Cuando la música se convierte en inspiración

Cuando la música se convierte en inspiración y la inspiración se transforma en historias es cuando nace Non-Girly Blue.

Somos un experimento literario conformado por mujeres amantes de las letras y la música. Cada quince días nos alternamos para recomendar una canción sobre la cual las demás non-girly blues soltamos la imaginación y nos inspiramos para escribir... escribir relatos, historias, cuentos, personajes y a veces hasta poemas. ¿Y por qué no pues?

[Publicaciones y canciones nuevas cada quince días]

20141210

La mujer que aprendió a mirar













(Relato inspirado en Nobody Home de Pink Floyd) Por Flor Aragón

Es la típica barra de bar con la gente amontonándose después de una larga jornada de viernes, el humo de los cigarros flotando alrededor de las mismas pláticas de siempre y las empleaditas de oficina vestidas para salir, alzando las jarras a medio servir con marcas de lápiz labial por todos lados. Lía, vestida de gris, sin escote y de manga larga, no alza su vaso, no mueve sus manos con grandes gestos al hablar, es que ni siquiera habla, solo lleva la cerveza a su boca, solo le da un sorbo lento y eterno, abre los ojos de par en par y deja caer su mirada lánguida de color indefinido sobre el barman. Solo la deja allí. El barman sonríe. Sonríe otra vez. Le vuelve a llenar la jarra con cerveza.

A los catorce años Lía supo muy bien que no era bonita cuando se paró completamente desnuda frente a un espejo y se dio cuenta de que nunca iba a enloquecer a los hombres con sus caderas y trasero bien “dotados”, que su pelo jamás iba a caer desparramado por su espalda ni se iba a mover al viento como en los anuncios de champú, que no iba a ser ese tipo de mujer a la que los hombres voltean a ver cuando va por la calle y le silban o le gritan cualquier tontería, ni sería con la que todos quieren bailar en la fiesta ni con la que fantasean en las largas noches de calor e insomnio; mucho menos con la que todos se quieren acostar.

- No me mirés así, dice Gabriel, el barman, a Lía, esta vez con güisqui en las rocas y sin la barra abarrotada de empleaditas bulliciosas.


- No conozco otra manera de mirar, dice Lía bajando los párpados, mirando el hielo derritiéndose en el fondo del vaso, levantando lentamente la mirada. Las pestañas brillan, ayudadas tal vez por el maquillaje, tal vez por la luz de la lámpara que desde arriba cae sobre ellas.

– Das miedo, dice Gabriel sin poder mirarla directo a los ojos. 

- ¿De cuál miedo? Le pregunta ella mirando otra vez el hielo. 

- Del único que existe.

No era bonita, su piel lechosa, casi transparente, bajando sin forma definida ni curvas de la cabeza a los pies, se lo afirmaba. Las dos diminutas líneas rosadas que aparentaban ser labios y apenas dejaban espacio para la sonrisa, se lo repetían. La nariz aguileña imperando soberana en desproporción al tamaño de la boca se lo recalcaba. No era bonita, ni hermosa, ni llamativa, ni deseable, ni graciosa, ni divina, ni cualquier otro adjetivo que en ese momento ella pudiese imaginar. Nada de eso, solo sus enormes ojos de color indefinido brillaban en medio de toda aquella palidez, iluminando sin medida su rostro, casi todo su cuerpo, casi toda la habitación, casi todo el mundo.

Ya es casi rutina sentarse sin excusa, la noche que sea, a la hora que sea, a mirar a Gabriel detrás de la barra, siguiéndole los pasos, sonriéndole de vez en cuando, haciendo como si no mira de vez en vez, reorganizando el maní dentro de la bandeja, limpiando la humedad que deja el vaso con una servilleta, mirándose las uñas de unos dedos que tampoco fueron hechos para ser bonitos, para llevar un anillo. A él parece no importarle tener a esa testigo silente e implacable de todos sus movimientos, mucho más si al final de la noche, más bien de madrugada, ella lo espera en el callejoncito de atrás con unos cuantos tragos de más, la sonrisa de medio lado y la mirada lánguida languideciendo, para acompañarlo a donde sea. Menos a su casa. A ella parece no importarle que él sea casado.

Parada frente a su desnudez, inspeccionando palmo a palmo sus imperfecciones, decidió que ese par de ojos, enmarcados bajo el escaso pelo corto, cejas espesas y largas pestañas largas, era lo único que necesitaba para sobrevivir en el extenso mundo de las mujeres que llaman la atención al pasar, de las mujeres que siempre obtienen el mejor asiento en cualquier parte, de las que no hacen fila y que de alguna manera logran que hasta el sol se pare a verlas. Se acercó al espejo sin miedo, miró frente a frente sus ojos durante varios minutos sin ni siquiera parpadear. Eso bastaba, pensó. Así que sin más, a esa edad, Lía comenzó a entrenar su mirada para los diferentes gestos de la vida.

