medio de pláticas con la mística de Ay, sí, tenemos ratos de no vernos y nunca nos hemos sentado a platicar, se vuelve prescindible. Uno se deja seducir por coincidencias, puntos claves, reflejos de tus propias posturas en los labios del otro, ¿qué es esto que me tiene tan concentrada? Ya hacía ratos que no me gustaba alguien como me gustó él. Cada vez que nos veíamos me sorprendía oír el relato de justo lo que yo pensaba, creía, ideales ahora machacados. Evolucionaron nuestros encuentros hasta que, mierda, ¿dónde están mis risas?


Y hoy, ¿qué putas quiere?


“bn. y vos?”


Y meses del tamaño de años pasaron cuando, de pronto, le contesté eso por mensajito¿Cómo había conseguido mi número? Aún hoy no puedo descifrar con claridad cómo fue que pasamos a esto, si veníamos de una conversación tan borrosa como las líneas del compromiso, arrastrada por todo el centro comercial en el que nos despedimos. Ajá, él pasó por mí a la casa de mis padres con el pretexto de decirnos adiós casi que como amigos o amigos en segundo lugar o excompañeros, cuando éramos examantes que habían dejado de buscarse y de contestarse las llamadas. Y no solo el mensajito, también le contesté la llamada, la primera de una serie de llamadas que intercambiábamos y que me daban a mí la pauta para decir que, nada, solo estaba hablando con él de nuevo.


Era como si yo voluntaria me sometía a la experimentación de sus deseos. Saboreaba el palabrarerío que, con tacto y buen gusto, me compartía una selección minuciosa de mis momentos favoritos. Saboreaba desde el balcón frío el paréntesis cálido del lejano sabor de sus besos, sus abrazos inocuos y los elogios construidos con sus manos y su admiración. A veces, el humo de mis cigarros se confundía con el recuerdo del amanecer entrando por la ventana las noches que no debíamos pasar juntos, por que nunca fue correcto. Las risas coquetas inevitables sellaban los finales de estas nuevas pláticas telefónicas con promesas de que sí, sí, nos iríamos a ver pronto. ¿Qué querrá?


Debí haberme preguntado a mí que qué quería yo, pero me fui dos o tres ciudades al sur de París, sin saber de verdad nada. Aunque sí, de pronto, sé lo que esperaba: un reencuentro, un encontrón, entretenimiento. Buscaba reparar mi estado estático que había fallado en el amor y también en el desamor. El desequilibrio emocional me había perseguido de un lado y también del otro. ¿Qué más da? Mi viaje respondía a los enredos que me hacía con los cables del teléfono y los botones del celular y las ganas insaciables de hacer de mi vida lo que yo quisiera. Mientras otros actuaban en función de metas y estrategias, yo actuaba en función de mis reacciones, como un juego de ping-pong a solas, rebotando y sonriendo hasta cuando se me salían lágrimas untadas de maquillaje que yo negaba.


No alcancé a ver mucho de eso que solíamos tener. Éramos, sin embargo, las mismas personas. Que cómo estuvo el viaje, que qué quería hacer. De seguro era algo más que un encontrón en la cama, pues alguien con quien coger generalmente se consigue en códigos postales más cercanos que donde yo vivía. Y estas atenciones –ver con quién me quedaba mientras él trabajaba, ver cómo me atendían– de seguro ocultaban un pequeño brief personalizado de nuestro pasado, o una reseña de lo que había sido. Sí, ella, es así y le gusta esto, y con ella pasó esto, y me gusta por esto, y la quise mucho, vieras todo lo que me decía. Algún discurso así, que llevara guiños de pequeñas escapadas y de cómo se nos fue la mano y de cómo, al final, el único secreto era que nuestro secreto no era secreto. ¡Tan confiada que era! Y tan en serio que tomaba todo, también.  


