Foto de Ricky López
(Relato inspirado en ¿Y si fuera ella? de Alejandro Sanz)
1.
No era una
ventana. Apenas era un hueco de unos cincuenta centímetros que estaba demasiado
alto como para alcanzar a ver algo. Apenas el cielo. Eso fue lo primero que vio
al abrir los ojos. Demasiado temprano. Tal vez demasiado tarde. No estaba
preocupada, no tenía miedo. No podía. Ni siquiera le quedaba la más mínima
oportunidad de arrepentirse de lo que le estaba pasando. Solo aceptarlo, tomar
el gabán de manta cruda, despiadadamente blanca, que le habían destinado para
su último día en esta vida. Pensó en lo reducido y oscuro de aquel lugar, miró
a su alrededor sin poder realmente ver nada a excepción de la ventana con su
trozo de cielo azul, muy azul para aquella hora de la mañana. Pensó en Ravi y
en su blanca sonrisa brillando calma al centro de aquella piel color de oliva.
Solo ella sabía que ese era su verdadero nombre, para los demás era Don
Esteban, el tendero de la esquina. Nadie sabía de dónde había aparecido ni
cuándo. Solo ella. Ella sabía que había venido de muy lejos, que había cruzado
más de mil mares por semanas, meses, años, desde aquel lugar que buscó en el
mapa y se llamaba India. Al principio todo comenzó como un juego, empezó a
interesarse por las historias de Ravi solo por curiosidad, atraída por aquella
mirada que iluminaba su día. El siempre le advirtió que todo aquello era
secreto, que solo ella podía saberlo y fue así como se adentró a un nuevo
estado y aprendió nuevas maneras de desprenderse de sí misma y lo mundano.
Renunció a todo con tal de estar con él. Y fue bueno saber que él también
quería estar con ella.
Acostumbrada a sentir el cabello castaño rizado
cayéndole sobre la frente y la espalda, se pasó una mano por la cabeza, no
quedaba nada, lo había olvidado. Se quitó lo último que le quedaba del gabán
anterior, dejándolo caer sobre el suelo húmedo, ni siquiera pudo ver sus pies,
su cuerpo, lo que quedaba de todo aquello. Dejó caer el nuevo gabán sobre sus
hombros, tratando de que lo áspero de la tela no lastimara las heridas en su
espalda. En vano. El lamento salió por la ventana y se escuchó arriba, en los
pasillo que la esperaban ansiosos. Respiró profundo varias veces, cerrando los
ojos, anulando el dolor. Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas una
sobre la otra, con los brazos descansando sobre éstas, con las manos hacia
arriba y los dedos índices formando una “o” con los pulgares. Se olvidó de este
mundo.
2.
- Lo más
sorprendente de la construcción es la manera cómo ha permanecido intacta con el
paso de los siglos- refiere el guía, deteniéndose sobre las baldosas de
impecable piedra pulida.
- La obra dio inicio en 1615 y fue finalizada en 1630.
Se tardaron quince años en concluirla desde que fue puesta la primera piedra,
exactamente en donde estamos parados en este momento... Puede ser esa piedra en
donde está usted señorita- dice directamente a Blanca. Esta se sonroja y
muestra su anillo alargando la mano entre la rueda de turistas que se ha
formado alrededor del guía.
- Señora.
- Recién casada, supongo. ¿Y dónde esta
el afortunado esposo?
- Se quedó en el hotel enviando un telegrama a la
familia... Estamos de luna de miel.
- Ahora usted es su familia, jovencita.
Tendríamos que reprender a ese muchacho por dejarla sola.
Todos se ríen. Blanca
se sonroja nuevamente, principalmente al pensar que el muchacho en cuestión
casi le dobla la edad y que es su segundo matrimonio. La muchedumbre la abruma
con sus miradas.
- Solo son unos minutos, quedamos de encontrarnos aquí – dice,
creyendo que tiene que explicar algo.
- Pues le vamos a dar unos momentos
mientras hacemos un poco más de historia para pasar a los jardines y el
convento. Permítanme contarles que originalmente fue construido por los monjes
Franciscanos para dar inicio a su misión evangelizadora en esta parte de
Centroamérica...
