Por Flor Aragón
El libro verde, le llamamos,
porque no encontramos otra forma más adecuada de nombrarlo. Lo encontramos en
una de esas escenas simultáneas que solían atacarnos cuando menos lo
esperábamos. Escenas repetidas de vidas anteriores o cosas que ya habíamos
vivido antes o simples anticipaciones del inconsciente, saben, eso que
normalmente solemos llamar deja vu.
El asunto es que los dos vivimos
por separado la escena: el momento de andar deambulando por una librería equis
de la ciudad y ver allí el libro verde, la novela por pocos conocidos, y sentir
que ese momento, es instante infinito e ínfimo ya había pasado antes. En una
vida anterior o lo que sea, como ya dijimos. Y los dos, por separado, como
también ya dijimos, sacamos el libro del estante y lo compramos para
regalárselo al otro. Como un hecho aislado e irrelavante, como esas cosas que
se hacen porque en el instante tuvieron sentido. Y después ya no.
Los dos escribimos nuestras
dedicatorias en la primera página en blanco, que, como ya sabemos, fueron
hechas para escribir dedicatorias.Saben, esas
cosas suelo pensarlas demasiado. Una dedicatoria es algo que queda allí escrito
para siempre en una página que de alguna manera se va volviendo amarilla con el
tiempo, en una página que de alguna manera va a ser leída varias veces, muchas
veces en la historia, tu historia y la del libro o la historia del otro o la
historia de la persona a la que algún día va a llegar el libro. Creo haberlo pensado por
varios días. Semanas, si lo quieren contabilizar de esa manera. El tiempo se
pasa volando mientras se piensa en la dedicatoria para un libro que va a llegar
a las manos de alguien que alguna vez, dentro de diez o veinte o treinta años
va a abrir la portada y viendo la tinta desgastada sobre el
papel amarillento va a recordar el preciso segundo histórico en el que en medio
de canciones de amor o algo parecido, pusiste el libro entre sus manos.
Un año pasa demasiado rápido, y duele, como cuando subrayas sin
precisión eso que llaman nostalgia.
Y luego todo lo demás, saben, mi
nombre y la fecha. Lo de rigor. Sí, bastante cursi, lo sabemos. Todos mis
amigos mi tildaron siempre de cursi. Él no lo era tanto, no lo fue, no lo sigue
siendo, me cuentan. Tenía esa forma tan particular, que siempre admiré tanto de
él, de anular los sentimientos y las emociones. Como si de alguna forma las
separaciones, por cortas o eternas que fueran, los dolores del color que
quisieran pintarse, las dudas, e incluso el cariño, el rencor, el amor, el
obvio de siempre; se pudieran tapar con solo el hecho de creer que no existían.
No es que no los tuviera. Yo lo sé. Siempre lo supe. Es que simplemente los
ocultaba de una manera tan estrepitosa, que a veces hasta dolía.
No sé si pensó mucho su
dedicatoria. Cómo lo podría saber. Después de ese día no volvimos a vernos. No sé si se habrá dado cuenta de que eso, de
que esas palabras iban a quedar grabadas allí para siempre. Sí sabemos que no
era cursi, que el tiempo no se le iba en melodramas de ese tipo. No sabemos si
habrá pensado que en el momento que íbamos a darnos los libros verdes con las
dedicatorias se cumplía un año de que nos habíamos besado por primera vez en
una noche demasiado surreal para contarla aquí. No sabemos. Nadie podría
saberlo.
Te compré esto movido por un Deja
Vu, la frase más gastada del francés.
Sin nombre y sin fecha. Como todos los recuerdos que se
han ido borrando con la nostalgia.