Nunca fui muy fan de Los Beatles. No me pregunten por qué. Simplemente no les había encontrado el lado y la genialidad como para oírlos con propósito. Hasta que...
-Sí, siempre hay un "hasta que".-
Compré mi torntaibol y comencé a comprar y coleccionar vinyles. Ajá, en mi época se llamaban "discos" o "acetatos" -¿de dónde salió eso de viniles, ah?-. El primer disco que tuve fue
The Magical Mystery Tour, regalo de un querido amigo. Y entonces sucedió algo, comencé a descubrir letras y melodías maravillosas en sus canciones no tan comerciales. Y de allí que en un reciente viaje encontré Abbey Road, nuevo-nuevecito, en una tienda de discos y luego de abrir el famoso plástico que te lleva a las delicias de la música; me encontré con una maravilla...
Perdón por la ignorancia, pero lo compré sin saber qué canciones contenía.
Y allí estuve, todo un fin de semana, volviéndolo a tocar y a tocar.
Golden Slumbers me tocó algo, alguna fibra escondida, algún recuerdo, algún momento; y he oído esa canción miles de veces desde entonces, hasta en sus versiones más desconocidas como la de Steve Tyler o Phil Collins.
Y bueno, esta es mi recomendación para esta quincena: Golden Slumbers, con sus añadiduras de Carry That Weight y The End.
Cuando la música se convierte en inspiración
Cuando la música se convierte en inspiración y la inspiración se transforma en historias es cuando nace Non-Girly Blue.
Somos un experimento literario conformado por mujeres amantes de las letras y la música. Cada quince días nos alternamos para recomendar una canción sobre la cual las demás non-girly blues soltamos la imaginación y nos inspiramos para escribir... escribir relatos, historias, cuentos, personajes y a veces hasta poemas. ¿Y por qué no pues?
[Publicaciones y canciones nuevas cada quince días]
20150921
Reza por mi
Texto insirado en
Cupid Carries a Gun - Marilyn Manson
--*--
Cuando la muerte venga,
cuando me pida cuentas,
y me exija moverme de tus brazos.
Cuando me mire a los ojos
y yo sepa reconocerla,
estando cansada de todo.
Cuando sienta el frío interminable
de un viento ajeno que viene por mi
y solo sepa recordar tu nombre.
Cuando mi reloj quiera detenerse sin opciones,
le diré que regrese por donde vino:
Que no hay corazón que deje de latir si sigues conmigo,
que no tiene nada que llevarse si mi vida está contigo,
que esta alma que nunca dejó de errar no es mía en verdad.
Que toda yo viví por vos.
Que venga otro día,
que busque a quién cazar,
porque estos labios solo conocen tu nombre.
Y no puede decidir por mi, si soy de ti.
Cuando esa vieja amiga que -que en verdad nunca se fue-
quiera decidir mi último camino,
le diré que te consulte primero
lo que ya decidiste cuando los besos los repartimos.
Que sepa que mi cuerpo te responde,
que no depende de mi cambiar de lugar.
Ni siquiera respirar es cosa mía,
estas manos que no dejan de buscarte,
que te vea sonreír si no me cree.
¿Qué hará esa triste consejera cuando me busque y sepa que mi vida y muerte hace ratos no me pertenecen?
El mundo de Daniela
Relato inspirado en Marilyn Manson - Cupid carries a gun |
}
INT. CASA EN LA FLOR BLANCA/ TERRAZA - MEDIA TARDE
Daniela (16) y Ana (17) están sentadas en el piso de la terraza, orilladas debajo del techo El almuerzo familiar se acaba de terminar, las cosas han sido recogidas y los que tenían que irse reanudaron su jornada, mientras las primas se quedaron echándose un café y cigarros. Los abuelos y algún adulto hacen siesta, por lo que no pueden poner música. Se escucha que el agua pasa por tragantes y cae del techo, pero ya se calmó la lluvia.
DANIELA
¿Te acordás cuando llamamos al vecino para hacerle una broma?