El día siguiente nos despertamos tarde, en un ambiente extraño. No íbamos a hablar de la escena de celos en la calle, pero ambos recordábamos cómo todo mi cuerpo había expresado un “¿quién putas es ella?” y toda la agresión posible en mis miradas y mis llamadas telefónicas erráticas. Todo había estado bien, con todos los amigos en común que teníamos en esa ciudad más al sur, hasta que mis berrinches se comieron mis ansias y ya, vámonos de aquí, que si no nada va a hacer sentido en mi cabeza. Ya estaba ciega de la borrachera y culpo al alcohol por la torpeza y la sobreexposición de gemidos y gritos y de escapar a caerme y de medio responder al celular en la madrugada, yo arriba, él abajo, la ropa tirada…. hasta que caí en una especie de coma diabético.


No quise hacerme responsable de nada de eso, opté por pasar la página y ver qué más iba a pasar en el incómodo silencio, ya recién bañada, con el que comimos cereal y fumamos tabaco. El día y la noche fueron manchados por el morbo de lo que no nos decíamos. Sus palabras y sus actos dibujaban paredes y caminos de amistad y cercanía que nunca antes habíamos negociado. Y lo acompañé a su cena y al fin de semana en casa de No-sé-quiénes y nos tenían listo un cuarto, yo su amiga. Nunca le dije a qué punto me sorprendía su incongruencia. Al menos antes se comportaba igual dentro y fuera de la alcoba, o del carro, o del pasillo. Al mismo tiempo, ni yo sabía qué estaba haciendo y en esas de no entender tus propias acciones, uno no puede exigir mucho. Pero vine y me fumaba los cigarrillos compartidos como que eran dulces; y decía sí con la cabeza y no hablaba mucho. No tenía mucho que contar, de todas formas. ¿A quién le podrían interesar dos noviazgos y un semestre universitario? Sabía escribir, platicar, viajar y dar clases de idiomas, pero no mucho más que eso.


Pauline parecía divertirse con mis palabras llanas y mis historias a medias. Me imaginé que ella era de esas mujeres como yo, que a lo mejor pertenecemos a la misma casilla que comparte un gusto por Manu Chao y la ropa colorida y el lenguaje florido. Quizás se le hacían esos camanances con mis anécdotas baratas por alguna afinidad que remonta a sus 18 años, que tenía la humildad de reconocer aún desde su independencia y su hogar, su cocina. Le encantaba su cocina, pequeña pero acogedora. Me mostró el estante donde guardaban hierbas frescas como lo haría alguna chef frustrada en su afán por sacar recetas propias y nos detuvimos frente al refrigerador para jugar con palabras. Nunca antes había yo jugado con palabras en una refri, pero pasó esa noche con los imanes amovibles que tenía palabras. Allí en esa puerta del refrigerador, se descomponían frases e historias. Cada vez que alguien viene, aparecen enunciados absurdos, me decía mientras yo armaba los míos. “Tout est pour le mieux quand il s’agit de la virginité”, su traducción arrevesada siendo algo así como “Todo es por el bien cuando se trata de la virginidad. Tiene algo de verdad, dijo Pauline, porque ¿acaso no es mejor cuando no hay antecedentes y no hay con qué comparar? Ellos no van a atender, me dijo por último, ellos los hombres a quienes no les gustan las palabras como nos gustan a nosotras.


Ella y Guillaume se veían felices. Ella era periodista y él, músico. La magia de la terraza en la que estábamos estaba compuesta por varias partes: el hecho que la habían construido ellos mismos y que predominaba madera color turquesa, la hiedra que se enredaba en el techo y la cantidad de marijuana. Que la probara, que era buenísima. Nunca antes había visto a una pareja tan feliz, no con ese misterio de ¿cómo le harán? Para estar así hoy, deben de haber habido varios ayeres que hoy son la goma, el velcro, los chistes secretos. Una pareja que de verdad se buscaba para sentarse cerca, medio manosearse, darse besos que amablemente interrumpían algún monólogo jovial. La risa de Paulina era contagiosa y parecía ser motor de esa fuente de besos animados y abrazos emocionados. Me los puedo imaginar yéndose a dormir contentos, solamente para luego despertar en una comodidad cómplice de la atracción cambiante pero constante, porque cuando algo es bueno va a seguir siendo bueno. Allí, en medio de Le Gers, brillaban dos pares de ojos cuando se veían y eso no se consigue simplemente firmando un papel o rebotando en función de qué conviene y qué no.