- Perdoná, pero esta vez no puedo descifrar que querés decir con esos ojos, dice Gabriel acercándose a ella y hablándole casi en el oído, porque las empleaditas bulliciosas alzan sus jarras, ríen, gritan, cantan a todo pulmón “Hey, teacher, leave the kids alone” en la noche de Pink Floyd. - ¿Qué esperabas? ¿qué me casara con vos? ¿qué te pusiera una casa? ¿qué te tire pétalos de rosa cuando pasás? ¿qué esperabas?, le pregunta, acercándose tanto como puede para no levantar sospechas, aunque a esas alturas nadie se fija en ellos, todos cantan enardecidos “All in all it’s just another brick in the wall”, el humo eleva su fragilidad alrededor de Lía, que mira sin sentido las gotas que van bajando por el vaso, que solo levanta una mirada profundamente vacía y la clava en Gabriel, que se mueve hacia atrás, sintiendo una leve y repentina opresión debajo de la garganta, cerca del pecho.

A los veinte años era toda una maestra para expresarse solo con un leve movimiento de los párpados. A los veinticinco podía interpretar cualquier mirada que quisiera sin ninguna dificultad, aunque estuviera sintiendo lo contrario; a pesar de la tristeza, podía lograr su mejor gesto de alegría; a pesar del amor, con sus ojos de color indefinido podía lograr una actuación de odio que convencía a cualquiera. Luego de haber alcanzado esos dominios, se dedicó por más de un año a perfeccionar la mirada vacía, tal como ella la llamó. Se la había visto a visto a Aníbal Lecter en El Silencio de los Corderos. Había leído en alguna parte que la idea de esa mirada había sido del propio Anthony Hopkins para volver más inquietante a su personaje y que había practicado por semanas para lograrla. ¿Por qué no yo? Se había preguntado Lía. El ejercicio consistía en pararse frente al espejo y mirarse directo a los ojos sin parpadear todo el tiempo que fuera posible. Lía practicó días, semanas, meses; cuando hubo perfeccionado su técnica supo que estaba lista para salir al mundo. Nadie podría hacerme daño, pensó. Estaba lista para clavar la mirada en su presa.

Todos los de cocina la miran pasar, acostumbrados a verla por allí casi todas las noches, el cocinero le sonríe amable, mientras al fondo suena una estúpida canción de Pink Floyd, got thirteen channels of shit on the T.V. to choose from. Que ya no podía seguir con eso, le dijo, que era por la esposa, le afirmó. Pero ella no está segura. La esposa no le importó nunca, es una de esas amas de casa, aburridita como cualquiera, pegada a Viva la Mañana de nueve a doce. I've got electric light. And I've got second sight. And amazing powers of observation. Está segura que es por la empleadita del mes, la que llegó a celebrar su ascenso el viernes pasado, a la que el escote le llegaba casi al ombligo, a la que el pelo planchado le caía brillante sobre la espalda. And that is how I know when I try to get through on the telephone to you, there'll be nobody home. Por la puerta de atrás de la cocina sale al callejón, el fondo se pierde en fuga con la oscuridad. Nada, solo un ruido extraño. I've got nicotine stains on my fingers. I've got a silver spoon on a chain. I've got a grand piano to prop up my mortal remains. Un ruido extraño que viene del fondo en donde apilan las cajas vacía de pedidos, cervezas, botellas y basura. Se acerca despacio y en silencio, con la mirada perdida en la oscuridad. Quisiera ser como gato, esperando que las pupilas de sus ojos color indefinido se dilaten para poder ver algo, está a solo seis pasos y no mira nada. I've got wild staring eyes. And I've got a strong urge to fly. Cuando ya está a menos de dos metros de las cajas puede ver la espalda de Gabriel iluminada por quién sabe qué luz, camisa negra de seda, pantalón negro también, desabrochado y abierto, cayéndole sobre el trasero. A un metro de distancia, la mirada profunda de Lía, entrenada para las más absurdas emociones de la vida, no puede dejar de incomodar a los dos amantes. Gabriel se voltea, deteniéndose el pantalón. Él, que con el tiempo ha aprendido a descifrar aquel impresionante derroche de expresiones, de pronto no puede entender esa mirada de papel, de historia sin terminar, esa mirada en blanco, clavada como dos agujas en sus pupilas. But I got nowhere to fly to. Parece que Lía ya no puede ver nada más que a él. Gabriel quiere hablar, pero su garganta se cierra, le falta el aire, abre la boca para decir algo... Nada. En cuestión de segundos cae al suelo ahogado por la angustia de la mirada que no pudo interpretar.

Lía solo da la vuelta, mientras Jorge, el gerente del bar, se termina de acomodar el pantalón y corre angustiado a llamar a una ambulancia.


Ooooh, Babe, when I pick up the phone, there’s still nobody home

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