Cuando la música se convierte en inspiración

Cuando la música se convierte en inspiración y la inspiración se transforma en historias es cuando nace Non-Girly Blue.

Somos un experimento literario conformado por mujeres amantes de las letras y la música. Cada quince días nos alternamos para recomendar una canción sobre la cual las demás non-girly blues soltamos la imaginación y nos inspiramos para escribir... escribir relatos, historias, cuentos, personajes y a veces hasta poemas. ¿Y por qué no pues?

[Publicaciones y canciones nuevas cada quince días]

20151228

“Quédate Luna” —Devendra Banhart



     Esa noche regresaba de la clínica comunal. El viento que soplaba y las densas nubes que se arremolinaban arriba en el cielo sin estrellas sugerían que era más sabio guardarse en casa que deambular por las calles. A pesar de eso, el calor era infernal. Llegué a la entrada principal de la colonia. El portón estaba abierto. Sentado en una silla de plástico, uno de los vigilantes pretendía estar despierto. El otro miraba absorto el partido de fútbol por el pequeño televisor a color. La señal era malísima y por los comentarios e imprecaciones del muchacho disfrazado de vigilante entendí que su equipo iba perdiendo. ¿Qué importaba? Era un partido en retransmisión. Ya había escuchado los resultados del marcador (o fraude futbolístico, como estaba de moda) en el comedor de la oficina; en la parada de buses; en el autobús. Mañana escucharía nuevamente los mismos comentarios de los resultados en la parada de buses, dentro del autobús. Al llegar a la oficina, leería el resultado en la portada del periódico mientras un titular, lo suficientemente sugestivo, invitaría a leer el análisis y la columna editorial denunciando las atrocidades del fútbol nacional. En el comedor escucharía las quejas, las pláticas enardecidas a favor y en contra mientras intentaría, inútilmente, tomar una taza de café. ¿Qué importaba? 
     Avancé por las calles desiertas. Los vehículos estacionados en posición de salida, como ordenaba el pequeño rótulo pintado a mano, señalaban que la jornada había terminado para varios. Apenas eran las 8:00 pm., muy temprano para que la mayoría de los residentes del barrio estuvieran ya en sus casas. Saludé al vigilante durmiente sin recibir respuesta alguna. Una luz tenue iluminaba las calles vacías. Las sombras de los carros y los basureros se prolongaban por la acera mientras los árboles se sacudían de una forma casi siniestra. Detestaba la iluminación pública. ¿Por qué el gobierno, la alcaldía, o quien fuese responsable de estas cosas no se comprometía a iluminar, realmente iluminar? Era por ese tipo de luz vial que no se podía caminar tranquilamente por las noches. Bien podían asaltar los ladrones a quien quisieran y las sombras siempre jugarían a su favor, permitiéndoles escapar sin ser reconocidos, pero ¿realmente importaba eso? Lo único que importaba en ese instante era llegar a esa tienda de barrio y pedir una cerveza para ahogar el calor y las malas noticias. 
     Positivo, había confirmado horas antes el doctor. 
    ¿Desde cuándo positivo significaba algo tan negativo como el cáncer? Es realmente increíble tener que pagarle a alguien para que además de abusar de la paciencia y la dignidad humana, se ría en tu cara ofreciendo estafas disfrazadas de prescripciones médicas y medicamentos.
     Subí las escaleras de cemento que daban la bienvenida al pasaje siete. Llegué a la pequeña tienda que todavía estaba abierta. Toqué la lata que servía de bandeja, de mesa y de despacho al mismo tiempo. Escuché la continuación del partido en retransmisión que había dejado minutos atrás en la portería. Adentro, un muchacho también gritaba enardecido. ¿Cuál es ese afán de los hombres de gritarle a un televisor que proyecta el pasado? Toqué otra vez, más fuerte.
     “Pan ya no le tengo,” dijo un muchacho. 
     “Ah vaya,” respondí sin interés. “Dame una Regia”. 
     No recibí respuesta más que las acotaciones sensacionalistas del comentarista en la televisión. Por una rendija de alambres mal cortados apareció una mano morena sosteniendo una lata de aluminio. 
     No. Dame el litro”.
     En la espera, saqué un cigarrillo. Una botella de color ámbar salió por la rendija.
     “¿Y tenés fuego?”
     Sobre la bandeja despachó una cajetilla de fósforos Gato.
     “¿No tenés encendedor?” reproché. 
     Usar fósforos para encender cigarros era todo un misterio que todavía no lograba resolver.
     “Y un vaso, por favor.”
     El muchacho no dijo nada. Los comentarios del televisor callaron abruptamente. Por los gritos adentro, supe que el partido había terminado con resultados nada favorables para la ferviente afición del muchacho. Luego de algunos minutos, apareció finalmente un vaso de plástico, lleno de polvo y fastidio.
     “Ahí deja los fósforos en la repisa cuando se vaya,” dijo toscamente.
     Con vaso, botella y cigarro en mano, caminé hacia uno de esos banquillos de cemento frente a la tienda. Luego de cuatro inútiles intentos, por fin encendí el cigarro. Destapé la cerveza y llené el vaso hasta el borde. Cinco horas en la sala de espera de la clínica comunal, el ir y venir de enfermeras autómatas y un doctor acuchillando mi paciencia con delirios de grandeza y nula empatía se disolvieron junto el primer sorbo de ese trago amargo y glorioso. Finalmente, después de la tortura de escuchar los detalles del diagnóstico y los costos imposibles de pagar del tratamiento, disfrutaba de la soledad. La amenaza de la lluvia entre los árboles. El anonimato nocturno.
     “No debería fumar”, dijo una voz desde las sombras.
     En la penumbra —maldita luz pública— apenas podía distinguir quién osaba sacarme del trance en que me encontraba. Al fondo del pasillo, en el último banco de cemento, lo vi. Era ese hombre desagradable del pasaje 13. 