ANA
¡Calláte! Casi llama a la policía…
DANIELA
Yo no sé quién nos enseñó a hacer esas llamadas...
ANA
Pero esa vez sí nos caló…
DANIELA
Mucho nos dejaban ver tele. Cuando subíamos al cuarto de huéspedes que había en esta casa, ¿te acordás?
ANA
Era más divertido encerrarnos con mi tía. Pero vos casi no venías.
DANIELA
En el cuarto de visitas había una tele bien, bien, vieja, pero tenía cable. Con señal muy mala, me acuerdo.
Daban MTV y yo me ponía al borde de la cama con la cabeza al revés, acostada boca abajo, y veía el mundo al revés.
ANA
Cuando desarmábamos el cuarto y jugábamos fashion show, también hacíamos un mundo al revés, vos.
DANIELA
Pero casi nunca me dejaban quedarme a dormir. No como ahora. Deberíamos jugar a eso de ver el mundo al revés.
Si el mundo fuera al revés, doliera menos la cabeza, porque la sangre fluyera y nadie se quejara de migrañas ni de varices. Los brazos fueran más largos que las piernas y todos tuvieran pestañas admirables a lo Marilyn Monroe, nadie se anduviera preocupando por ponerse pestañas falsas, de esas que amanecen pegadas al rostro. ¡Qué aguante el de la mujer que se arregla para ir a una boda! Rasurarse, depilarse, y el pedicure y el manicure; el vestido, los zapatos, la dieta para el vestido y los zapatos… Maquillaje, peinado, pistoleado y peinado; capas de maquillaje, y pestañas como de muñeca cuando la ocasión lo amerita. Pero en el mundo al revés, las bodas son matrimonios que se tratan de conexiones fortalecidas entre dos personas y las promesas de éxito compartido. Un, dos, tres, brindis por los novios! Y no hay receta para una boda perfecta, en el mundo al revés nadie ha escuchado la palabra “protocolo”. Los ladros perran, los coches nos manejan a nosotros y los artistas le aplauden a uno. Porque las cosas son fáciles, pero sólo en el mundo al revés. Si las cosas fueran fáciles, el internet fuera gratis, la memoria inagotable y la batería del teléfono ilimitada. Nadie jamás se ha equivocado, en un mundo así; no nos queda más que querernos, sin pasar por el obstáculo de tragar la masa pesada de anécdotas pasadas, que no te involucran, que no deben ser tuyas. No hay enojo, no hay desesperanza, sólo hay danzas y relevos, porque la música cambia y el tempo sube, sube, sube, mientras que en la vida real baja. ¡Vámonos, encerrémonos toda la tarde! Para escapar del mundo 3D a un mundo escrito en código frágil pero único, imbuscable, imposible, lejos de las manos envidiosas de terceros. Así se puede tener un mundo al revés sin migrañas, conflictos arrancados de nuestros pechos, despojados del entretejido de la sensibilidad y la vulnerabilidad. Un mundo con perdón y con guiños, con seguridad y confianza, con piernas sin calambres y vicios que no matan.
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20150920
La ofrenda
Relato insirado en Cupid Carries a Gun de Marilyn Manson |
Decían que traían con ellos el miedo y el terror. Nadie los veía con buenos ojos. Sus plumas negras en los jardines traían la mala suerte y malas noticias, decían.Se perdían las joyas, se agriaba la leche, se llenaban las tardes de ruido, se asustaban las gallinas, todo por ellos. No era de extrañarse. Podían verse en los peores lugares: en los cementerios, al lado de la horca, cerca de las casas que nadie visitaba. Otros podían temerles, pero yo no. Los mimaba en el jardín del señor para agradecerles que mantuvieran fuera no solo a los malos espíritus, sino también a los indeseables. Por las mañanas los oía llegar con su escándalo y revuelo de plumas, como todos los días. Les tenía algo de comer, estaba lista para recibirlos.