Blanca ya no escucha las palabras, estas se van yendo en su
ansiedad de verlo aparecer. Su vida se ha vuelto la vida de Santiago desde que
lo conoció, apenas seis meses atrás en una calle cualquiera, cruzándose un alto
como cualquiera, pero él la volvió a ver, la miro mientras cruzaban en sentido
contrario la esquina, él le sonrió y al día siguiente lo tenía parado frente a
su escritorio de secretaria con un ramo de rosas. Ella que se había creído que
su condición de huérfana no le iba a permitir casarse bien, ahora está allí con
un aro de oro en la mano. Ella, sola desde los quince, ahora tiene una gran
familia con cuatro hermanos, siete primos, tres tíos y hasta dos hijos postizos
del matrimonio anterior de Santiago. Pero sobre todo lo tiene a él, con esa
mirada transparente desde el primer momento. Lo tiene a él para verlo dormir y
sonreír entre sueños, para quererlo cada día como si fuera el primero, así como
siempre había imaginado que era el amor. Mira nuevamente el reloj, pasaron
veinte minutos desde que lo dejó en el hotel diciéndole adiós, lanzándole besos
como si fuera un adolescente. El mismo le había dicho el día que se casaron que
se sentía como un adolescente, con esa misma ilusión, con esas mismas ganas de
estar siempre con ella, desde que la había visto en la esquina
de aquella calle. Pero ahora ya pasaron veinte minutos y siente que no debe
pasar ni un segundo más...
- Vamos a pasar a los jardines... Su esposo no
aparece. ¿Nos acompaña?
- Lo voy a esperar aquí y luego los alcanzamos.
3.
- ¿Te imaginás
cuánta historia habrá pasado por este pasillo, por esas mismas baldosas en las
que estás sentada? Pregunta Irene con una cara ya descompuesta por tanto
alcohol. Yo solo le contesto con un parco, “sí, imagináte”, porque no quiero
profundizar, no quiero hablar, no quiero seguir hablando, menos con ella. Pero
ella sigue:
- ¿Sabés que toda esta parte en donde estamos ahora fue destruida
por el terremoto del 65? Lo único que quedó fue el pasillo, esas gradas en
donde estás sentada y ese corredor que se pierde en la oscuridad. Entonces en
toda esta ala funcionaba un museo, pero en toda el área del fondo en donde
ahora están los jardines, el restaurante, los salones de baile y las
habitaciones del hotel, continuaba funcionando un convento. La construcción
data del mil seiscientos y tantos. Imagináte, esas baldosas tienen casi
cuatrocientos años, concluye, tratando de emocionarme con su historia, pero no
me interesa. Por un momento se me cruza por la mente preguntarle cómo sabe todo
eso, pero me retracto al instante, sería darle cuerda para que siga con su
perorata y solo quiero que me deje sola, así que decido mandarla unos cinco
metros lejos de mí con un “por qué no vas con los otros y averiguás qué pasa
con el taxi.”
Solo quiero alejarme tres, cuatro, cinco kilómetros...
Puta la noche que me trajo aquí con tacones altos y
vestido de fiesta, con satín, joyas y peinado a beberme a saber cuántas copas
de vino, más de una botella quizá. ¿Para qué? Para verlo como siempre siguiendo
a cualquier puta que se le pone enfrente. Cualquiera menos yo, siguiéndole los
pasos, perdonándolo cada vez que me hace lo mismo, cada vez que me promete que
nunca más. Creo que estoy enferma, creo que estoy loca, sino cómo se explica
esto. ¿Cómo?
Cómo voy a estar
por enésima vez dándole oportunidades...
Allí viene Irene
otra vez. ¿Por qué no le digo que me deje en paz, por qué no agarro el valor?
Me pone la mano sobre el hombro, me habla con dulzura, “ya pidieron el taxi”
dice, “pero se va a tardar un rato”. ¿Por qué me habla así? ¿Por qué me mira
así? ¿Por qué siempre tengo que terminar siendo la pobre Laura? Podría jurar
que ella está más borracha que yo...
- ¿Te sentís bien?
- dice. No, no me siento bien, me duele la espalda cuando respiro, debe ser el
maldito frío de las tres de la mañana. Me duele la cabeza, en medio de las
cejas. Me duelen las piernas y cada dedo metido en los zapatos. Me duelen el
orgullo y ese par de lágrimas que están a punto de salir. Me duele cada paso
que me trajo aquí, me duelen los pasos de Gabriel que no escucho venir tras de
mí sobre las baldosas del piso.
