El Museo
(Relato inspirado en "So I thought" de Flyleaf)
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Se tiene miedo cuando se está en desacuerdo consigo mismo. - Demian, Herman Hesse. |
Tocó a la puerta de vidrio. Estaba impecable y sin embargo, tenía un leve olor a óxido que le revolvió el estómago. La recibió una anciana de pelo blanco, vestida de negro y con una radiante sonrisa.
- Bienvenida, hija. Sabía que vendrías.
- No sé si estoy en el lugar correcto.
- Claro, no todos lo saben. El Museo recibe a todos por igual. ¿Traes algo para mí?
- ¿Es para usted? Me dijeron que si lo dejaba acá, mi memoria sanaría y mis recuerdos verdaderos regresarían. Que podría ser yo misma otra vez.
- Eso no lo puedo garantizar, hija. Eso depende de tí.
- ¿Hay algo que pueda hacer para acelerar el proceso? ¿Papeleo, permisos? No creo que debería ser complicado.
- No. Pero antes debes estar segura de lo que vas a hacer.
- Lo estoy. No tengo dudas.
- Me imagino, hija. Pero es parte de mi deber darte un recorrido antes. Debo asegurarme que sabes lo que estás haciendo. No todos están dispuestos a pagr el precio por limpiar sus recuerdos. La nostalgia es una amiga traicionera, pero una amiga al fin y al cabo. No todos quieren dejarla.
- Haga lo que tenga que hacer. Sé que no cambiaré de opinión.
- Como tú digas, hija.
Pasaron por el salón primero de la exhibición. La primera urna de vidrio tenía un zapato algo, esbelto, hermoso y de charol rojo.
- ¿Y esto qué es? ¿Por qué está aquí?
- Lo dejó una mujer que fue engañada por otra. Dejó esto porque era de esa 'otra'.
- Qué estupidez. Páseme a la siguiente y las que sean, terminemos esto ya.
- Como digas.
La segunda urna tenía una copa rota. Estaba sucia, empañada.
- ¿Y ahora?
- Esta la dejó un joven. Su padre era alcohólico. Esto lo dejó porque fue la que le tiró a la cara el día que decidió no volverle a hablar nunca.
- Bueno, quizás lo merecía. Los borrachos no son dignos de lástima.
- Todos merecemos una lágrima por nosotros, hija.
- No, no lo creo. Vamos a la siguiente.
- Muy bien.
La tercera urna tenía un hacha. Vieja, desgastada, oxidada. Parecía haber sido usada muchísimas veces.
- ¿Qué historia sangrienta tiene ésta? ¿Por qué un hacha?
- No es lo que parece, hija. Esta hacha fue usada por un hombre para cortar leña... de muebles.
- ¿Cómo? ¿Deshizo su sala?
- No. Deshizo todos los regalos de su esposa cuando ella desapareció. Nunca volvió a saber de ella. Dicen que hasta la fecha nadie sabe qué le pasó. El hombre estaba tan dolido que hizo pedazos cada mueble en el que ella se había sentado. Luego sacó todo a una pira en el jardín y le dio fuego.
- ¿Qué? Esto ya no me está gustando. Yo no estoy loca, yo sólo vine a dejar esto y ya.
- No todos reaccionamos igual al abandono y la pérdida. Ese hombre escogió una vía extrema, pero válida.
- Estaba loco. No es para tanto.
- No se sabe nunca, hija.
- Sigamos, ya no quiero estar aquí.
- Sígueme. Ya sólo quedan dos.
La cuarta urna tenía una llave de metal antigua. Era realmente encantadora. Tenía incrustaciones de piedras preciosas, relieves de hojas y parras plateadas con una forma inusual.
- Esto no parece tétrico. Esta llave es hermosa.
- Sí, hija. La dejó una mujer que vivió sola toda su vida.
- ¿Y entonces? ¿Cuál es la historia?
- Quien se la dio nunca quiso estar con ella. La llenaba de regalos, dicen que la adoraba pero no quiso casarse con ella ni darle hijos. Sólo la visitaba y le llevaba pequeños regalos.
- ¿Y cuál es el problema? Nadie está obligado a casarse con nadie.
- El hombre murió después de un año de una enfermedad incurable y contagiosa. No quiso estar con ella para que ella no llorara su pérdida. La llave fue el último regalo que recibió esa mujer y la vino a dejar aquí porque no quería continuar con "esa herida abierta", como dijo.
- No veo el problema. Debería de alegrarse que la quisieran alguna vez.
- Ese fue el problema, hija. Ella no siente que nadie volverá a quererla igual. No quería recordar para poder continuar. Pero la mente es impredecible. Sus recuerdos volvieron y ahora sigue tan sola como antes, sin querer que nadie se le acerque.
- Qué terrible, pero tenía muchos buenos recuerdos de él. No tendría que haberlo olvidado.
- Ahora que lo sabes... ¿Quieres continuar?
- Sí. Ahora más que nunca. Lo mío es diferente.
- Muy bien. Hemos llegado a la última urna. Esta es la tuya.
- Sí, veo que está vacía. El Museo podrá tener esto.
- Dame el paquete y ábrelo, hija.
Sacó un objeto enrollado en papel de seda y lo puso en las manos de la anciana. Era un cuaderno.
- Este es un cuaderno, vengo a dejarlo para siempre. Quiero que mis recuerdos falsos se vayan. Quiero ser quien era, no la que soy ahora. No quiero seguir engañada.
- Entrégame tu historia, hija.
La anciana abrió el cuaderno. Estaba lleno de dibujos de hadas, de príncipes, de castillos y armaduras, de flores y unicornios.
- Estos son mis recuerdos falsos. Cosas que no existen. Quiero que se vayan.
- Parece que fuiste muy feliz, hija. No dejaste una esquina sin ilustrar.
- Pero todo era falso, cosas que no existen. No los quiero. Quiero que queden en el Museo para que otros sepan que no existen, que no cometan el mismo error que yo cometí.
- ¿A quién quieres olvidar?
- A la que era hace diez años. No puedo seguir así.
Sus ojos se humedecieron. Comenzó a sollozar y ahogó un suspiro.
- Hija, veo tus dudas. Es tu última oportunidad. Decide si quieres dejarlo, eres libre de llevártelo si quieres. Una vez lo dejes, tus recuerdos vinculados a este cuaderno se borrarán. Y cambiarás. Piénsalo bien.
El suspiro se convirtió entonces en un lamento. Extendió su mano y lo tomó de regreso. La anciana la tomó en sus brazos y la consoló con un abrazo.