Al lado opuesto de la pareja risueña que había encontrado (en las diferentes vibraciones de las risas de cada uno) el secreto de la fascinación perpetua (en mi mente, en mi concepción efímera de Pauline y su cocina con imanes y su jardín secreto de marijuana), estábamos Antonio y yo. Antonio tenía el porro en la mano cuando me volvió a ver a mí casi con condescendencia, una mirada de “Me gustas cuando callas” y con un aire de Sí-pero-no. Me quiso tanto que no me quiso, y yo a él lo había rechazado tanto que lo quise, algún día. Nosotros no éramos esa excepción a la regla general. Nosotros estábamos mejor en el pasado, en el aturdimiento de no saber qué hacer pero saber que nos gustábamos, pensar que nos queríamos, seguir en las mismas hasta que aquella vez que se agotó la vida útil de la ausencia de mis risas. Lo malo no era nuestra disfunción, era retomar las risas pícaras volátiles, que no me sirven, por teléfono, por mensajitos. Retrocedimos sin encontrar lo mismo que hubo cuando no habían antecedentes.


Las risas caducaron después de un rato, no mucho después de que nos acabamos los vinos y el camembert. Ya la música no sonaba tan fuerte, esas trompetías y esos bajos se rindieron. Mi mente sedada por el etanol que luego iba a ser mortífero logró distinguir la mejor opción antes de irme a dormir. Lo mejor, en ese momento, habría sido darle la espalda en la cama y dormir tiesa como una piedra a su lado. Lo mejor hubiera sido no susurrarle que no hiciéramos ruido y no prolongar nada más, si de todas formas al volver no nos seguimos hablando por teléfono ni mandándonos mensajes. Al volver al norte, volví a ver a quien sí le sonreía como Pauline a su esposo, alguien con quien podía despertar hecha pedazos y radiante, todo en uno. Fui a ver a Antonio, le contaría yo. Fue raro, le diría; y nada más. Él es de esas personas con quien no hay necesidad de decirlo todo, porque ya lo sabe, siempre lo sabe; porque me conoce, porque me quiso, porque no me deja ir. Me imagino, me diría, sin preguntarme más y solo algún día reclamarme del viaje al sur de Francia.

Noche de chicas

Relato basado en "Hung up" de Madonna


A Martha
para que la memoria nunca nos abandone



Habían pasado más de tres décadas desde que se vieron la primera vez.

Se habían puesto de acuerdo, el día a día las alejaba sin querer, el trabajo, la familia, el tráfico, los horarios, las reglamentaciones, pero en un acto de profunda nostalgia Judith la llamó, Alicia se sintió feliz de escucharla por el teléfono... "el viernes alistate, vamos a salir en la noche". 

Judith y Alicia eran mujeres de diferentes generaciones, diferentes gustos, diferentes en todo. Diferentes. 

Judith siempre admiró la belleza física de Alicia, mujer hermosa, piel blanca, facciones finas, delgada y siempre elegante, ella en cambio no era el prototipo de hermosura, ni en su país y en ningún otro, al menos eso pensaba ella al verse al espejo y peinar la larga e interminable cabellera negra, ahora plagada, poco a poco, con el brillo plateado de las primeras canas. "Pintáte el pelo", le había dicho en alguna ocasión Alicia, ella se rió, al tiempo de caer en la cuenta de que no recordaba en ningún momento haber visto a Alicia con su color natural de cabello. 

Aquella noche, mientras se alistaba, Judith decidió hacerle caso a Alicia, siempre le dijo "ponete tacones, maquillate, arreglate"... hoy le daría ese gusto. Cuando llegara a traerla la vería como siempre le dijo.

Buscó su mejor blusa, sus jeans más ajustados, desempolvó los tacones, esos que tenía por si acaso y se los calzó, cuando estuvo enfundada en glamour, buscó su bolsita de maquillaje básico... se ahumó la mirada y pintó sus labios con un discreto color rosado y selló con brillo, se sentía más joven de lo que era. Vio su reflejo y le gustó lo que le regresó, pensó... "A esto se refería mi mamá", supo que Alicia siempre tuvo la capacidad de ver su belleza. Sonrió y vio en su sonrisa, la misma sonrisa que vio en su madre durante años, cuando hacía cosas buenas, cuando se permitían un momento de encantadora ternura, cuando algo le quedaba rico en la cocina. Cuando regresaba a su casa, incluso cuando pensaron que jamás sucedería. 

