Relato insiprado en Gypsy de Fleetwoodmac
Ámbar recordaba todas sus vidas pasadas. Así como lo leen. Incluso podía recordar la vez que fue gato, la vez que fue listón de pandereta, la vez que fue violín. De hecho por el violín fue que comenzó todo.
No es que en cada una de sus vidas haya tenido memoria de la anterior. No, fue a partir de esa época en que la fue violín y era tocada en la corte por el joven hijo veinteañero de Sir Gallagher. Toda la corte estaba sorprendida. Incluso su padre que nunca tuvo la más mínima esperanza de que el hijo tuviera talento. No. Todos se equivocaron y se reunían una vez al mes a escuchar al joven prodigio sacar sorprendentes, atinados y cadentes arpegios a ese violín. Ella, claro, por entonces ya estaba aburriéndose un poco de la vida de vals que le estaba dando el condesito y se la pasaba encerrada en su estuche de terciopelo negro, urdiendo inusuales planes para salirse del castillo. Aunque en el intento perdiera una cuerda o dos. Porque claro, ella sabía que daba para fugas y tocatas, para nocturnos o rapsodias.
Por suerte para ella, el día mismo que cumplía cinco años de estar con los sires, miestras viajaba a su afinación mensual; una llanta del carruaje golpeó contra unas piedras y, sí, lo adivinaron: Ámbar -claro, que por entonces no sabía que se llamaba así- saltó por la puerta con todo y estuche. El estuche se rompió, como se imaginarán. Ella perdió, no dos, sino solo una cuerda y rodó por la ladera hasta caer -afortunadamente- en los brazos de Johan.
Johan, qué puedo decirles, era un poco sucio y desaliñado, con unas greñas que pudiera que fueran claras, pero le tiraban a marrón, y con las manos fuertes y rotas de tanto cortar leña. Y no, no crean que todos los Johanes de esos lares podían tocar tan bien el violín como él, pero sí, qué suerte que Ámbar comenzara a rodar así por sus vidas, sucediéndose una historia a la otra como si ya estuvieran escritas desde siempre, o por lo menos bien planeadas. Y Johan no solo la tocaba día y noche, durante el alba y al atardecer, no solo la tocaba siempre con las mismas ganas y pasión; la tocaba con todo el impetú de quien quizás cree que se le va a terminar la vida. Y sí, ella se pegó a Johan en cada nota, cada pizzicato, cada vez que la acariciaba con el arco. Pero ya saben, una cosa así nunca puede terminar bien y ya se le veía a Johan más desgreñado que nunca, con las manos llagadas, dejó de hacer sus labores, de reunirse con el clan, de comer, de beber... A veces parecía que hasta había dejado de respirar. Ámbar, que nunca más recurperó su estuche, y que de todos modos no lo necesitaba, porque nunca más la volvió a soltar; también comenzó a decaer. Ya no eran tan brillante como antes, los Csardás que más de una vez le sacaron algún lamento, ahora sonaban secos y opacos.
En el primer intento, Johan la colocó con cariño y devoción en el promontorio de desechos que acumulaba el clan a la orilla de la aldea. Le dolía dejarla allí, pero sabía, tenía bien claro, que no podía seguir con ella, le estaba arruinando la vida, le estaba quitando el sueño, le estaba quitando la oportunidad de tener una relación normal... Dos días después, los quemadores de escombros estaban a la puerta de su casa con el violín, un poco más destruído, un poco más opaco; pero en sus manos otra vez. Y Ámbar era feliz de que con solo verla de nuevo, quisiera tocarla.
En el segundo intento corrió con ella a orillas del río, a veces tocándola, a veces solo abrazándola, a veces queriendo soltarla. Y así lo hizo. La miró caer hasta el fondo. Ella quiso decir algo, como un lamento en un nocturno, pero recordó que lo necesitaba a él para gritarlo... Dos días después apareció goteando agua por sus más insospechados rincones en la puerta de Johan. De alguna manera, cada vez que volvía a aparecer, Johan sentía que volvía a nacer, y la tomaba, salvaje, entre sus manos hasta hacerla estallar otra vez en lamentos que se perdían en la noche.
En el tercer intento ya quedaba poco de Ámbar. Tres cuerdas, madera rota, gastada, el puente casi desaparecido, el mango casi en un hilo. La llevo a lo más profundo del bosque una madrugada. En silencio, y sin verla ni tocarla, encendió una fogata. Durante largos minutos y horas, Johan se dedico a curar todas las heridas de sus manos. Las abrió una a una con una navaja previamente desinfectada en el fuego, y luego les aplicó una hierba de color rojizo. Finalmente vendó todos sus dedos juntos con una tela limpia de gaza. Y entonces fue su turno. La dejó caer despacio en la hoguera. La vio consumirse lentamente como cuando se mira el pasado.