— 
EL HOMBRE DEL PASAJE 13  
     Al hombre del pasaje 13 le llamaban Beto. Nadie sabía exactamente si era el diminutivo de Roberto, o si se trataba de algún apodo de esos que se pegan por fuerza de costumbre. La verdad es que nadie sabía cómo se llamaba realmente y tampoco a nadie le importaba.  
     Se sabía muy poco de él. Nadie sabía en qué se ocupaba, si trabajaba o si era empresario. La niña Lupita, por ejemplo, decía que salía antes del amanecer, que era un buen mozo y además trabajador. Pero quién le iba a creer si a todos los trataba como si eran sus hijos. Los muchachos de la tienda decían que le hacía “trabajitos” a la mafia. Otros decían que era un sicario. Para mí, el tipo era un vividor y un borracho.  
     Era alto y flaco. Silencioso y de mirada analítica. Muy pocos se atrevían a dirigirle la palabra. Iba siempre acompañado de su perro. Caminaba con firmeza, como si fuera el dueño de la calle. Le gustaba intimidar a las personas con su apariencia. Mantenía una imagen ruda para alejar a los débiles. Años de experiencia le habían confirmado que sólo quienes se atrevía a traspasar la ilusión de la apariencia eran realmente dignos de su atención. 
     De todo el barrio, sólo hablaba con tres personas: Julio, el niño con corazón de futbolista disfrazado de vigilante y por quien sentía una empatía de hermano mayor. Quizás le recordaba aquella época cuándo él también tuvo el corazón así de ingenuo. La Lupita, la señora del pan quien a pesar de los constantes interrogatorios, nunca lograba sacarle respuestas concretas; y Carlos “El Chaneque” Valencia, con quien, si la Soraya se lo permitía, bebía hasta el amanecer.
     Nadie recordaba desde cuándo vivía en ese barrio. Como el hábito y la costumbre hacen que se olvide la necesidad de hacer preguntas, todos se habían acostumbrado a verle al atardecer. Acompañado de su perro, daba una vuelta por la calle central hasta llegar al portón principal. Ahí, saludaba a Julio quien en su ingenuidad no se daba cuenta que entre pregunta y pregunta le sacaba información sobre quienes entraban y salían de la colonia. Luego daba dos vueltas al parque antes de pasar por Carlos.
     Era muy selectivo con quienes le acompañaban. El Carlos era buena compañía para los tragos. Era paciente, no armaba problemas y hablaba únicamente de todas aquellas historias cuando era un hombre libre, sin problemas de hijos ni esposas. A pesar de apreciar a Carlos, no soportaba a Soraya. Para él, una mujer dejaba de ser mujer cuando comenzaba a coquetear con otro hombre que no fuera su esposo. Y la Soraya coqueteaba con todos los amigos de su marido. No tenía pruebas contundentes, y tampoco era de su interés incendiar matrimonios, pero sabía que la Soraya le ponía los cuernos a su amigo. 