Esta es una ciudad sucia, llena de gente supersticiosa, donde se unen en los altares vírgenes blancas con sacos llenos de polvos dados por quién sabe qué curandero. Los señores vivían bien y la gente como yo pasaba los días solo esperando ver el sol con la esperanza de tener la barriga llena a la hora de dormir. Pasé demasiado tiempo aguantando. Hubo momentos en los que quise morirme y no tengo idea de como pude resistir. Amanecer y terminar el día entre gritos y amenazas no es vida, decía yo. Machacaba esa frase todas las noches, contando los minutos. Solo me callaba, esperando que todo terminara, había aprendido que con el silencio me podía ahorrar golpes. Si bajaba la cabeza, el mal rato duraba menos, porque creían que no sentía nada y les daba rabia no verme llorar, se hartaban y me dejaban sola al menos un rato. Si la tortura no llevaba llanto, para ellos no tenía sentido. Tomaban de mí lo que querían hasta dejarme vacía como un cascarón. Mis pies se llenaban de ampollas porque tenía que además caminar lejos para poder vender lo suficiente y llevarles la ganancia del día. Nada los irritaba más que llegara con poco o que dijera que no había conseguido nada. Una vez, oculté lo que había ganado y terminé con el cuello casi roto, las manos del señor se cerraban cada vez más alrededor de mi cuello y al aire me faltaba. Fue entonces que uno de mis pequeños me salvó. Picó con fuerza la cabeza de este y logré soltarme. Respiré como nunca lo había hecho, desesperada por sobrevivir. Mi primera reacción fue ver al cielo. Lo vi: estaba allí, pendiente de mí, mirándome. Fue un segundo nada más, porque el otro salió a perseguir a mi salvador. Volteé la mirada hacia arriba y di gracias por mi suerte... Aunque no estaba tan segura que eso hubiera sido solo suerte.
Eso fue solo el primero de muchos momentos en los cuales uno de mis hijos me salvaba. Sí, los comencé a llamar "mis hijos". Mi cuerpo estaba ya tan consumido que estaba segura que no podría tenerlos nunca. Mejor para mí, mejor para ellos no existir. No hubiera querido que estuvieran igual que yo ni hubiera querido ver como me los quitaban. Nacer negra en un mundo en que lo blanco es mejor es igual a haber nacido en el infierno. Mis hijos y yo éramos iguales: nada luminosos, nada buenos. No éramos puros, sino oscuros y repulsivos. Comenzaron a correr rumores porque decían que los pájaros me seguían. Yo estaba feliz de al menos tener compañía y al fin unas migajas de paz.
Nadie de afuera parecía querer buscarme y eso fue un alivio. Los indeseables fueron desapareciendo. Seguía dándoles de comer a mis hijos cada vez que podía. Pero en el caserón, seguía todo igual: seguían lloviendo golpes, gritos, insultos y humillaciones. Tenía que estar siempre alerta, siempre despierta. Dormir era un lujo. En los preciosos momentos de silencio cada vez más escasos, podía ir a bañarme o buscar algo para comer. En una de esas tardes, busqué un árbol grande que me diera sombra para descansar. Estaba todo tan tranquilo, que sin darme cuenta, me dormí. Cerré los ojos poco a poco y al poco rato no sentí nada. Ese fue mi error. No había pasado mucho tiempo cuando sentí una mano en mi cuello. Me habían seguido. En ese instante reviví el pánico de saberme indefensa, abrí los ojos de golpe y con mis manos intenté buscar algo a lo que aferrarme, lo que fuera. Me costaba cada vez más respirar, sentía un dolor quemante en mi garganta que subía hasta mis ojos. Me gritó, me amenazó, rabiando porque decía que sin mis animales no era nadie, que allí nadie me encontraría, a nadie le daría lástima una basura como yo. Comencé a escuchar un murmullo que subía de tono. Ya no solo me bastaba intentar usar mis manos. Pataleaba, intentaba moverme lo más que pudiera y sentía que el corazón me iba a estallar. El murmullo se había convertido en un rugido. Todo comenzó a oscurecerse entonces, me imaginé que eso era parte del proceso de morir. Escuché un grito agudo que me convirtió la sangre en hielo mientras sentía que tenía fuego en mis ojos. Pensé que todo había acabado y me abandoné, esperando a que la muerte me llevara.
