Cuando la música se convierte en inspiración

Cuando la música se convierte en inspiración y la inspiración se transforma en historias es cuando nace Non-Girly Blue.

Somos un experimento literario conformado por mujeres amantes de las letras y la música. Cada quince días nos alternamos para recomendar una canción sobre la cual las demás non-girly blues soltamos la imaginación y nos inspiramos para escribir... escribir relatos, historias, cuentos, personajes y a veces hasta poemas. ¿Y por qué no pues?

[Publicaciones y canciones nuevas cada quince días]

20150809

El silencio





Aquí nadie me cree, pero él era real. Era un caballero, de esos que describen en las novelas clásicas, de los que luchan por el corazón de una mujer, de los que te abren puertas, te acercan la silla, te preparan el café y los desayunos de domingo.

Sus ojos eran una fuente de paz. No importaba el mal día, los veía y olvidaba todo. Sus brazos, su pecho, su barbilla sobre mi cabeza mientras nos fundíamos en abrazos eternos, se habrían convertido en mi salvación en medio de la más severa de las depresiones.

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Habré tenido 8 años la primera vez que pensé en el suicidio. Fue justo después de que aquel vecino se sobrepasara conmigo de una manera que no logré entender, y que mi mente tuvo a bien cubrir con un manto nuboso que ni con la hipnosis ha sido posible develar. Recuerdo la boca de ese adulto sobre la mía, sus manos sobre mi cuerpecito, y lo su voz áspera repitiendo "no le digás a nadie", mientras me llevaba en brazos a su casa. No recuerdo más, y tampoco quiero.

Desde entonces fue una montaña rusa de buenas y malas épocas. Abandonos, pérdidas y todos los retos de ser parte de una familia desintegrada y pobre. Cuando tuve edad de trabajar me fui de aquella casa en la que me habían hecho sentir menos que nada, en la que siempre se me exigió y en la que todo lo que di nunca fue suficiente.

Me enamoré por primera vez justo en esa época. Aquel compañero de la universidad era un revolucionario encantador, de discurso fluido, de palabras convincentes. Dijo que yo era una "burguesita" a la que él terminaría de enderezar. Su concepto de amor me sumió en la segunda gran depresión de mi vida, y en la primera hospitalización por abuso de pastillas.

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Había cumplido ya 30 años y un par de cicatrices en las muñecas, era paciente frecuente de la unidad siquiátrica del hospital local y luchaba por mantenerme fuera de la reclusión, que ya más de alguno de los médicos del sistema público había indicado.

Por primera vez tenía un trabajo que me entusiasmaba. Había logrado colocarme como escritora de cuentos en una publicación de alcance nacional, después de ganar un concurso promovido entre jóvenes plumas. Mis textos, firmados con un seudónimo, salían en el suplemento dominical y eran para mí el lienzo en blanco en el que plasmaba la vida que habría querido tener. Entre semana ayudaba a corregir piezas de otros escritores y a hacer trabajo de archivo.

En esa época lo conocí. Él, poeta, no era visitante asiduo a los lugares en los que el círculo literario e intelectual solía congregarse. Yo, totalmente anónima en el medio, sólo había asistido a un par de actividades del Ministerio de Cultura para recibir segundos o terceros lugares en los concursos a los que participaba casi compulsivamente, más por la necesidad económica de ganar algo que por convicción.

En una de estas premiaciones fue él uno de los jueces y habló sobre mi cuento, que había ganado el tercer lugar, con una fascinación y un deleite que me parecían totalmente desconocidos. Hundida en mi silla me ruboricé a niveles inimaginables, y cuando finalmente él pidió que la autora de aquella pieza pasara al frente a recibir el diploma y el aplauso del público, no pude moverme de mi lugar.

Estaba cautivada por aquel hombre. Debo reconocer que el encanto de sus ojos me capturó desde el primer momento, pero fue cuando comenzó a hablar, cuando las palabras comenzaron a fluir de sus labios, que llegué al punto sin retorno. Siempre me he enamorado de las palabras bellas, es como una maldición.

Esperé mucho después de que el acto terminara para finalmente acercarme a la promotora del Ministerio de Cultura para recoger mi cheque y, bueno, el diploma. Caminaba hacia la salida cuando él se me acercó y me cortó el paso.

—La escritora misteriosa.

Me quedé, de nuevo, petrificada. Incapaz de moverme o hablar, fascinada por aquel hombre alto y guapo, inteligente y sereno, apenas esbocé un mal intento de sonrisa.

—Veo que no se va a quedar al coctel. Yo tampoco. ¿Nos vamos juntos al estacionamiento?

—No...

—¿No? Es tarde, no es tan recomendable que vaya sola...

—No, quiero decir, es que no vengo en auto. Voy a tomar el autobús.

—Faltaba más. Venga.

Ese "venga" fue, finalmente, la cábala que dio pie a nuestra historia. Me tomó del brazo y me llevó hasta su auto, un Volkswagen escarabajo muy a tono con su personalidad sencilla y despreocupada. Se ofreció a llevarme a casa. En el camino me sacó a cucharadas mi nombre, a lo que me dedicaba, y tuvo a bien contarme lo que él hacía, dónde vivía, me habló de su madre, de sus mascotas, del pueblo donde vivía su familia y donde ansiaba vivir cuando por fin se retirara.