Agarró su cartera de mano, metió lo básico: el celular, las llaves y un poco de dinero en efectivo, una tarjeta y su dui. Se fue al carro y manejó hasta aquella casa que la vio crecer, aquellas paredes fueron testigos de sus conflictos internos, de sus conflictos con Alicia, de sus enojos, de los tantos gritos, de todas las desesperaciones, pero también de todo el amor. Lo último era lo importante, lo demás, podía ser olvidado. 

Tomó su celular y marcó... "Salí, ya estoy aquí".

En la puerta apareció aquella mujer que le dio la vida, era tan hermosa como cuando tenía 37 años, edad en la que estaba Judith, edad en la que Alicia dio a luz a su última hija. Ahora era una mujer de más de 60 años y estaba olvidando todo, Judith sabía que en pocos años su mamá no recodaría aquella noche, no sabrá que un día, su hija mayor, en un acto de locura, la llamó para decirle que saldrían a beber algunas cervezas y a bailar a un lugar, porque siempre supo que Alicia amaba bailar, a pesar de tener dos pies izquierdos Judith había quebrado su promesa de no bailar con nadie en público y se adentrarían a un lugar con bola de cristal cortado, luces neon y bailarían las canciones de los setentas que tanto amor le dieron a Alicia, se fundirían las dos en una noche de interminable alegría. 

Eso era lo importante. "Time goes by so slowly..." Judith y Alicia querían que fuera así, que el tiempo se fuera despacito, que ahora que ambas eran mujeres tuvieran la dicha efímera del desorden, de las luces, de la alegría ruidosa de la música. 

Alicia no lo sabía... pero Judith estaba harta, harta de tantas cosas, que había decidido, en estado de completa cordura, olvidar como ella estaba olvidando. Judith no lo sabía... pero Alicia jamás olvidaría aquella noche.

Aquella noche era para bailar. 

20150409

Madonna y el arte pop

Hace dos días Delmy (@sinrevelar) me dijo "no logro conjugar tu cara de 'grumpy cat' y la cara de Madonna en una sola frase".

Así es, soy fan de Madonna. Ya... lo dije, matadme, oh buenas personas, matadme, os concedo esa gracia por bien de la moral y el buen heavy metal.

Parece ser que mi "imagen" desfachatada no casa con el glamour de esta mujer, tampoco mi bien sabido gusto por el rock, encaja con el pop dulzón y brincador de la rubia. Mi lado de conciencia social se va a pasear con las filosofías empresariales de la "chica material". Al parecer... mi verdadero lado oscuro es ser fan de esta mujer. 

Todo se remonta a cuando vi por primera vez un video de una muchacha desgreñada y maneada de encajes, revuelos y bisutería grande y dorada, recorriendo las calles de Venecia caminando al lado de un hermoso león. Esa noche, tenía seis años y le pregunté a mi papá qué era eso de ser virgen. Por supuesto, su respuesta inmediata fue "¡Andá a dormite, ya es noche!". Aquel daño me lo hizo "la canción de la semana" que se transmitía en canal 6 a las 9 p.m.

Por supuesto, luego (por mis medios) puede averiguar qué era ser virgen y aún así, en mi inocencia, algo me decía que aquella joven no era precisamente parecida a las vírgenes que habitaban en las capillas e iglesias católicas donde intentaron educarme religiosamente.

Madonna ha sido fuente de serias reflexiones en mi vida, no solo por "like a virgen", ahí tenemos "like a prayer", cuyo video controversial puso a parir enanos a mi mamá, quien insistía que esas canciones no eran adecuadas para niñas de 9 años, cuando le dije que no entendía porqué le mostaba tanto, yo lo que veía era la historia de una mujer que hizo lo correcto: evitó que un muchacho inocente fuera a la cárcel por un delito que no cometió. ¿El vestido negro ajustado, el beso al santo, las cruces incendidas, el baile erótico? ¡Eso qué!

Eso si, luego de esa conversación, en la que me gané la amenaza de ser cholca por el resto de mi vida por contestona, comprendí que escuchar a Madonna debía irse a la clandestinidad, quizá por eso siempre fue así... un gusto clandestino. 

