Relato inspirado en "Hung up" - Madonna
|
Nunca antes había yo jugado con palabras en una refri, pero pasó esa noche con los imanes amovibles que tenía palabras. |
Al principio, no sabía qué hacer. La última vez que habíamos hablado lo habíamos hablado y no había sido muy bonito. Que no podemos estar juntos, que no quiero novia ahorita, que de todas formas nunca iban a vivir en la misma ciudad. ¿Y él acaso podía prever el futuro? Gracias, Antonio, por hacer esas aclaraciones. De todas formas, siempre insistí en que yo no era y nunca iba a ser su novia y los momentos de estrés –las frustraciones, las preguntas incesantes, la edificación de conclusiones a base de ladrillos de nada, de los cuales yo y los años de decepciones amorosas estaban huyendo– venía justo de eso. Se deformó, después de un rato. Mi relación informal y relajada, al final, tenía poco que envidiarle a un mutante.
A nosotros nos faltaban mis carcajadas. Nunca estuvieron allí los gradientes de mis risas que llenan el espacio. Pero la ausencia de estas, en medio de pláticas con la mística de Ay, sí, tenemos ratos de no vernos y nunca nos hemos sentado a platicar, se vuelve prescindible. Uno se deja seducir por coincidencias, puntos claves, reflejos de tus propias posturas en los labios del otro, ¿qué es esto que me tiene tan concentrada? Ya hacía ratos que no me gustaba alguien como me gustó él. Cada vez que nos veíamos me sorprendía oír el relato de justo lo que yo pensaba, creía, ideales ahora machacados. Evolucionaron nuestros encuentros hasta que, mierda, ¿dónde están mis risas?
Y hoy, ¿qué putas quiere?
“bn. y vos?”
Y meses del tamaño de años pasaron cuando, de pronto, le contesté eso por mensajito¿Cómo había conseguido mi número? Aún hoy no puedo descifrar con claridad cómo fue que pasamos a esto, si veníamos de una conversación tan borrosa como las líneas del compromiso, arrastrada por todo el centro comercial en el que nos despedimos. Ajá, él pasó por mí a la casa de mis padres con el pretexto de decirnos adiós casi que como amigos o amigos en segundo lugar o excompañeros, cuando éramos examantes que habían dejado de buscarse y de contestarse las llamadas. Y no solo el mensajito, también le contesté la llamada, la primera de una serie de llamadas que intercambiábamos y que me daban a mí la pauta para decir que, nada, solo estaba hablando con él de nuevo.
Era como si yo voluntaria me sometía a la experimentación de sus deseos. Saboreaba el palabrarerío que, con tacto y buen gusto, me compartía una selección minuciosa de mis momentos favoritos. Saboreaba desde el balcón frío el paréntesis cálido del lejano sabor de sus besos, sus abrazos inocuos y los elogios construidos con sus manos y su admiración. A veces, el humo de mis cigarros se confundía con el recuerdo del amanecer entrando por la ventana las noches que no debíamos pasar juntos, por que nunca fue correcto. Las risas coquetas inevitables sellaban los finales de estas nuevas pláticas telefónicas con promesas de que sí, sí, nos iríamos a ver pronto. ¿Qué querrá?
Debí haberme preguntado a mí que qué quería yo, pero me fui dos o tres ciudades al sur de París, sin saber de verdad nada. Aunque sí, de pronto, sé lo que esperaba: un reencuentro, un encontrón, entretenimiento. Buscaba reparar mi estado estático que había fallado en el amor y también en el desamor. El desequilibrio emocional me había perseguido de un lado y también del otro. ¿Qué más da? Mi viaje respondía a los enredos que me hacía con los cables del teléfono y los botones del celular y las ganas insaciables de hacer de mi vida lo que yo quisiera. Mientras otros actuaban en función de metas y estrategias, yo actuaba en función de mis reacciones, como un juego de ping-pong a solas, rebotando y sonriendo hasta cuando se me salían lágrimas untadas de maquillaje que yo negaba.
No alcancé a ver mucho de eso que solíamos tener. Éramos, sin embargo, las mismas personas. Que cómo estuvo el viaje, que qué quería hacer. De seguro era algo más que un encontrón en la cama, pues alguien con quien coger generalmente se consigue en códigos postales más cercanos que donde yo vivía. Y estas atenciones –ver con quién me quedaba mientras él trabajaba, ver cómo me atendían– de seguro ocultaban un pequeño brief personalizado de nuestro pasado, o una reseña de lo que había sido. Sí, ella, es así y le gusta esto, y con ella pasó esto, y me gusta por esto, y la quise mucho, vieras todo lo que me decía. Algún discurso así, que llevara guiños de pequeñas escapadas y de cómo se nos fue la mano y de cómo, al final, el único secreto era que nuestro secreto no era secreto. ¡Tan confiada que era! Y tan en serio que tomaba todo, también.
El día siguiente nos despertamos tarde, en un ambiente extraño. No íbamos a hablar de la escena de celos en la calle, pero ambos recordábamos cómo todo mi cuerpo había expresado un “¿quién putas es ella?” y toda la agresión posible en mis miradas y mis llamadas telefónicas erráticas. Todo había estado bien, con todos los amigos en común que teníamos en esa ciudad más al sur, hasta que mis berrinches se comieron mis ansias y ya, vámonos de aquí, que si no nada va a hacer sentido en mi cabeza. Ya estaba ciega de la borrachera y culpo al alcohol por la torpeza y la sobreexposición de gemidos y gritos y de escapar a caerme y de medio responder al celular en la madrugada, yo arriba, él abajo, la ropa tirada…. hasta que caí en una especie de coma diabético.