- Creo que voy a
vomitar –
4.
El sonido de la
llave pasando por el cerrojo de la puerta sonó amenazador en medio de toda
aquella oscuridad. Iluminados por un lámpara de aceite, los rostros de los
cuatro monjes que venían por ella aparecieron sombríos y desdibujados por la
puerta. Uno de ellos, el más viejo, traía un lazo desgastado entre sus manos,
con el que le ató los dos brazos hacia atrás. Otro le colgó una cruz de madera
sobre el pecho. Luego la empujaron sobre los hombres, obligándola a
arrodillarse y comenzaron sus oraciones, pidiendo a su Dios que perdonara a esa
pecadora. Oraron, suplicaron, lloraron por la bruja, como la llamaron desde el
principio, desde que había sido descubierta en la plaza junto a Ravi
aprendiendo las doctrinas del libro de los Vedas. El libro fue quemado
inmediatamente y los dos fueron azotados en la plaza ese atardecer bajo el
cargo de brujería y condenados a morir quemados dos días después. Los monjes lo
lamentaban, de verdad lo lamentaban en sus oraciones, en sus súplicas, mientras
dejaban caer agua bendita sobre ella. Ella no lo lamentaba.
Subió descalza la
escalinata acompañada por los cuatro monjes. No tendrían que haberle amarrado
las manos, qué iba a hacer, a dónde iba a correr. Ese era su karma y elevaba la
vista al frente, a pesar de las miradas inquisidoras de los monjes que se
habían congregado a lo largo de todo el pasillo. Finalmente allí se encontró
con Ravi. La mirada tranquila, la sonrisa brillando. El también estaba atado.
Ella miró con serenidad la distancia que les faltaba para llegar a la calle.
Diez metros de baldosas de impecable piedra pulida, de altos muros de adobe y
pesadas vigas de madera en el techo. De allí en adelante todo fue caminar, los
dos lado a lado, rodeados por los monjes y sus indescifrables rumores y
cánticos guturales, por el ruido de la muchedumbre ansiosa que esperaba la
procesión en la calle. Al llegar a las gradas se detuvieron unos segundos. Ella
quiso alargar su mano hacia Ravi, olvidando que estaba atada. Solamente lo miro
y suave, pausado, casi como un susurro le prometió
- Te juro que en la próxima
vida voy a regresar para seguir amándote.
5.
Ya pasó media
hora, piensa. Hace cuentas, del hotel hacia acá hay quince minutos caminando,
cinco en poner el telegrama, son veinte. Se habrá regresado por algo, trata de
convencerse, caminando despacio hasta el final del largo pasillo, contando sus
pasos, tratando de mirar algo, fingiendo que admira los cuadros colgados a lo
largo de las altas paredes de ladrillo antiguo, los santos descoloridos
colocados en pedestales de piedra, las lámparas que cuelgan del techo de
gruesas vigas de madera. Fingiendo. Lo único que puede hacer es pensar, hacer
proyectos, imaginar su vida. No se puede esperar a tener hijos, uno, dos, tres,
cuatro; uno tras otro, con los ricitos claros como el papá, como Santiago, con
la mirada transparente, con la misma piel suave y esa manera tranquila de
llevarla por la vida. Así será, piensa, regresando por el pasillo, cerrando los
botones del suéter, porque de pronto las paredes altas y sin fin se volvieron
frías, y oscuras. Mira desde allí a la puerta de entrada, no aparece, habrán
unos diez metros, pero parece un túnel infinito. No hay nadie, a excepción del
guarda y la señora que cobra los veinticinco centavos en la entrada, se ven tan
lejos, silueteados por la luz de la calle, riéndose por algún chiste privado.
Se detiene frente a una imagen de San Francisco, iluminada por una luz
especial, no es de madera como las otras y no está pintada. La toca, está fría.