No fue la muerte lo que llegó a mí. Fueron mis hijos, mis alados, mis bebés. Se habían encargado de la bestia que intentaba matarme. Podía oler su sangre: un olor a óxido y sal que bien sabía reconocer. Pusieron algo en mi pecho, algo húmedo y tibio. Carne. Era mi regalo. Fue entonces cuando me dí cuenta: en mi angustia, no había sentido el inmenso dolor en mi cara. Me di cuenta que me había vuelto una de ellos. Me habían elegido. Ellos eran míos y yo era de ellos. Me convertí así en una mujer-pájaro, mujer-animal, mujer-cazadora (ya no la presa), mujer-criatura, mujer con ojos de cuervo. Era libre al fin.
20150909
Lo mórbido de Marilyn Manson
Canción de la quincena:
Cupid carries a gun - Marilyn Manson
Es ya casi una ley que los poemas hablen de romance y que los personajes femeninos en la literatura sean mujeres hermosas, valientes, magníficas. ¿Qué hay de las que no son hermosas y son temidas? ¿Quién cuenta las historias de esas mujeres que eran personajes de pesadilla? ¿Dónde están las que tenían poder en forma de conocimiento, habilidades secretas o se movían entre lo prohibido? No todos los relatos tienen que ser amorosos o llenos de luz. No todas las mujeres deben ser románticas, maternales o delicadas. Hay belleza en lo oscuro y misterioso también.
Durante siglos, existió el temor a las brujas. Se les persiguió por temor, por creer que eran mujeres conectadas a lo Maligno, cuando la verdad es que muchas de ellas eran solo experimentadas curanderas, parteras, cocineras, nodrizas. Pasaron épocas enteras en que lo femenino era sinónimo de malo o temible porque algo como dar vida era imposible de entender. El cuerpo de las mujeres era un misterio hasta para ellas mismas. Se les veía como las que habían traído la perdición al mundo por medio de la tentación. Las mujeres tenían un poder que desconocían por este miedo que generaban. Por eso se les llamó "brujas".
Para esta quincena escogí una canción que encierra todo esto: es cruda pero seductora, como esas mujeres. Me encantó desde los primeros segundos, incluso si viene de la voz de alguien tan macabro como Marilyn Manson.
Esta canción sería perfecta para Octubre, pero estamos en Septiembre y me adelanté.
Estoy ansiosa por ver qué sale con esto y porque nos inspire para historias que salgan fuera de lo que normalmente escribiríamos.
20150908
“Just Breathe” - Pearl Jam
Sólo me dijo que se ahogaba. Entre el intercambio de miradas, que más bien eran monólogos, sabía que era de dolor que se quedaba sin aire; que era la mismísima traquea la que se le contraía, impidiéndole usar esa voz de hielo raspado. Luego llegaba el hipo como metralleta infinita. Supongo que era el resultado de guardarse todo ese aire en el diafragma. ¡Qué se yo! Era incómodo y divertido al mismo tiempo, y ahí iba yo, con dolor de tripa por tragarme las carcajadas que no soltaba pues me parecía de mal gusto reírme de su impedimento frente a ella.
Por lo menos no se descose en llanto, suspiraba aliviado. Esas son cosas con las que no puedo: mujeres llorando. No tuve hermanas y a mi madre nunca la vi llorar. Supongo que es por eso que cuando alguna de ellas viene deslavada en lágrimas, instintivamente me aparto, como si de un puñetazo se tratase. Es una cosa instintiva, no sé. Para mí, las cosas se arreglan disparando en Call of Duty, destruyendo a todos esos que en la vida real no se puede; y si de ahogarse se trata, pues para eso está el alcohol.