La historia la puedo hacer más larga y hablarles de lo que pasaba por mi cabeza cuando veía sus videos... cerraré esta etapa de anécdotas diciendo que mi ringtone en la época en la que trabajé en un museo, trabajo al que me tuve que acostumbrar a maquillarme, a usar tacones siempre y ajustados vestidos negros en las galas fue, nada más y nada menos que, Vogue. Lo sé, soy tan cliché.

¿Qué canción de esta mujer será mi propuesta para esta quincena? Bueno, súbanle el volúmen y delen la bienvenida a "Hung up", canción del álbum "Confessions on dance floor". Esta canción, inspirada en el pop de finales de los 70's, con sus elementos de "Fiebre de Sábado por la Noche" (película de 1977) y su sample de "Gime, Gime, Gime" de ABBA, me recuerda, irónicamente a mi mamá. En lo personal se constituyó, en su momento, como un disparatado recordatorio de que cada mujer tiene el derecho y el deber de encontrar su camino y recorrerlo como mejor le parezca, con la fortaleza necesaria y con la sensibilidad y la dulzura para no olvidar que somos mujeres libres. 


Yo ya tengo mi historia, espero que ustedes, amigas... también. 
Acá les dejo esta versión en vivo. 






PD. Ando en mi etapa de "revalorización" del arte pop en general

Elegía

Relato inspirado en Burn it Blue de Caetano Veloso y Lila Downs



Me imagino el momento justo en el que encendía el incienso por las mañanas. La llama corta, brevemente azul y luego el anillo de fuego pequeño y sostenido en cada varita, soltando ese humo dulce que aprendí a amar. Seguramente tomaba ceniza sagrada y después de cantos, la tomaba con alguna cuchara para ese fin y la ponía en su boca, teniendo la idea de contar con una parte de algún dios en su lengua, concentrada en la música a su alrededor y con la mente en otra parte menos en el rústico lugar donde le tocó vivir.

Me imagino que después del baño, se adornaba la frente con un bindi, ese punto rojo que la hacía ver más hermosa a los ojos de todos, con la línea entre la raíz del pelo, dando a entender su lugar como mujer casada, para siempre unida a la familia de su esposo. Quizás tuvo que quedarse mucho tiempo encerrada después de la boda. Quizás soñaba con lo verde de los jardines de la casa de su infancia. Quizás quiso otra vida para ella, no tengo forma de saberlo.

Me imagino que prefirió la muerte antes de ser aislada, repudiada, ignorada. Prefirió la muerte antes de mendigar por las calles como las demás viudas, antes de desaparecer en vida y convertirse en polvo. Me imagino que prefirió terminarlo todo y convertirse en ceniza antes de que otros la obligaran a hacerlo.

Veo lo que queda de ella a través del vidrio de esta vitrina y me pregunto si también la llama de su pira funeraria fue en algún momento azul.

20150408

Azul medianoche
















No habían pasado ni cinco minutos de que el tipo aquel la había dejado tirada en la cama mirando en el techo su propia imagen desnuda, cuando decidió que no había terminado. No allí. No así. Ni siquiera le dijo su nombre, ni dónde encontrarlo cuando tuviera ganas de hablar de las cosa que solo ellos dos podían hablar, cuando tuviera ganas de cantarle canciones pasadas o futuras, o bailar enloquecida por el cuarto pateándose las esquinas de su risa, o cuando solo tuviera ganas de desparramar su pelo en almohadas dispares, con sus manos, las de él, metiéndose por todos los rincones de su cuerpo, el de ella...  Se envuelve en la sábana roja de terciopelo, como diosa griega –piensa-, como una ridícula loca que no se quisiera encontrar a la policía por esos lados –se ríe-, y baja corriendo las gradas de la habitación que hace unos pocos minutos había sido testigo de la despedida menos imaginada. No cierra puertas ni cortinas, no tiende la cama ni apaga la vela encendida junto a la rosa solitaria del vaso en la mesita de noche.

