Texto inspirado en Metropolis, Owl City
Tomó la pequeña
caja metálica y el trozo de mantel que llevaba a diario. Buscó el lugar más
apartado y cómodo del jardín trasero, debajo de una palmera artificial que le
servía como sombra. Extendió allí aquel trozo de tela corroída que, pese a ser
usado a diario, siempre parecía curiosamente limpio.
Se sentó y sacó
su comida. Sin prisa, comenzó a almorzar. Aquellos 20 minutos de pausa en la
Corporación eran sagrados para ella, una especie de ritual.
Comía sola. El
resto de obreros se acurrucaban junto al muro exterior de la sección C del
edificio 3 de la Corporación, uno junto al otro, casi codo a codo, disputándose
la sombra que proyectaba la estructura y la sensación de frescura que les
proporcionaba el contacto con aquel muro gris.
A ella, la que comía sola, la miraban con desprecio o, en el mejor de los casos, con indiferencia. No era solo que comiera sola, que tuviera la desfachatez de preferir la grama artificial al piso del patio, como el resto, sino que además comía despacio, en un ritual religioso que abarcaba los 20 minutos de la pausa.
Los demás, exhaustos, engullían la ración lo más rápido que podían, a modo de aprovechar el tiempo restante para cerrar los ojos y hacer un simulacro de siesta. Aquel muro parco se mimetizaba entonces con el gris de los trajes de aquellos seres agotados, inmóviles y silenciosos, hasta que la sirena avisaba que había finalizado la pausa.
Pero antes, mientras tragaban la ración la observaban, despreciándola por lo que interpretaban como un tonto afán de superioridad. Ella, tan obrera como el resto, tan de gris como el resto, comía sola, bajo un trozo de plástico que simulaba una palmera y, para colmo, se atrevía a no comer la ración como se debía.
Desde hacía un par de décadas el dinero había sido sustituido por una especie de sistema de intercambio trabajo-por-bienes. Se trabajaba para las corporaciones y se recibía el pago a través de una tarjeta que sólo servía para comprar lo que la corporación en cuestión producía. La gente, entonces, comenzó a intercambiar los productos y así aún había algo de variedad.
Pero en las ciudades de la periferia, como esta, sólo existía una gran corporación y no había modo de adquirir cosas que no fueran despachadas por la misma, dependiendo del puesto y salario que se tuviera.
Así, la comida se
limitaba a la ración: una proteína sintética que asemejaba a lo que en otros
tiempos debió ser la carne molida, grasa también sintética, papas y pan, que se
cosechaban dentro de la sección B del edificio 1.
La gente mezclaba la carne con las papas en una especie de guiso, y lo comía frío en la pausa de la 1 de la tarde, alternando grandes cucharadas de ración con mordidas al pan.
Pero ella no comía eso. De lejos la veían sacar cada vez cosas diferentes: ese lunes era una torta de carne metida entre dos trozos de pan, y unas papas que había cortado muy finas y sofrito con cuidado. Comía despacio, saboreando cada bocado con la parsimonia de quien no tiene aún una jornada de 7 horas de trabajo que completar. Terminaba justo antes del toque de la sirena, doblaba su mantel y regresaba a su puesto.
Ese día, una mujer un poco mayor que ella no soportó más, y le gritó, a modo de reclamo: "¿Acaso no tienes miedo?".
"Miedo", pensó ella. En aquel sitio el miedo era el sentimiento común entre la gente que, conforme y desesperanzada, agradecía tener un trabajo en la corporación para poder comer y vestirse, tener derecho a la ración y a los trajes grises. Afuera, cientos de menos afortunados morían de hambre, mataban para robar raciones, o sucumbían producto de cualquier enfermedad cuyo tratamiento no pudieran costear.
Recordó entonces a sus padres, fallecidos un año atrás luego de contraer una fiebre. Ella había solicitado, en vano, que los atendieran en la Corporación, y luego hizo un pedido de medicinas como si fuesen para ella. Cuando el pedido fue aprobado, sus padres llevaban tres meses de muertos.
Era ya de noche y caminaba hacia su casa. "Miedo", seguía pensando. El miedo era el motor que hacía funcionar aquella maquinaria que en otros tiempos se hacía llamar sociedad. El monstruoso capitalismo que controlaba todo los había vuelto piezas iguales de un mismo aparato, los había vuelto individuos idénticos, al mejor estilo de la utopía comunista que alguna vez, cuando niña, escuchó relatar de boca de su padre. Solo que aquí nadie era feliz. Todos tenían miedo, por miedo se levantaban en la mañana, por miedo iban a trabajar, con miedo regresaban a sus casas y se encerraban durante la noche.
El miedo, por supuesto, era a la muerte. La marginalidad, la incapacidad de comprar medicinas o alimentos, la violencia que cada vez era más cotidiana, todo llevaba a lo mismo, a la muerte. Para ella, en cambio, esa inminencia de la muerte había sido una suerte de liberación. Desde que se había quedado sola veía todo de forma distinta, y más que miedo había llegado a una especie de aceptación. Por eso buscaba, a toda costa, que sus días no fueran idénticos. Por eso veía el cielo y disfrutaba el agua y llenaba sus pulmones del aire limpio que aún se respiraba bajo el domo de la Corporación.
Por eso se fascinaba ante la vista de algún pájaro, cada vez más raro en aquella remota Metrópolis. Por eso ponía su alma en cada cosa que hacía, desde limpiar su minúscula casa hasta atender su segmento de la línea de producción en la Corporación.
La muerte, la inminencia de la muerte, la había hecho feliz, por primera, vez, desde que era niña. Ese convencimiento de que la vida era algo sumamente frágil y efímero le ayudaba a disfrutar cada momento, cada minuto, y la motivaba a preparar cada noche su almuerzo para el día siguiente, con el primor de un condenado que alista su última comida.
Pensaba en todo
eso y sonreía. Y así, sonriendo, continuó el camino a su casa.