Por lo menos eso teníamos en común: el encierro de las cosas no dichas. No me quedan dudas que era por eso que nos entendíamos tan bien. Supongo que ambos necesitábamos hablar, pero era la comodidad del silencio lo que nos afianzaba en esa relación tan desigual. Nada teníamos en común, ni siquiera amigos. Y mientras yo me inflaba en alquitrán, ella se llenaba en alcohol. Yo comía ensaladas y ella, cerdo. Ella vivía de día y yo de noche. Ella era dulce, yo amargo. Ni siquiera podíamos dormir juntos después del placer pues ella quería luz y yo oscuridad. Así, nada nos gustaba igual. Nada. Solo el silencio.
Ese día apareció tocando timbres, acompañada de sol, de tacones y de gafas oscuras. Entre ojos quemados por el resplandor y el desvelo, la dejé entrar. Me besó con un sabor mentolado. Que esos cigarros rojos raspaban mucho, dijo; que poco a poco le iba gustando la menta, que le suavizaba los pulmones.
—Pero ni siquiera es menta, —dije.
Se quitó los zapatos y, descalza como sabía que me molestaba, anduvo dando vueltas por ahí, dejando un reguero de ceniza por allá en sala, en el sofá. Se acercó a la repisa de los libros dejando cenizas; hojeó aquel libro de pinturas, dejando más y más cenizas; hasta que por fin se detuvo en la caja de botellas. Tomó la azul y se fue a la cocina.
No sé de dónde sacó la idea pero regresó con un gin tonic. Se lo bebió de golpe. Salud, dije mientras prendía un cigarro de esos rojos que tantas veces dejó desperdigados por la casa. ¿Querés un trago?, preguntó sin tanto afán. No, le dije. Parece que vos los necesitás más. Regresó a la cocina, siempre descalza y regresó con más hielo. Ponete las sandalias, le dije. ¿Para qué? No hay nada en el piso que pueda hacerme más daño, dijo, y se volvió a tragar el gin de un solo. Bueno, como querrás, le dije terminándome ese cigarro rojo.
Tiene razón, raspan mucho, pensé.
Se quedó viendo el vaso por largo rato.
—Prestáme el baño—, rompió el hechizo del hielo derretido.
—¿Desde cuándo andás pidiendo permiso?
—No lo sé, vos decime.
Desapareció bajo las escaleras. Paso bastante rato allá abajo, prendí otro cigarrillo y me puse a limpiar. Vacié el cenicero, por Dios que esa mujer fumaba como bestia. Ordené sus zapatos pues por ahí andaba el izquierdo, tropezando con el gato, y el derecho a medio camino entre la sala y la cocina. Fui a la cocina, saqué más hielo y preparé otro trago, con una bolita de melón esta vez, pues ambos, el calor y ella, estaban insoportables. Cuando regresé, la encontré sentada en el escritorio. Me miraba como sin quererme ver. Le extendí el vaso.
—Gracias,— dijo pero no se lo bebió. Lo dejó sobre el escritorio, a la par del teclado, sobre el papel blanco con jueguitos de preguntas, nombrecitos y números mágicos milenarios.
—Y, ¿cómo estás?—finalmente preguntó.
—Desvelado.
—Ah, mirá pues…
—Y vos ¿en qué andas?
—No sé, vos decime.
—¿El qué?
—¿Qué de qué?
—Vos, ¿en qué andás?
—En nada. No ando en nada.
—Mmm... no te creo.
—¿Por qué?
—No sé, vos decime.
—Es extraño.
—¿El qué?
—Ese papel,—dijo señalando con la mirada el ahora posavasos.
Me asomé al papel mirando sin atención.
—¿Extraño por qué?
—Parecen incoherencias.
—No. Tiene todo el sentido del mundo.
—Para quién lo escribió, supongo.
Prendió otro cigarro dejando aquel nefasto olor a menta sintética en el aire.
—¿Qué hiciste mis zapatos?
—Ahí están—, señalé hacia el sofá—. ¿Me vas a despreciar el trago pues?
—Bien sabes que es la otra quien bebe gin.