La madrugada se abre por la calle que más bien es un callejón interminable, en donde luces azules alumbran todas las miserias de la noche, colgándose derramadas por las paredes, los borrachos arrastrando sus pasos sin sentido, una pareja desteñida en una esquina viajando a otro mundo con el ácido en sus venas, almas en pena que en ese momento dejan atrás el Club Miedo. Sombras apenas, acarreando sus historias, sus pasados inmediatos, sus locuras y ganas de olvidarse de sí mismos.

A unos pasos tropieza con una mujer hecha casi nudo contra la pared, su piel y pelo lucen prematuramente envejecidos, las dos trenzas caen marchitas sobre su blusa de flores bordadas que alguna vez pudieron haber sido de colores. Junto a la mujer, tirado, un libro grueso, envejecido también por el tiempo, desteñido, decolorado, abandonado, pasado... El título y casi todas las páginas están ilegibles. Borradas. La que alguna vez fue una dedicatoria en la primera página en blanco, también.

– ¿Viste al tipo que llevaba este libro?– Le pregunta ella a la mujer de las trenzas. Esta no levanta la vista. No mira, no responde. Esconde su rostro entre las trenzas.

–¿Que si viste al dueño de este libro, mujer?

– Es flama que se eleva y es un pájaro a volar– Contesta con una voz diminuta.

– Otra vez, contestáaa, ¿qué se hizo el tipo del libro?

La mujer de las trenzas levanta la vista, los ojos blanquecinos reflejan una intensa llama azul. Azul profundo. En ese momento los últimos parroquianos que abandonan el Club corren sin remedio envueltos en miedo y gritos ya sin sentido. Al fondo la casa se incendia, tirando alas azules hacia el cielo. En cada llama que se eleva, ella mira sucederse una serie de recuerdos que nunca ha tenido: la arena tibia de una playa al amanecer, los besos y los abrazos tibios, también, las palabras que acompañaban todas esas coreografías, la luz de la calle entrando por la ventana y proyectándose en el techo del cuarto, el color del ambiente, de las pieles desnudas, de las sábanas, de sus labios; todo volviéndose azul y profundo, azul media noche, como otras media noches, y los cuerpos respondiéndose, los cuerpos queriéndose como nunca y la canción que tuvo que terminar.  Y la noche que se incendia, y la cama que se eleva...


– Eres libre de volar– Dice la mujer de las trenzas. Mientras mira a su lado el libro de las setecientas páginas consumirse en fuego.

20150407

“Burn It Blue” - Caetano Veloso & Lila Downs



          Years have gone by since I went on walking alone, not because I wanted but because I had no choice. You see? that’s what happen when you know who you are. Nobody grows balls to walk along with you and the ones who do, well… it's not because they’re brave but because they don’t understand what's going on. Mind you know, being alone is not difficult, however no one, not even myself would dare to say it’s easy as pie. 




         What can I say, uh? I was rich and I was fearless so, of course I was wicked. Money can buy that luxury. Folks, even maids, were afraid of me. Afraid of whatever I was looking at, afraid of whatever word I spoke with unknown inflection. I went up and down like I owned every goddamned soul in this town and as I grew older, I felt it was my birthright to be feared.
          I lived in a small town all dried up and brown full of sordid gypsies and shrivelled gals. Except for The Luminous, a plummeting brothel for inexperienced young clergy men, and The Funnel bar, a raucous circus of drunk men, which also functioned as a hide-out for outlaws and criminals, the town was dead as a cemetery. It was a joke of a town but these two places were all these folks got to gratify their body and soul urges. 
          Brothels were not my thing anymore. I had spent too many nights at The Luminous to learn that money could buy me great nights but never a lady’s heart. And bars? well, The Funnel was always open at odd hours and I didn’t care about the filth nor the drunks as long as I could sip alone some good ol’Jack.
          I was an animal, a voracious animal for lust and danger. Folks called me whatever they wanted and I took it with pride. I was everything you named evil, like hell I was! but one thing nobody called me was a hot-blooded trouble-maker. I was a fair fighter, of course I was! I respected the weak, I never started a fight by mistake, and I always made my escape calculations precise. However one can never be so sure about one’s own luck and that night, my lucky stars were clouded by rain.