Me invitó a tomar un café al día siguiente y yo accedí. La tercera cita para tomar café la concertamos, por fin, en mi apartamento, que era pequeño y con escasos muebles, pero que tenía una vista envidiable de los atardeceres. Y fue así, viendo el atardecer, que me besó por primera vez.

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No recuerdo una época más feliz en mi vida. Aquel apartamentito se llenó de amor, de luz, de caricias, de olor a café y a pasta recién hecha, de sus libros y sus escritos, de las notas de su guitarra y de las melodías que me cantaba.

Los meses pasaban volando mientras soñábamos juntos con viajes, con aventuras, con proyectos imposibles para mejorar el mundo, con huir de todo y de todos. No había ya un tiempo suyo y uno mío, era nuestro tiempo, nuestras horas, la vida misma fundida en abrazos y besos, en nuestros cuerpos aferrados entre sí, en las pláticas en la madrugada, en las promesas de media noche, en las lágrimas de felicidad y de miedo...

Y entonces pasó. La carta me la mandó una prima lejana que me reclamaba nunca haberme preocupado por mi mamá, que me criticaba por haberme creído siempre superior al resto de la familia, que me echaba en cara los gastos que habían tenido por la hospitalización y, solo después de todo eso, me informaba que mi madre había muerto después de sufrir tres infartos y una dolorosa agonía.

No pude salir de casa ese día. Me quedé sentada junto a la ventana esperando a que Felipe llegara para contarle todo, para soltar el caudal de lágrimas que me estaban ahogando, para abandonarme al dolor y gritar todas las angustias pasadas, presentes y futuras, porque solo me sentía capaz de hacerlo con él.

Pasaron las horas, se convirtieron los días, y la espera pasó a ser angustia. Lo busqué en su trabajo, con sus amigos, traté de contactar a su familia, pero nadie sabía sobre él. Cuando fui a denunciar su desaparición, la agente policial que me atendió me dijo con aburrimiento que de seguro cuando se le pasara el enojo volvería conmigo. De muy mala gana accedió a tomarme el reporte. La investigación, si es que se dio, nunca tuvo resultados, porque mi Felipe seguía sin aparecer.

Me volví visitante asidua de hospitales y morgues, repartía fotos en noticieros y periódicos, hice volantes y los repartía en los parques. Las fuerzas me flaquearon y un día, varios meses después de la desaparición de Felipe, me tomé un frasco entero de pastillas para dormir.

Desperté en el hospital, amarrada a la camilla. "Esta vez te vas a quedar, hasta mucho te habías tardado", me dijo el enfermero. Efectivamente, habían pasado ya tres años desde mi último intento de suicidio. Esta vez, sin nadie que llegara a responder por mí, habían ordenado mi internamiento en la Unidad Siquiátrica.

Los compañeros de la revista llegaron a visitarme un par de veces. La última vez me comunicaron "con mucha pena" que el editor había decidido rescindir mi contrato porque sería muy penoso que se enterara que escribía yo desde mis "circunstancias". Esa fue la última vez que los vi.

Me enfoqué en tratar de recuperarme, en convencer a los médicos que estaba bien y que podía salir. Hice todo lo que me pidieron, mentía durante las terapias y aprovechaba las catarsis grupales para invitar a los demás internos a seguir las indicaciones de nuestros médicos para lograr el avance que yo había conseguido. Mantenía una falsa sonrisa día y noche, y esperaba con ansias la reunión del comité que decidiría si me daban el alta.

El comité jamás llegó a discutir mi caso. Una semana antes de ello me encontraba leyendo algunos periódicos viejos y revistas de meses anteriores que una de las enfermeras me conseguía. En una de ellas, editada en España, vi a mi Felipe recibiendo un premio internacional de poesía, de la mano de una elegante dama que, según el pie de aquella fotografía, era su esposa, y tenía nombre de reina: Victoria de los Ángeles Ancalmo.

No recuerdo los detalles de mi crisis. Sí recuerdo el dolor, la dificultad para respirar y haber escuchado gritos. Pero no recuerdo haber corrido a la ventana, no recuerdo haber roto los vidrios con la cabeza y tampoco recuerdo haber golpeado a enfermeros que luchaban conmigo para evitar que saltara.

No pude guardar la revista. Acá nadie me cree que Felipe existió. Nadie recuerda a un poeta con ese nombre. Menos creen que un hombre de esas características haya podido alguna vez amar a una depresiva suicida violenta y peligrosa. Y aún más increíble es que ese hombre se me haya perdido para aparecer luego casado en España... Los médicos creen que es todo parte de mi neurosis, y que he llegado a estar tan mal que alucino e invento realidades alternas.

Hay días en los que se me van las fuerzas para llorar. Debe ser el medicamento. Hay medicamentos diseñados a obligarte a no estar triste. Creo que ahora estoy más allá de todo eso. Ahora, cuando ya solo me queda el silencio, tomé valor para escribir estas líneas. Quiero que se sepa que Felipe sí existió, que fue mío, que yo fui suya, que cuando estuvimos juntos el tiempo era nuestro, la vida misma, que en sus ojos hallaba paz y que sus brazos, su pecho y su barbilla sobre mi cabeza se habrían convertido en mi salvación en medio de la más severa de las depresiones.

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