Dibuja con su mano todos los pliegues de la sotana. Se atreve a mirarlo a los
ojos blancos. Se atreve a sonreír. Entonces siente que el suelo se mueve
despacio bajo sus pies, despacio como si la mecieran. Mira a los dos de la
entrada, siguen riendo, no se han movido. Por cualquier cosa comienza a caminar
despacio, siempre le dijeron que no se tiene que correr en los temblores. Se
detiene otra vez al escuchar un rumor grave y ensordecedor que parece elevarse
de lo más profundo del suelo. Sin más, estatuas y cuadros comienzan a
desplomarse a sus pies. ¡Terremoto! Gritan los de la entrada y desaparecen
entre nubes de polvo. No puede moverse, el suelo ondula como agua. Pierde el
equilibrio a cada paso, ahora sí trata de correr, pero no puede. Apenas llega a
las gradas, cinco metros más y está la puerta. Los ladrillos antiguos, los de
más de trescientos años, se desprenden como si ya no quisieran pertenecer a
esas paredes. Todo es una confusión de oscuridad, polvo, ruidos y crujidos.
Sabe que no va a llegar, se enrosca junto a las gradas hecha un ovillo,
cerrando los ojos, mirando a Santiago diciéndole adiós, tirándole un beso con
la mano como si fuera un adolescente. El polvo que cae no la deja respirar. Ya
no puede abrir los ojos. Quiere pronunciar una oración. Pero solo piensa “te
juro que en la próxima vida voy a regresar para seguir amándote. Las vigas
también caen. No queda nada.
6.
Estaba tan
segura de que no te ibas a aparecer por ese pasillo oscuro que hasta lo hubiera
jurado. Por eso me extraña escuchar tus pasos resonando suave sobre las baldosas, que
ahora sé tienen cientos de años. Irene y Marta se alejan al verte venir,
todavía sorprendidas por la escena que acabamos de tener en el baño. Te miro
acercarte, desparramada en el suelo con mi vestido negro y los zapatos en la
mano, con la joyas vueltas una vergüenza... Y lo que queda del peinado. Te miro
acercarte, y no sé porqué, sé que es la última. Te deje tirado en ese baño, te
dejé ir con el agua, te fuiste lento. ¡Qué fácil aceptarlo! ¡Qué liviana y
descargada me siento! Ya no me importa tu sonrisa, esa misma que me lanzas
desde los tres metros que nos separan. Logro pararme como sea, trastabillando
al dar los pasos, caminando en equis como cualquier borracho de película. Tengo
que mantener la calma, tengo que guardar la compostura. Ya te dejé atrás, te
dejé en el baño.
– ¿Me abandonás
tan temprano? Decís con tu sonrisa de siempre.
– No es tan temprano. Solo espero que no sea demasiado tarde– Digo. Vos
te reís.
–¿De qué putas te reís?– Te reclamo. No tengo ganas de tus mierdas, ya
no, no a esta hora.
– ¡Huy! ¿De dónde
salió esa fierecilla? Preguntás, tratando de acercarte, agarrándome el brazo
como si fuera una de tus amiguitas de siempre.
– De donde no te imaginabas, te
contesto, apartándome de tus torpes caricias que hasta ahora logro entender. Y
yo que te vi y creí que podía redimirte. Y yo que te vi al
cruzar esa calle como cualquiera, que te vi sonreírme y te sonreí como si te
conociera de toda la vida. Miráme aquí, tratando de decirte adiós.
– Calmáte, te
acompaño al hotel y allí hablamos...
– No quiero calmarme, no quiero
acompañarte, solo quiero que me dejés. Me doy cuenta que en tu manera tan
particular de pensar no entendás todo el daño que me estás haciendo, de cómo me
duele quererte, de que esta no es la primera ni la segunda ni la tercera vez
que me dejás en mi propia nariz por irte detrás de otra, pero si me querés,
dejáme aquí y ya, no me acompañés a ningún hotel–
.
Se te acabó la sonrisa. Eso
significa que sí me querés y que vas a dejarme. Un zapato se cae sobre la
baldosa del piso. Dejálo allí. Dejáme abrazarte así, abrazáme así por todo lo
bueno que fue y pudo haber sido. Podés llorar, sí, yo ya no puedo. Que no te
importe si todos nos están viendo. Mañana van a tener qué contar a todos
nuestros amigos. Dios mío, no puedo
creer que de verdad estés llorando. No creo que creás convencerme con esa
mirada de niño abandonado. No vas a convencerme. Me doy la vuelta, pero me jalas de un brazo.
– Te prometo que
si hay otra vida...
– No me prometás nada, te interrumpo. - No habrá otra vida.
En este momento me doy cuenta y acepto que ya ha sido suficiente para nosotros
dos.
“¡Ya vino el
taxi!”, grita Irene desde la puerta.
Le dejo allí. Siento que han
pasado cientos de años.