Se puso de pie y caminó hacia el sofá. Tomó el cojín de rayas y tirándolo al piso, se limpió los pies en él. Se puso los zapatos y tomó su bolso. Abrió la puerta dejando entrar ese vapor de pueblo que tanto detesto. Tiró el cigarrillo hacia las escaleras. En la distancia, vi las lágrimas congeladas en sus ojos. No se quedó para el hipo. Ni siquiera dijo adiós.
Por lo menos no se descose en llanto, pensé mientras terminaba el cigarrillo.
—¿No te vas a llevar los—
Pero ya había cerrado la puerta. En mi estómago, se estancó un dolor sutil, diferente al de las carcajadas reprimidas. Es por este tipo de cosas que me gustaría ser doctor, para entender mejor lo que pasa con el organismo cuando se indigesta de emoción.
—DA20150908
Escrito inspirado en Just Breathe de Pearl Jam |
--*- -
Hoy no es martes
tampoco septiembre
perdí el año que traía
y perdí el amor en el camino.
Dejé pasar el frío
pero regresó a cuestionarme.
Me quedé sin respuestas
y me quedé sin ti.
No se si dije lo que pensé,
no se si estuve adonde fui,
no recuerdo lo soñado,
y tampoco lo sentido.
Todo se fue contigo.
Esta música que sigue en mi,
la que suena al reír
la que calla al dormir
sigo siendo yo.
Sigues en mi.
Aprendo a solo ser
para no cruzar espejos y encontrarnos
para no tenerte solo al rezar.
La muerte sabe lo que hizo.
20150906
Doce
Relato inspirado en Just Breathe de Pearl Jam |
No te buscaba. Ni siquiera te imaginaba y apareciste cuando menos me lo esperaba. Que eras un hombre espantoso, me dijiste. "Buscá al enano, ese voy a ser yo". No ví a ningún enano; no fue nada de eso, no. Llegué y no ví al enano prometido.
Había demasiadas cosas que te quería decir porque te mandé al carajo cuando me tomaste demasiada confianza y ni siquiera te conocía. Esa primera vez que te dirigiste a mí personalmente no fue amistosa. Estaba a la defensiva, como siempre. Recuerdo bien. Cualquier otro hubiera desistido. No lo hiciste y seguiste hablándome entre una broma y otra. Sentí muchas cosas al verte, pero más que cualquier cosa, me sobraba curiosidad. No puedo decir que haya sido amor a primera vista, eso me había fallado antes. Me dije que iba a tomarme el tiempo que fuera necesario para aprender a entenderte, para ver si podías entenderme. Te ví frente a esa vitrina y no podía entender por qué había venido: no había visto tu cara antes, solo había leído tus chistes malos y críticas de películas. Poco me bastó para darme cuenta que hacerme reír tanto como hacerme enojar se iba a convertir en uno de tus mayores pasatiempos . Comenzaste por hacerme reír. Los enojos vinieron después, pero eso es lo menos importante. Nos saludamos torpemente como hacen los que no se conocen todavía y luego nos movimos de esa vitrina a un lugar con menos gente para platicar. Eso fue el comienzo de estos doce años.
Nunca he conocido a nadie que disfrute más del humor negro. Odiamos a las mismas personas: a los nuevos hippies creyentes de cristales y auras, a los pretenciosos yuppies que se creen muy exitosos y viven hablando del último libro de superación que han leído, a los estudiantes universitarios que piensan que lo saben todo, a las mujeres amargadas y resentidas con el mundo, a los hombres muy machitos que quieren parecer malos aunque no lo sean, a las cucas de iglesia, a los hijitos de mamá, a los que fingen vidas perfectas. Fue entonces que comprendí que quizás parte de eso que llamamos amor sea el odiar las mismas cosas y tipos de gente. Eso me lo enseñaste poco a poco.
