Cuando la música se convierte en inspiración

Cuando la música se convierte en inspiración y la inspiración se transforma en historias es cuando nace Non-Girly Blue.

Somos un experimento literario conformado por mujeres amantes de las letras y la música. Cada quince días nos alternamos para recomendar una canción sobre la cual las demás non-girly blues soltamos la imaginación y nos inspiramos para escribir... escribir relatos, historias, cuentos, personajes y a veces hasta poemas. ¿Y por qué no pues?

[Publicaciones y canciones nuevas cada quince días]

20150420

Dichosofuí

Relato inspirado en Hung Up de Madonna.

El tiempo pasa tan despacio cuando se está colgado de una estrella. Todo es más lento, el movimiento de mis manos cuando las muevo para decir adiós, con tal de no olvidarme de las despedidas, el movimiento de mis piernas cuando las estiro para cambiar de posición, o para hacer las veces de una larga caminata.

No quiero olvidar muchas cosas.

Pero supongo que es inevitable. Olvidar algunas palabras, las sonrisas, como llorar, el sabor de una cerveza fría. Podría decir que aquí tampoco hay tiempo, o tal vez porque no tengo manera de contarlo; dejé tirado mi reloj en algún techo, mi teléfono celular lo perdí en uno de los tantos intentos de llamar a Sara, mi mujer, mientras me trataba de convencer que tal vez sí, que tal vez la señal llegaba hasta aquí. Se me soltó de las manos. Lo vi caer dando giros y giros. Era mi último contacto con la realidad... No me pregunten cómo vine a parar aquí. Da vergüenza contarlo.

Lo que sí les puedo decir es que todo fue a causa de Sara, un gato y un dichosofuí.

Sara, qué quieren que les diga, fue una tipa (o es, no sé si lo sigue siendo, no sé cuánto tiempo ha pasado, no sé nada) bastante decidida desde el primer día en que la conocí. De hecho, ella decidió conocerme ese sábado en la fiesta de unos amigos, ella me habló primero, lo decidió. Y claro, si lo pensamos bien, esa decisión primera de hablarme, es la que me tiene aquí, no tanto el gato o el pájaro ese. Y también la historia del gato y el pájaro tienen que ver con ella.

Así que digamos que la culpa de todo la tiene Sara.

Sara, esa mujercita menuda y escurridiza, quiso que tuviéramos un hijo desde el primer momento. Desde el primer día ella quería un hijo y batalló y batalló y batalló por conseguirlo durante un año, hasta dejarme exhausto, se imaginarán. No hubo tregua. Hasta que en el consultorio de aquel doctor, después de varios exámenes y análisis nos lo confirmaron: no podríamos tener hijos. No quisimos saber cuál de los dos era el responsable. Simplemente no podíamos.

Y nos sumimos en una ola interminable de "mea culpa" por varios meses.

Hasta que Sara, pequeña y decidida, decidió salir del letargo y se le ocurrió la idea de adoptar al gato. Gata. Lucrecia se llamó, y era una cosa peluda y divertida incapaz de no quererse. Durante incontables días nos dedicamos a consentir a esa pequeña bola de pelos, que además de suave, nos hacía la vida más divertida. Nunca había visto a Sara sonreír y querer de esa manera. No exagero. Creo que ni siquiera a mí me quiso de esa forma. Ya saben lo que dicen, los gatos tienen ese tipo de poderes especiales.

Y así, todo estuvo relativamente bien, hasta que Lucrecia desapareció por más de tres semanas y regresó tan campante, con una panza llena de gatitos.

Para hacerles corto el cuento, que ya se está alargando más de lo imaginado, aunque, claro, no tengo otra cosa más que hacer que pensar en esta historia y su final, que soy yo aquí, como verán. Decía, para hacerles corto el cuento, que Lucrecia desapareció cuatro veces en menos de dos años, lo que nos convirtió en los flamantes dueños de nada más ni nada menos que de dieciocho gatos. Yo sé. Yo sé. Y no, Sara no quiso regalarlos. Se dedicó a cada uno de ellos como si fuera único, con nombre, comida, platos exclusivos y camitas. Y seguimos siendo relativamente felices. Al menos ella, al parecer, por su devoción a los gatos.

Al menos hasta esa madrugada en que apareció el tercer personaje crucial de esta historia: el dichosofuí.

dichosofui - dischosofui, cantaba cuando comenzaba el alba y en los primeros albores de la mañana. Era relajante oírlo y pensar que me quería decir algo, dejarme algún tipo de mensaje. Así que, digamos que Sara se dedicaba a cuidar, alimentar y a jugar con los gatos; y yo, a escuchar por horas al pájaro aquel que, de alguna forma me cantaba. A mí. Este simple mortal que lo único que quería era querer a una mujer. De verdad, se los prometo, el pájaro quería decirme algo. Algo como, la realidad no es esta. Algo como, el mundo y la gente querrá hacer pedazos de vos, pero al final, solo al final, te vas a dar cuenta de que no necesitás ni un uno por ciento de ese mundo para ser quien sos.

Eso parecía decirme. Y yo le creía.

Hasta que, ajá, sucedió que Piccicatto, el gato número nueve, se subió al techo y persiguió al dichosofuí, tratando, supongo, de hacerlo su presa. Y eso no podía ser. No podía ser, le dije a Sara. Y ella me miró como si el pájaro no importara o como si no tuviera derecho como los gatos a vivir y tener nombre y comida y cama propia y exclusiva. Y eso no podía ser. A mí me daba gusto oír al pájaro y todo eso. Así que a la tercera o cuarta madrugada en que otro gato, ya no sé cuál ni el número, se fue detrás del dichosofuí; yo me fui detrás del gato. Corriendo por techos, saltando muros, alambrados, más muros, más techos, en una madrugada que parecía noche, en una oscuridad que no tenía fin. Corrí tanto que no sé en que momento estaba aquí.

Colgado como si nada. Con el pájaro cantando sin parar.

Cantándome su historia, o la mía.

Vayan ustedes a saber. No sé cuántas historias.

El tiempo pasa tan despacio cuando se está colgado de una estrella.

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