          Inside The Funnel, the weather was already dense and those cheap drunks kept on singing dreadful songs while a filthy gypsy kept on coming and going, proclaiming himself to be “a fine man,” “the finest, righteous man you would ever meet in this town.” Who on earth proclaimed such things about himself? No one that I knew at the time but he did, hell yes he did! and the truth is, if you asked me, that the gypsy was fine for what a gypsy can be, of course. He even seemed righteous. He might have been the finest gypsy I’d ever met, the only problem was that he was drunk as a mad dog. So I knocked him down. One shot straight to the forehead. It just so happens that patience is a virtue I lack… and that I don’t like to be patronised by faux moralists.
          Of course this was not the first time I'd killed a man. I had killed as many men as my grandma's age and you didn't want to know how old she was back then. I had killed gypsies before as well but the problem with this “fine, righteous gypsy” was that he was some Clergy’s Protégé. “Clergy’s Protégé” for Christ sake! Why didn't they admit he was the Reverend’s cocksucker instead? There were things these folks did held as sacred, such as God and His so-called Sons.
          So from one minute to another, there I was, chained to the desk of the Sheriff's town. At the station, the deputy told me that I was in deep trouble this time. That no amount of money nor fancy last name would make up for that gypsy’s death. I had mess with the Clergy and they were clearly up my ass.
          By God’s Divine Hand, The Fortunes or The Fates, good and ol'time pal Sheriff Jones arranged a quick trial and in less than two hours there I was, avoiding death penalty and sentenced to exile.




         Painting a bloody sunrise, the sun climbed up the sterile hills. Tired and slow, like an old lady waiting for death at her porch, a discoloured train appeared on the rusty railroad. There I was alone, and what’s worst, sober as a drunk who got dry right in the middle of the night. There I stood  God knows for how long, waiting with the patience I lacked, with nothing more than a flimsy coat, a raged hat and a small paper bag full of cash that Janice, my favourite Luminous dame, managed to get me from the safety box I kept at The Funnel.
          It was a wreck. An ambush. A charade. Exile? Sheriff Jones just kicked me out from my own town? A favor he said it was. A favor! I was mad to the point of returning to kick more Clergy ass. If I had already killed some holy gypsy, I could continue on a killing spree of monks, nuns, reverends... even the Bishop! why not! but everything happened so fast I wasn't even sure if exile was better than death. Maybe I should have stayed chained to the desk, maybe I should have waited for the town's Bishop to rape my ass with some biblical lines while I spitted on his face and then they would take me to a dirty cell full of drunks and whores while they prepared to execute me. I would have taken that stupid death sentence like the brave man I was... Either way, it was done. I was out with no return, consuming my own rage, waiting for that lousy mechanical beast to stop, waiting to get inside and get somewhere away from this madness, from this town, from this gruesome exile, and there, just right there in this struggle with myself, I saw her.

          She appeared in the form of a tight waistline swaddled in black lace, a generous bosom hidden behind a satin fan and some black hair falling by her right ear. Her hazel eyes clashed with mine and for a moment, between my muted resentment and the travellers descending off the train, I saw through. I saw the bloody sunrise, I recognised the hills I once climbed with Chloe, my eldest brother hoe, during my ninth birthday. I saw that ironed railroad as a doorway opening up right in front of me…  I saw… a shadow? Suddenly, a gush of shadows went by dissolving the illusion of that perfect escape, my escape.
          A tumultuous crowd of gypsies, merchants and tourists rushed up and down the station. Quick as a blink, her hazel eyes disappeared in a trail of grey smoke right in front of me. I hurried wagon after wagon looking for that mysterious dame, but there was no one not even alike. The train started to move in monotonous rattles. I stopped at wagon 142, resigned that she was nothing but a by-product of my sobriety and wakefulness. I had nothing but a lonesome wagon and the unpleasant taste of exile burning like the Sun at noon. I sat down and as I looked through the window, the outside world seemed so vast and abundant. I'd never felt so defeated in my entire life.




         You see... there's a catch: when I'm drunk I slur, so it's not the whisky but the heat the one that got me all chitty-chatty tonight. What can you do when you were born a rambling man? it just happens that from time to time, her hazel eyes, her curvilinear silhouette and her volatile smile roam free like ravaging horses in my dreams. Wild animals are not for taming for sure. How treacherous memories are. 


ToBeContinued


NGB.DA20150407