Contigo no me han llovido rosas pero has estado callado junto a mí cuando más te he necesitado, fiel a tu costumbre de aparecer cuando menos se te espera. No han sido años melosos ni amelcochados llenos de cartas infantiles. Eso hubiera estado bien en la primera juventud, pero ya no estábamos tan jóvenes. Esas son mierdadas, al fin y al cabo. Me dí cuenta que al principio quizás lo hubiera deseado pero nada se compara a ver un par de ojos mirarte al despertar en una cama de hospital y que esos sean los ojos que más se desea ver. Ahora que estás tan lejos me doy cuenta de muchas cosas. Hay hechos que valen más que un asqueroso muñeco de cerámica o un cartón en forma de corazón o flores. En las mañanas casi anhelo oírte roncar. Casi.
Fueron años largos llenos de indirectas, de miradas incrédulas y para mi desgracia, de incontables chistes malos. No hubo citas, eran salidas. Te pasé sermoneando con estupideces como la forma correcta de tomar un tenedor o cómo distinguir un cuchillo para pescado de un cuchillo para carnes, pensando (inútilmente) que lo apreciarías.
Fueron otras cosas las que apreciaste y que consideré ordinarias como el desayuno de los domingos o llevarte chatarra para comer con tus películas.
Fueron más noches de las que pude contar, llenas de desvelos por darle vuelta a la misma porquería de "él no debería estar con ella sino conmigo y éste no debería de estar conmigo sino con ella".
Son hasta ahora cruces en el calendario, contando los días para que vuelvas a mí, pensándote en cada canción y adivinándote en cada instante. Hay cosas ínfimas con las que pienso entretenerte cuando regreses. Tengo ya una cadena larga de preguntas que hacerte para cobrarme los minutos que no has estado conmigo, para recompensarte todas las veces en las que quizás has querido abrazarme lleno de temor y no has podido... Para decirte que doce años se sienten cortos por el tiempo en que no te he visto y que estos malditos días parecen no terminar. Pienso además sacarme todo esto acumulado de no poder hablarte. Apesto a tristeza y silencio. Me muero de sed sin risas, sin tí.
Nunca te he escrito una verdadera carta de amor. Quizás esto lo sea. No pienses que esto se hará costumbre, eso sí. Es demasiado doloroso esto de verme expuesta. Mierda, ya escribí algo cursi y no hay vuelta atrás.
A lo mejor me insistas en que eres un hombre espantoso. Yo pudiera decirlo de otra forma porque no estoy de acuerdo: de ninguna manera pienso que seas perfecto, pero eres perfecto para mí.
El día que respiró profundo.
Era un domingo cualquiera y él se sentaba en una esquina de la casa a oír el Concierto Número Dos de Rachmaninov mientras caía la tarde. Lo hacía desde tiempos en los que no tenía recuerdos, cuando era un adolescente y no podía entender cómo la vida se iba escurriendo entre cosas irrelevantes. Sus tías eran unas viejas con las que había crecido y no entendían nada. Viejas de vestidos largos y olores a naftalina, viejas, que, a pesar de sus veintitantos años seguían mencionando su nombre en diminutivo. Nombre con el cual ya no se identificaba. Le gustaba la vecina de la esquina y cada tarde la miraba pasar arrastrando su vestido de señorita bien venida a menos. Lo sabía, su familia había perdido todo en una apuesta del tío, del tío que ahora no se tentaba el hígado para ofrecer a sus sobrinas e hijas como un tesoro preciado a los tipos más ricos de la calle y el barrio. Pero a él le gustaba ella. Esa sobrina. La que no se detenía para andar descalza en la calle y montar los caballos que ni siquiera los hombres querían montar. Los peores, los más cabríos.
Ahora la querida vecina, señorita bien venida a menos, era su esposa. Ahora tenían cinco hijos que crecían sin saber ni entender como una mujer tan fina podía andar en una casa en la que apenas había pan o las cosas necesarias. En una casa en la que él fumaba en todas las esquinas a cada momento y se llenaba de las notas de toda aquella música que nadie entendía. A la esposa se le iba en hacer malabares con el dinero y las raciones de comida; y a los niños, en estudiar para asegurarse el futuro que la mamá quería o soñaba para ellos.