 —

     “En serio, no debería fumar”, dijo aquella alimaña saliendo de la oscuridad.
     Vestía todo de negro. Era la primera vez que lo miraba de cerca, y tal como afirmaba la niña Lupita, era alto y bien parecido. Las únicas veces que le había visto era cuando deambulaba a media noche cayéndose de borracho junto al perro que tan pacientemente lo cuidaba. 
     Sigilosamente, se acercó hacia donde me encontraba. Entre las sombras, un destello de reprobación brilló en su mirada. El perro se acercó silenciosamente a mis pies.
     “Daniela, salude”, interrumpió la curiosidad olfativa del animal. 
     El animal levantó la cabeza. Su mirada inocente se cruzó con la mía y como si de una persona se tratase, extendió su pata derecha hacia mi rodilla, como buscando estrechar mi mano. Con el cigarro todavía en la boca, le extendí la única mano que tenía libre. Contrario al humano, el perro me parecía bastante amigable y tranquilo.
     “¿Qué raza es?”, pregunté con desdén sin dejar de ver animal. 
      “Es un viejo pastor inglés”, dijo con orgullo como un padre hablando de un hijo.
     Por la inocencia en sus ojos constaté que se trataba de un cachorro todavía. Me pregunté cómo un perro de raza terminaba al lado de un borracho; si aparte de las escenas bochornosas en la vía pública, no sufriría abusos por parte de ese hombre que además de sospechoso, tenía un aire siniestro.
     “Las mujeres que fuman sólo demuestran su estado emocional,” dijo mientras acercaba al perro a su regazo. “ Y ese, usualmente, nunca es bueno”.
     Fumar, no fumar, ¿realmente le importaba? Después de tedio de pasar horas bajo el escrutinio médico, la noticia que el seguro jamás cubriría el tratamiento y que día tras día no me quedaría más que la evolución destructiva de esa masa maligna condenándome a una muerte dolorosa y sin escapatoria, ¿realmente importaba si fumaba o no? ¿Qué autoridad tenía este borracho desconocido, con su cara hinchada y probablemente su hígado consumido en cirrosis, para decirme si debía fumar o no?
     Di un sorbo largo a la cerveza para serenarme. Con la colilla del cigarrillo en la mano y con un largo jalón, prendí otro cigarrillo.
      “¿Y cómo se llama?”
     Alexander
     No, el perro
      “Daniella”

