Relato inspirado en Heart of Glass de Blondie.
Entre todas las monjas y las demás maestras, la señorita Isabel caminaba con sus faldas vaporosas y pañuelito de colores amarrado al cuello. Era linda de pies a cabeza, con el pelo negro amarrado al cuello en un moño. Yo se lo había visto suelto, era negro, brillante y largo, ninguna de mis compañeras podía creerme, el pelo le llegaba hasta la cintura y si el sol le daba de frente, le brillaba como nunca he visto. Su sonrisa le brillaba también en la cara. Su sonrisa nos hacía el día más lindo y divertido mientras hablaba de continentes y países, mientras nos contaba de Alejandro Magno y sus viajes, mientras sumábamos un cuarto más tres octavos. El sol se paraba a verla, como decía la Madre Paula. Les puedo asegurar que el sol se detenía para dejarla pasar y no hacerle daño. Así era la señorita Isabel y por eso nunca me extrañó que Jaime, mi hermano se enamorara de ella. Fue casi un flechazo como de esos que veíamos esos días en el cine Regis, envueltos en oscuridad, olor a encierro y palomitas. Él me llegó a traer ese día porque Amelia, la empleada, estaba preparando la cena para la recepción de no sé qué embajador. Jaime se paró al otro lado de la calle en medio del mar de niñas, maestras, papás y mamás que llenaban la salida, me hizo así con la mano y en eso la vio, a la señorita Isabel a la par mía, llevándome de la mano, cruzándose la calle conmigo para entregarme.
Nunca supe con certeza cuántos años tenía la señorita Isabel, por eso no podía calcular cuántos le llevaba a Jaime que, por entonces, tenía veintiuno y se acababa de graduar de abogado en la Nacional. Algunas compañeras decían que tenía casi treinta, algunas otras, que veinticinco... La cosa es que nos empezamos a ver de escondidas con la señorita Isabel. Jaime iba por mí al colegio por lo menos una vez a la semana, caminábamos toda la Calle Arce para abajo hasta llegar a la Fuente de Sodas. Cuando llegábamos siempre estaba ella esperándonos primero. Y a saber qué hizo, pero se miraba más linda que nunca, no solo le brillaba la sonrisa, sino que también los ojos, las manos, el pañuelito anudado en el cuello. Podría jurar, además, que Jaime no me quiso más en ninguna época de nuestras vidas. En esos días se desvivía por mí, me compraba todas las sodas que quisiera, después de su cita me llevaba al Torreón a escoger alguna cosa linda para mí, que casi siempre eran pañuelos de colores para regalarle a la Señorita Isabel, que, por entonces, ya era como mi hermana, ¿verdad? Y ella también me daba toda clase de atenciones, me hacía trenzas en los recreos, me compartía alguna de sus frutas de la merienda, me ensañaba cómo anudarse el pañuelo. Éramos una pequeña familia con un gran secreto.
Yo apenas tenía ocho años y qué iba a saber de todo eso.
De repente yo ya no los acompañaba porque Jaime había alquilado el segundo piso de una casa allí por el parque Bolivar, me había dado cuenta porque fuimos por algunos muebles y adornos, compramos flores frescas y las pusimos en una mesita de centro. Habían pocos muebles y todo era sencillo. Habían pasado seis meses desde la primera vez que se habían visto y ya era vacación escolar. Yo nos estrañaba a los tres juntos mientras los vientos elevaban piscuchas y hojas muertas y polvo. Y miraba por la ventana pasar los días muertos y tristes. Y en eso fue mi mamá me llevó al hospital a verla. Que las monjas le habían avisado y que era de caridad visitar a los enfermos. Ya no brillaba y el pelo le caía en la almohada como que era mar negro. Me sonrió bonito al verme y le llevamos manzanas. Nadie quería hablar de su enfermedad, ni siquiera ella. No quiso decirme qué tenía y solo me agarraba las manos, me hacía trenzas, me sonreía. Fuimos varias veces al hospital con mamá. A veces le llevábamos melocotones o peras que la Amelia había pasado comprando en el mercado. A veces mamá se iba por allí a pedir unas sábanas limpias o un pichel con agua y hablábamos de cosas, pero nunca de su enfermedad o Jaime.
Jaime no se aparecía.
También fuimos al funeral con mamá, como era de esperar, ya por entonces era más el chambre que el acto de caridad. Todas las mamás de mis compañeras fueron, todas mis compañeras también. El lugar estaba lleno de flores blancas y olor a café. Yo la vi en el ataúd y es la única vez que he visto a un muerto-muerta como ella, con el pelo suelto bajando por sus hombros hasta la cintura sobre un vestido azul de manga larga. Obviamente no brillaba su pelo ni su sonrisa, pero se seguía viendo linda como siempre y parecía que me iba a voltear a ver recitándome algún poema de Rubén Darío de esos que le gustaban, "Y en una tarde triste de los más dulces días, la Muerte, la celosa, por ver si me querías, ¡como a una margarita de amor, te deshojó!" Y entonces Jaime se apareció, me abrazó junto al altar con flores blancas por largo rato.
Lloré como nunca en la vida.
Tenía el corazón demasiado grande, me dijo. Demasiado grande y no era una metáfora. Su cuerpo no lo había aguantado, le había explotado en pedazos, me dijo, como pedacitos de cristal. Y eso sí era una metáfora.