Uno iba a ser doctor, el otro ingeniero, el otro economista, el otro maestro; pero de los de la universidad y la niña... La niña que se consiga un esposo doctor o ingeniero o economista o al menos profesor universitario.
Pero no, él se sentaba en una esquina de la casa mientras caía la tarde y la niña lo miraba desde la puerta de su cuarto entreabierta y ella quería hacer música como esa, o bailarla al menos y sentarse a fumar en la oscuridad como si nada más existiera. Eso quería. No quería usar vestidos a media pierna de algodón del más barato. Y quería ser como las mujeres de esos libros que leía en la tarde mientras la mamá no se daba cuenta y las baldosas rojas del piso se ponían cálidas con el sol que caía, que se esfumaba, que se iba.
Sabía que había demasiado en este mundo para seguir los deseos de una mamá frustrada y una familia en la que nunca iba a poder ser ella. Mientras el papá seguía fumando y la mamá construyendo el futuro de sus hijos y ella.
Ella.
Ella tenía doce años el día que respiro profundo y se paró frente al papá durante el minuet de Chopin. Que no quería ser la hija que se iba a casar con el profesor universitario, le dijo. Que su mamá no iba a entender, pero que él se la pasaba entre cigarros y música clásica y pensamientos que al parecer eran profundos. Que no quería, no iba a ser lo que los demás quisieran, que ni siquiera le llamaban la atención los profesores universitarios y que menos sabía para qué servían. Que no. El papá solo la miró entre otra bocanada de humo y algunas notas de Chopin que se deslizaban como si nada estuviera pasando. Respiró profundo y no supo qué decirle.
Era un domingo cualquiera y Chopin seguía sonando de fondo.
Ahora la querida vecina, señorita bien venida a menos, era su esposa. Ahora tenían cinco hijos que crecían sin saber ni entender como una mujer tan fina podía andar en una casa en la que apenas había pan o las cosas necesarias. En una casa en la que él fumaba en todas las esquinas a cada momento y se llenaba de las notas de toda aquella música que nadie entendía. A la esposa se le iba en hacer malabares con el dinero y las raciones de comida; y a los niños, en estudiar para asegurarse el futuro que la mamá quería o soñaba para ellos.
Uno iba a ser doctor, el otro ingeniero, el otro economista, el otro maestro; pero de los de la universidad y la niña... La niña que se consiga un esposo doctor o ingeniero o economista o al menos profesor universitario.
Pero no, él se sentaba en una esquina de la casa mientras caía la tarde y la niña lo miraba desde la puerta de su cuarto entreabierta y ella quería hacer música como esa, o bailarla al menos y sentarse a fumar en la oscuridad como si nada más existiera. Eso quería. No quería usar vestidos a media pierna de algodón del más barato. Y quería ser como las mujeres de esos libros que leía en la tarde mientras la mamá no se daba cuenta y las baldosas rojas del piso se ponían cálidas con el sol que caía, que se esfumaba, que se iba.
Sabía que había demasiado en este mundo para seguir los deseos de una mamá frustrada y una familia en la que nunca iba a poder ser ella. Mientras el papá seguía fumando y la mamá construyendo el futuro de sus hijos y ella.
Ella.
Ella tenía doce años el día que respiro profundo y se paró frente al papá durante el minuet de Chopin. Que no quería ser la hija que se iba a casar con el profesor universitario, le dijo. Que su mamá no iba a entender, pero que él se la pasaba entre cigarros y música clásica y pensamientos que al parecer eran profundos. Que no quería, no iba a ser lo que los demás quisieran, que ni siquiera le llamaban la atención los profesores universitarios y que menos sabía para qué servían. Que no. El papá solo la miró entre otra bocanada de humo y algunas notas de Chopin que se deslizaban como si nada estuviera pasando. Respiró profundo y no supo qué decirle.
Era un domingo cualquiera y Chopin seguía sonando de fondo.
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