— 
DANIELLA SHULTZ  
     Se pronunciaba /Da-nie-la Shutz/ pero se escribía Daniella Shultz. Se llamaba así porque era una perra igual que la mujer dueña del nombre y, según me contaron después, esposa de aquel individuo de quien quedaba muy poca humanidad.  
     La Dani (porque también le decían así) no tenía nada de vieja pero era una vieja pastor inglés. Tenía dos años de compartir la existencia con aquel hombre y aunque me preguntaba cómo terminaba una perrita tan bonita al lado de un sujeto como aquel, secretamente me alegraba por él pues finalmente tenía compañía; y por ella, porque aunque fuese el recordatorio de un matrimonio fallido, la trataba muy bien. Quizás para autocomplacerse de las cosas que tanto quiso darle a la Daniela humana y que no pudo, o para reinvindicarse ante la opinión pública de que el abandono no fue culpa de él. Lo cierto es que era a esta Daniela de pelos, cuatro patas y bigotes, a quien demostraba empatía genuina, de esa que se manifestaba en amor.  
     La Shultz (pues también le llamaban así) era enorme. Era tan alta que de un salto hacía perder el equilibrio de cualquiera que se le acercara. Para ser una perra, siempre andaba limpia y olía muy bien. Su rostro peludo destilaba esa inocencia que solo los perros bien cuidados, amados y consentidos conocen. Entre jadeo y jadeo su elegante omnipresencia vestida en un abrigo de pelos blanco-grisáceo contrastaba con la nariz negra brillante, humedecida por los constantes lengüetazos que ese verano, igual que la noticia del cáncer, había llegado sin aviso. 



      “¿Daniella?”, pregunté absorta. ¿Qué clase de nombre es ese? 
     “Uno apropiado para una perra”, sonrió maliciosamente mientras acariciaba suavemente su cabeza. A pesar de perra, es muy buena compañera.
     “No lo dudo”, le dije con desprecio. “Aunque debe ser difícil vivir junto a un vicioso como usted. Es increíble que nadie lo haya denunciado todavía por maltrato animal.
     ¿Maltrato animal? preguntaron sus ojos. Se rió nerviosamente. No tenía ni la más mínima idea de qué le estaba hablando.
     “Por supuesto que en sus borracheras ni recuerda todo el daño que le hace al perro. Por ahí va el pobre animal a media noche, arrastrándolo por la calle principal. Lo he visto. No me venga con esa falsa moral de fumar o no fumar, cuando es usted el vicioso sin remedio.
     El hombre escupió una carcajada que resonó por todo el pasaje.
     ¿Tan rápido se hace opiniones de la gente?, preguntó.
     “No. Sólo me baso en los hechos”, repuse.
     Me miró pensativo por un largo rato. Y añadió,
     “Existe una gran diferencia entre el vicio y la costumbre”, dijo con aparente raciocinio.  “Usted me acusa de vicioso, y es cierto. Es una cuestión de consciencia. Nunca es el vicio el que termina matando a las personas, sino que la costumbre. Todos en este barrio saben que soy un borracho sin remedio, y es cierto. Nada de lo que hago intenta contradecirlo. Soy borracho porque escogí ser borracho. Verá, cada trago que bebo es un brindis y una despedida al mismo tiempo, pues con cada trago recuerdo que jamás volveré a verla a ella. A Daniella.
     Automáticamente mis ojos volvieron hacia el perro que descansaba a sus pies. 
     No, no esta Daniela de pelos. Me refiero a la Daniela humana, de carne y hueso. La que no logró sobrevivir aquel accidente automovilístico. Desde entonces, la vida ha sido amarga y es el trago lo único que le da sentido y fuerza a mi vida. Yo no sé usted por qué fuma, pero algo me dice que no es porque está feliz. Por lo menos, soy consciente de mi vicio, y soy feliz por eso”.
     Guardó silencio por varios minutos. El viento que amenazaba con lluvia había cesado. El cielo comenzaba a despejarse y una luna brillaba entre las ramas de los árboles. La Daniela de pelos jadeaba tranquilamente. En el silencio de la noche, comprendí que por primera vez después de mucho tiempo, estaba sobrio.
     “Hoy no he tomado”, sonrió. “Pero me voy a tomar un traguito con usted ahora”.




—DA20150821/1228



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