Cuando la música se convierte en inspiración

Cuando la música se convierte en inspiración y la inspiración se transforma en historias es cuando nace Non-Girly Blue.

Somos un experimento literario conformado por mujeres amantes de las letras y la música. Cada quince días nos alternamos para recomendar una canción sobre la cual las demás non-girly blues soltamos la imaginación y nos inspiramos para escribir... escribir relatos, historias, cuentos, personajes y a veces hasta poemas. ¿Y por qué no pues?

[Publicaciones y canciones nuevas cada quince días]

20160523

Inquina


Ilustración: Otto Meza


El carrusel avanzaba lentamente y hacía un extraño rompimiento con la música acelerada que inundaba la noche. El volumen era exagerado, pero ¿qué de esa noche no lo era?

Las luces en el cielo se confundían con las estrellas, no se sabía qué era natural, qué era artificial, un caleidoscopio de pequeños focos, bengalas, fuegos artificiales y las pocas estrellas de aquel cielo veraniego que se negaban a ser opacadas por el exceso de iluminación formaban un velo iridiscente bajo el que la fiesta adquiría un tono de surrealismo al que nadie escapaba.

Lo más real del momento era el galope de su corazón, sus manos frías y esa embriaguez que definitivamente no se debía a las dos cervezas que había tomado. Sarah sospechaba que era la música, la hora, las risas, ese hoy-se-vale-todo tan extraño para ella. Pero sobre todo, la compañía de Andrew.

Sus días llenos de rigidez y tareas, de horarios y compromisos, de control, control y más control, habían preparado el terreno para que esta noche, justo esta noche, fuera tan espectacularmente especial. Se le cruzó precisamente ese pensamiento: de no ser por la vida gris que había llevado hasta hoy, no se sentiría extasiada y embriagada por lo que en ese instante ocurría. De pronto se encontró dando gracias por tanta disciplina y rutina, pero al mismo tiempo la horrorizó la certeza de que mañana volvería a esa normalidad... Sacudió la cabeza y paró allí su hilo de ideas. No quería arruinar su momento.

—¿Bailamos?

Andrew le extendió el brazo y tomó su mano, que seguía fría, a pesar del calor sofocante que se mantenía aún a esa hora. Sarah se incorporó suavemente, sin prisa, fiel a su objetivo de prolongar aquella vivencia tanto como pudiera, de expandir los segundos hasta donde dieran sus fuerzas. Imaginó un reloj elástico, y rió con la idea de poderlo estirar a su antojo.

En la pista apenas había espacio. Las parejas rebotaban entre sí en una danza desordenada y alegre. Algunos hablaban a los gritos, otros reían y comenzaban a abundar los besos. Pero para Sarah todo lo demás sobraba. Existían sólo ella y Andrew. El roce de su cuerpo tibio, el olor de su colonia impregnado en la camisa de algodón, la sensación de su barbilla mal rasurada sobre el hombro de ella, su cercanía, esa deliciosa cercanía, interrumpida cada tanto por las exigencias de los pasos de baile entre melodías cada vez más aceleradas... todo era perfecto, no podía pedir más.

Al lado de la pista de baile, decenas de jovencitos se malacomodaban en las bancas de la improvisada cafetería. La carpa apenas lograba cubrir el tumulto de gente que comía y bebía entre aquel jolgorio. Allí, entre los comensales, Alicia había logrado sentarse y seguía a los danzantes con la vista.

Una amargura que la hacía desconocerse a sí misma le impedía tragar la limonada que ya se había calentado en el vaso de cartón. Veía a Andrew, a su Andrew, bailando con una chica de nada, feliz y entusiasmado,  apretándola contra su cuerpo y diciéndole quién sabe qué cosas al oído.

La amargura le sube a la cabeza, de la misma forma que lo hizo el rubor, aquella vez que había sido a ella a la que le había susurrado algunas palabras al oído:

—Hasta la próxima, muñeca.

Sólo que "la próxima" nunca llegó. Esa primera y única cita con él la había dejado en pausa. Ella se consideraba una muchacha libre, experimentada, sabedora de los rituales del cortejo adolescente e incluso de las técnicas utilizadas por los hombres mayores, al menos por los tres con los que había estado. Pero Andrew tenía algo especial, algo que la cautivaba y que la había dejado prendada. Jovial, despreocupado, demasiado coqueto, le parecía un punto de equilibrio ideal que se alejaba de la inocencia y falta de decisión que le irritaba tanto entre los jóvenes de su edad, pero tampoco llegaba a la altanería y cinismo que había encontrado en los hombres mayores.

Durante días y semanas esperó que la llamara. Su ansiedad crecía y finalmente se decidió a buscarlo ella misma, para encontrar únicamente respuestas evasivas. Inventaba pretextos para encontrárselo, incluso se ofreció a ayudar a su padre con las compras de los insumos para la granja en la tienda de la familia de Andrew. Al padre le extrañó el repentino interés en los asuntos del hogar. Él y su hija no se llevaban bien y apenas intercambiaban un par de palabras por las noches.

Alicia persistía, ilusionada, pero el joven comenzó a evitarla.  Ella no se rendía fácilmente. El efecto no fue el esperado. En lugar de tomar a bien el interés de la chica, Andrew decidió cortar todo contacto con ella, lo que la dejó confundida y resentida.

Los recuerdos se mezclaban en su cabeza, sublimaba la intensidad y la importancia de los pocos momentos que habían compartido, y minimizaba los rechazos que había recibido. Quizá él sería muy tímido, o estaría confundido. Había terminado por causarle cierta ternura que él no fuera capaz de encarar su amor. Pero esa noche, esa calurosa noche llena de luces en medio de la multitud embriagada por la fiesta, la ternura había dado paso a un odio y a un resentimiento que la mantenían paralizada en una banca de madera mientras veía a Andrew y a Sarah prestos a darse el primer beso.

—¿Ganador o perdedor? ¡Usted decide su suerte, venga y atrévase!

El grito del encargado de la carpa de apuestas la hizo dar un salto en el asiento. Vio a su alrededor y se sintió extraña, foránea, totalmente fuera de lugar. Le irritaban las risas, el alegre ambiente, la música, las luces. La amargura había vuelto a bajar a su pecho y la asfixiaba.

—Pues sí— se dijo — quizá deba ser así. Quizá esta vez decida no ser la única que pierda.

Metió la mano al pequeño bolso de tela y acarició con feliz anticipación el frío metal del revólver que algunas horas antes había sacado del cajón de su padre.


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