No quise hacerme responsable de nada de eso, opté por pasar la página y ver qué más iba a pasar en el incómodo silencio, ya recién bañada, con el que comimos cereal y fumamos tabaco. El día y la noche fueron manchados por el morbo de lo que no nos decíamos. Sus palabras y sus actos dibujaban paredes y caminos de amistad y cercanía que nunca antes habíamos negociado. Y lo acompañé a su cena y al fin de semana en casa de No-sé-quiénes y nos tenían listo un cuarto, yo su amiga. Nunca le dije a qué punto me sorprendía su incongruencia. Al menos antes se comportaba igual dentro y fuera de la alcoba, o del carro, o del pasillo. Al mismo tiempo, ni yo sabía qué estaba haciendo y en esas de no entender tus propias acciones, uno no puede exigir mucho. Pero vine y me fumaba los cigarrillos compartidos como que eran dulces; y decía sí con la cabeza y no hablaba mucho. No tenía mucho que contar, de todas formas. ¿A quién le podrían interesar dos noviazgos y un semestre universitario? Sabía escribir, platicar, viajar y dar clases de idiomas, pero no mucho más que eso.
Pauline parecía divertirse con mis palabras llanas y mis historias a medias. Me imaginé que ella era de esas mujeres como yo, que a lo mejor pertenecemos a la misma casilla que comparte un gusto por Manu Chao y la ropa colorida y el lenguaje florido. Quizás se le hacían esos camanances con mis anécdotas baratas por alguna afinidad que remonta a sus 18 años, que tenía la humildad de reconocer aún desde su independencia y su hogar, su cocina. Le encantaba su cocina, pequeña pero acogedora. Me mostró el estante donde guardaban hierbas frescas como lo haría alguna chef frustrada en su afán por sacar recetas propias y nos detuvimos frente al refrigerador para jugar con palabras. Nunca antes había yo jugado con palabras en una refri, pero pasó esa noche con los imanes amovibles que tenía palabras. Allí en esa puerta del refrigerador, se descomponían frases e historias. Cada vez que alguien viene, aparecen enunciados absurdos, me decía mientras yo armaba los míos. “Tout est pour le mieux quand il s’agit de la virginité”, su traducción arrevesada siendo algo así como “Todo es por el bien cuando se trata de la virginidad. Tiene algo de verdad, dijo Pauline, porque ¿acaso no es mejor cuando no hay antecedentes y no hay con qué comparar? Ellos no van a atender, me dijo por último, ellos los hombres a quienes no les gustan las palabras como nos gustan a nosotras.
Ella y Guillaume se veían felices. Ella era periodista y él, músico. La magia de la terraza en la que estábamos estaba compuesta por varias partes: el hecho que la habían construido ellos mismos y que predominaba madera color turquesa, la hiedra que se enredaba en el techo y la cantidad de marijuana. Que la probara, que era buenísima. Nunca antes había visto a una pareja tan feliz, no con ese misterio de ¿cómo le harán? Para estar así hoy, deben de haber habido varios ayeres que hoy son la goma, el velcro, los chistes secretos. Una pareja que de verdad se buscaba para sentarse cerca, medio manosearse, darse besos que amablemente interrumpían algún monólogo jovial. La risa de Paulina era contagiosa y parecía ser motor de esa fuente de besos animados y abrazos emocionados. Me los puedo imaginar yéndose a dormir contentos, solamente para luego despertar en una comodidad cómplice de la atracción cambiante pero constante, porque cuando algo es bueno va a seguir siendo bueno. Allí, en medio de Le Gers, brillaban dos pares de ojos cuando se veían y eso no se consigue simplemente firmando un papel o rebotando en función de qué conviene y qué no.
Al lado opuesto de la pareja risueña que había encontrado (en las diferentes vibraciones de las risas de cada uno) el secreto de la fascinación perpetua (en mi mente, en mi concepción efímera de Pauline y su cocina con imanes y su jardín secreto de marijuana), estábamos Antonio y yo. Antonio tenía el porro en la mano cuando me volvió a ver a mí casi con condescendencia, una mirada de “Me gustas cuando callas” y con un aire de Sí-pero-no. Me quiso tanto que no me quiso, y yo a él lo había rechazado tanto que lo quise, algún día. Nosotros no éramos esa excepción a la regla general. Nosotros estábamos mejor en el pasado, en el aturdimiento de no saber qué hacer pero saber que nos gustábamos, pensar que nos queríamos, seguir en las mismas hasta que aquella vez que se agotó la vida útil de la ausencia de mis risas. Lo malo no era nuestra disfunción, era retomar las risas pícaras volátiles, que no me sirven, por teléfono, por mensajitos. Retrocedimos sin encontrar lo mismo que hubo cuando no habían antecedentes.
Las risas caducaron después de un rato, no mucho después de que nos acabamos los vinos y el camembert. Ya la música no sonaba tan fuerte, esas trompetías y esos bajos se rindieron. Mi mente sedada por el etanol que luego iba a ser mortífero logró distinguir la mejor opción antes de irme a dormir. Lo mejor, en ese momento, habría sido darle la espalda en la cama y dormir tiesa como una piedra a su lado. Lo mejor hubiera sido no susurrarle que no hiciéramos ruido y no prolongar nada más, si de todas formas al volver no nos seguimos hablando por teléfono ni mandándonos mensajes. Al volver al norte, volví a ver a quien sí le sonreía como Pauline a su esposo, alguien con quien podía despertar hecha pedazos y radiante, todo en uno. Fui a ver a Antonio, le contaría yo. Fue raro, le diría; y nada más. Él es de esas personas con quien no hay necesidad de decirlo todo, porque ya lo sabe, siempre lo sabe; porque me conoce, porque me quiso, porque no me deja ir. Me imagino, me diría, sin preguntarme más y solo algún día reclamarme del viaje al sur de Francia.